Autor: Jerónimo Muñoz
Mucho se ha escrito, hablado y debatido sobre la belleza. Para definirla o explicarla se ha recurrido a términos como “el orden”, “la armonía”, “la proporción”, “la forma”, “la medida”… Se ha distinguido entre belleza física o espiritual, belleza natural o artística, belleza objetiva o subjetiva… En el siglo XVIII, el filósofo alemán Alexander G. Baumgarten acuñó el término “estética” para referirse a las teorías sobre lo bello; antes y después de él, todos los filósofos han tratado de esta emoción que siente el hombre ante determinadas cosas que le impresionan de una forma particular, impresión que incluye la atracción hacia ellas y el goce en su contemplación.[1]
No creo que la idea o la emoción o las diferentes situaciones de la mente sean más que un estado de correlación entre múltiples células cerebrales y todo sentimiento, emoción, volición, etc. es reducible a esta muy compleja correlación.
Y aclarado este punto, volvamos con la belleza que mencionaba arriba, respecto a la cual voy a formularme una pregunta:
¿Por qué lo bello me atrae y me causa placer?
En respuesta a esta pregunta, diría que el denominado placer estético parece proceder, como aventuraba (o afirmaba) Carlos Bousoño, de la “sensación de plenitud vital que experimentamos al perfeccionarnos conociendo”. (El subrayado es mío). En este sentido, no sólo puede parecernos bello algo que percibimos sensorialmente, sino también algo que percibimos intelectualmente.
Como animales que somos, llevamos en nuestro código genético unos soportes bioquímicos que nos impulsan hacia determinadas actuaciones (u omisiones). Son las conducentes a
- Mantener la propia vida.
- Mantener la existencia de la especie.Pero si se observa que desde los primeros homínidos hasta el actual homo sapiens, el hombre ha cambiado, creciendo en conocimientos, ingenio, imaginación y reflexión, hay que añadir un tercer tipo de impulso que conduce a
- Estos dos impulsos naturales son conocidos, más o menos explícitamente, desde las primeras civilizaciones. Ya el autor del Génesis pone en boca de Yahvé la orden de “Creced y multiplicaos”, que, llevada a sus raíces más prosaicas, equivale a la de “Comed y procread”, en la que los dos primeros impulsos naturales están patentes.
- Evolucionar. [2]
La capacidad de evolucionar, descubierta por Charles Darwin (y, paralelamente, por Alfred Russell Wallace), hecha pública en 1.859, fue sometida a feroces reprobaciones y críticas y a fervorosas defensas y apologías. Hoy gracias a las investigaciones realizadas en el campo de la genética, la embriología, la biogeografía y la paleontología, entre otras ciencias, han dado lugar a un neodarwinismo en constante crecimiento y desarrollo en el que queda patente que el proceso evolutivo ha dejado de ser una teoría para convertirse en un hecho incuestionable.
La evolución no se circunscribe al alcance de niveles superiores en las facultades humanas, principalmente en el campo intelectual, sino a todo el proceso que desde el “psiquismo elemental del electrón” (como decía el paleontólogo jesuita Teilhard de Chardin) nos ha conducido a nuestro estadio actual de evolución.
A estos tres impulsos los denomino “impulsos primarios naturales”. Pero, en defensa de la simplicidad, se me hace difícil admitir que sean varios los impulsos primarios naturales del hombre. Por ello quisiera englobar en uno solo estos impulsos aparentemente diversos que únicamente he expuesto en aras de resultar comprensible.
Creo que hay “un impulso primordial natural” que contiene el significado profundo de los tres anteriormente citados, que los unifica e incluye y que, para mí, marca la tendencia no sólo del hombre sino de la misma vida:
Trascender.
Trascender, en el sentido de rebasar los límites, de pasar más allá, es la directriz de la vida del hombre.[3] Trascender incluye mantener la propia vida, la de la especie y evolucionar. Y, buscando el trascender, vivir en constante perfeccionamiento, investigar, aprender, crecer, mejorar, superarse, avanzar.
