El hombre ansia el cumplimiento de todas sus esperanzas.
El furor de nuestro celo se destruye y se reinventa sin cesar.
Pero no halla justicia ni fortaleza, entre tanta serpiente.
Y en el tenebroso paraje de la vuelta, entona un canto de soledad.
Por donde asciende el anhelo de la belleza y de la pasión.
Y oímos como un estampido en lo alto de bóvedas fantasmales
el momento en que la humanidad sienta la necesidad de abrazarse.
He aquí nuestro cautiverio de cilicio de Dios
y de estrellarse contra la beldad de las damas.
De muros hechos siglos y siglos hechos de primaveras
muertas entre las costillas y el corazón.
Dioses antes que humanos, sería nuestra dicha.
Para nada somos humildes.
¿Acaso el Reino de los bienaventurados
es un húmedo pesebre?
¡Todos cuantos existimos ardemos en nuestra alma como
las primeras luces de la mañana! ¡Tan llenos de presencia
nos sentimos!
A fuerza de conocer el mundo. ¿Aspiramos a ser
hermosas criaturas en la naturaleza?
Sentíamos ser libres, y ahora las cadenas horrísonas,
inclinan nuestra cabeza al trabajo. Sucios de sudor
por las cuentas o por los versículos esquivos.
Observa, observa con ojos abiertos a guantazos en el alma,
el silencio de la derrota del universo. A falta de unas manos
fuertes, se queda al borde del océano, ebrio de horas desiertas.
Esperando en ese último aliento todo el aire de suaves calmas.
Calma así el furor de su ira provocada
por las miserias del mundo, adormeciéndose
sobre tocadores femeninos, cuyo azogue es un serafín.
Aquel continente fecundo de gracias femeniles,
el brillo excitante de sus pulseras, brazaletes y sortijas
donde reflejar la sonrisa: fiel menina de la voluptuosidad.
Piadoso el oído donde estallan los relámpagos amenazantes
en la madrugada y hendida de tinieblas, a salvo de los maretazos
de la costa, los amantes incansables, extenuados por el insomnio
de la noche, se entronizan mutuamente, entre besos profundos,
caricias asedadas, en un Versalles con esculturas de Venus…
De pajes o doncellas para la servidumbre del amado.
O de redondas y espaciosas mesas en la hierba cuyo tablero
está hecho de un mosaico con la efigie de insignes pensadores
antiguos: Lucio Anneo Séneca, Plotino, Aristóteles…
Desde su origen la Tierra guardo con celo su creación
de naturaleza salvaje e intacta. Y nunca tuvo el sol
la edad de un gigante. Todo transcurría con sencillez
de lirio en flor de estrellas. Era una soledad perfecta,
serena, impoluta y salvaguardada por el propio origen.
Por el conocimiento se hizo el misterio cuyo seno
es la muerte y la lejanía del perdedor. La eternidad
es la victoria que colma su memoria de soles.
Y nuestra carne al borde de la extinción nos habla
como un chiquillo asustado que busca a su madre.
Y rumiamos en la noche abierta a nuestro llanto,
sin comprender siquiera el globo terráqueo
en un punto perdido del espacio tenebroso de la estancia.
Se aflige cuando a sus propios ojos no es un tierno
pierrot en una Venecia en carnaval. Y un diluvio
de rubor tras el iris de los ojos, lo separa de la fértil tierra.
Y la memoria viva cual brasas en los márgenes del cerebro.
Espera algo de las flores, mientras inflaman su pecho.
Tendente en todo momento, a echarse en la penumbra
del abandono y la espera. ¿A cuántas bellas almas
ha mandado al cielo de su imaginación!
Cuándo libres de las visiones de toda pena y de sus horrores…
A muchos de nosotros nos azota la incertidumbre
de un Reino de la espera. No por falta de amor,
porque tienen por seguro su amor a Él.
Es por falta de fe.
Mas su nombre evoca todos los días
el comienzo del mundo, la gloriosa visión
de una Tierra enfangada por el momento
de abominable melancolía. Que mediante
clamores conciben el infierno lleno de inmundicias.
Y adónde ira a parar, teme el hombre y la mujer.
Y a solas en las peores horas de la soledad
el lamento teje una red siniestra de recuerdos.
Que sepulta el día de los vivos, por el número
de muertos como un alud de tinieblas
oliscas.
Y en la vuelta del cráneo se desliza toda
la eternidad, cuya mandíbula tiene una sonrisa
de brillante regocijo, y muerde la mortaja de lino
para ser de nuevo barro y semilla.
Palabra del tiempo. Palabra de vida.
Alberto Balaguer.
Columnista. Guionista. Escritor.