“Sube o baja según se va o se viene.”
Que te recordase, fue, estoy segura, influencia del libro que he terminado de leer. A veces, no siempre, hago un, no sé cómo llamarlo, es algo semejante a un resumen. No, no es correcto, se parece más a un recorrido hacia dentro con el que trato de descubrir qué huellas o rastros ha dejado en mí -en mi espíritu-, su lectura, la historia. No sólo la historia, también cómo y con qué palabras me la ha transmitido el autor. Una costumbre que tengo desde que escuché en clase de literatura -no es textual- que la creación literaria o la creación de una obra literaria amplía no solo el horizonte del posible lector, sino los del mundo. El mundo se hace más y más grande cuando alguien escribe una novela, un relato, un cuento. En realidad cualquier cosa que se escriba ha de afectarlo, pues todo lo que nos sucede, sucede sobre su antiquísima “piel” de mundo.
Por ello, y retorno a la primera frase, mientras ‘acariciaba’ durante unos minutos el lomo del libro, costumbre que no puedo evitar cuando termino uno, lo recordé. Nuevamente en mi pensamiento volví a ‘ver’ aquel árbol gigantesco de corteza tan gris que parecía más propia del invierno que de principio de otoño; la ausencia de hojas y su aspecto desolador, fue, fueron, causa de que se convirtiera en uno de los más asiduos y terroríficos personajes de mis pesadillas infantiles. Sobrepasada ya la mitad del tronco, repentinamente, de él surgían varias ramas que más que ramas parecían troncos de otros árboles que le nacieran por dentro. (¿Nacían dentro de ti o te los habías ido tragando uno tras otro?)
El primero. El uno y el todo. El personaje principal, pero también colectivo. Cada una de sus ramas hubiera podido ser cualquiera de las voces que pronuncian los murmullos que escucha Juan Preciado. Aquel árbol podría ser azotado por el aire, y, todo lo más, le arrancaría una pequeña parte de las frases que Juan Rufo escribió para ser gritadas o susurradas por sus personajes: ésos que tanto me han inquietado porque, o bien no quieren pronunciarlas, o bien Juan Rufo no les permite terminar de decir aquello que quisieran, o aquello que tuvieran que decir.
El principal, el uno: Pedro Páramo, dueño y señor de vidas, haciendas y honor. Pedro Páramo que después de nutrirse de Comala, lo deja morir. Poco a poco. Por venganza y con ayuda de la revolución que “Sube o baja según se va o se viene. Para el que va, sube; para el que viene, baja.” Una revolución -tan lejana como cercana- que no es atrezo sino, eso me ha parecido, trasfondo de la narración. Él: el árbol. Ellas -ramas que parecen árboles que surgieran del interior del otro, o de Comala, o de las profundidades del infierno-, los fantasmas que pueblan las calles de cuyas paredes afloran voces y risas y llantos.
Quizá era cierto lo que Dolores Preciado creía. La muerte tiene múltiples voces, finas como hilos y hechas de hebras humanas:
“De voces, sí. Y aquí, donde el aire era escaso, se oían mejor. Se quedaban dentro de uno, pesadas. Me acordé de lo que me había dicho mi madre: “Allá me oirás mejor. Estaré más cerca de ti. Encontrarás más cercana la voz de mis recuerdos que la de mi muerte, si es que alguna vez la muerte ha tenido alguna voz.” Mi madre… la viva.”
(…)
“-Si, Dorotea. Me mataron los murmullos. Aunque ya traía retrasado el miedo. Se me había venido juntando, hasta que ya no pude soportarlo. Y aunque me encontré con los murmullos se me reventaron las cuerdas.”
Blanca Sandino