Por mi parte, diría que todo impulso que me lleva hacia algo de una forma irracional es una consecuencia del impulso primordial natural del hombre que, como dije, es trascender. Y esto es así aun cuando dicho impulso pueda haber sufrido contaminación causada por educación o adoctrinamiento equivocado. Creo que la atracción que sentimos por una cosa que nos parece bella es debida a la más o menos sutil relación que advertimos entre la cosa que nos aparece y el objetivo último de nuestro impulso primordial natural. Lo que nos resulta bello es, de alguna manera o en alguna de sus facetas, acorde con el objetivo natural de nuestra vida, ese trascender.
Es notorio que lo que para unos resulta bello, para otros no lo es o no lo es tanto. Pero también es notorio que cada persona tiene una configuración cerebral bioquímica e, incluso, anatómicamente diferente. Observando estas diferencias, podríamos concluir que la belleza es algo subjetivo; y lo es en cuanto a la diversa estimulación ejercida por la “cosa” en cuestión en los distintos contempladores. Es innegable que todos aceptamos que hay cosas bellas que, desde luego, no lo son “en sí mismas” sino en cuanto son percibidas por el hombre. Ahora bien, aparte de las diferencias cerebrales existentes en los hombres, hay también en ellos una abismal diferencia educativa. Si un hombre ha sido educado desde niño de forma que consiga asimilar los aspectos estéticos de la música, seguramente no se dormirá en un concierto de Mozart. Quiero decir que, con una educación adecuada,[4] una gran mayoría sabrá captar la belleza en cualquiera de sus manifestaciones, aunque, eso sí, se emocionará con mayor o menor intensidad ante unas u otras, debido a aquellas diferencias bioquímicas y anatómicas en los cerebros.
En lo referente a la poesía, la búsqueda de la belleza ha sido constante. Desde los comienzos de la poesía escrita en Homero hasta nuestros días, el hombre (el poeta en nuestro caso) ha excavado en su mente para encontrar nuevas formas expresivas que le permitan desarrollar el potencial creativo que allí se halla, siempre en aras de de evolucionar, de trascender. Como en todo el proceso evolutivo de la vida, en el arte y, en particular, en la poesía, ha habido ramificaciones de este progreso que pronto han dejado de ser consideradas como un avance y que han caído (o caerán) en la extinción, pues, más que evolucionar hacia formas insospechadas de belleza, solo han buscado el lucro, la sorpresa o la provocación en cándidos receptores ansiosos de lo nuevo. Pero el tronco principal de la Poesía sigue creciendo, ascendiendo, y el ser humano da pequeños pero sustanciales pasos hacia la consecución de la belleza trascendente.
[1] He utilizado la palabra “cosas” con el significado de “todo lo que se nos aparece”, pues no voy a entrar aquí en la diferenciación platónica de “mundo sensible” (el de las cosas) y mundo inteligible (el de las ideas). Y he utilizado la palabra “contemplación” pues su significado abarca ambos mundos, si hubiera tal dualidad. Y he de añadir que he utilizado el sintagma “todo lo que se nos aparece”, aun a sabiendas de las objeciones que puede suscitar, para eludir decir “todo lo que tiene entidad” pues no me convence ninguna de las ontologías existentes, aun cuando el verbo “ser” haya de emplearlo repetidamente, siquiera en aras de hacerme entender.
[2] Creo que es obvio que no afirmo en absoluto que este impulso evolutivo esté ausente en los animales e incluso en los vegetales o en cualquiera de los demás reinos, procariotas, hongos o protistas, pero, a la luz de nuestro conocimiento actual, no parece probable (sí posible) que, manteniendo su línea evolutiva, algún otro ser vivo pueda llegar a superar al hombre, salvo que éste se aniquilara como especie.
[3] Aunque me refiera al hombre, no quiero dejar de aclarar en que esta es la directriz de la vida.
[4] Para mí, “educación adecuada” es aquella que tiene como prioridad acercarnos a nuestro impulso primordial natural.