Sin ningún género de dudas, septiembre es un mes de contrastes: por una parte, los calores más ardientes del verano van diluyéndose lentamente y construyendo esas agradables temperaturas que ojalá durasen todo el año… y por la otra, es precisamente esa promesa de final de estío la que lo convierte en un momento triste y con un punto de despedida que lo hace agridulce. Sí, septiembre es un mes especial… pero por eso es también un magnífico momento para, precisamente, agarrar al toro del verano por los cuernos y dedicarse a disfrutar con intensidad del Sol y el calor y los últimos días de vacaciones para quien todavía las esté disfrutando. Y una de las estrellas de la cocina de esos días de este mes, un postre que siempre apetece tomar porque tiene la virtud de entrar perfectamente a cualquier hora del día, es precisamente el banana-split, a quien hoy dedicamos nuestras líneas: de inciertos orígenes y presencia antigua, es de suponer que más o menos todo el mundo sabe preparar un banana-split más o menos decente, pero nosotros procuraremos ofrecer aquí la receta más erótica de cuantas se hayan probado, con la particularidad de que además, en este caso, la fuente que contenga el postre puede ser de las medidas y características que se deseen. Y es que va a ser ahí donde esté el quid de la cuestión, porque el banana-split que sugerimos a continuación se prepara y se sirve directamente sobre el cuerpo del acompañante al que se desea honrar con un regalo tan especial.
Primeramente, tómese un plátano de buen tamaño (y me refiero en este caso a la fruta, no a otras insinuaciones más o menos jocosas), pélese y córtese longitudinalmente (no hay discusión sobre este punto por mucha gracia que aparentemente le quite al asunto: no hay que olvidar que la palabra split, que le da nombre al plato, significa precisamente corte), para a continuación colocarlo sobre la parte del cuerpo desnudo (y previamente lavado, desde luego, porque en este caso concreto el sudor no es algo que case bien con el dulce) que se desee. A continuación, añádanse junto a él tres bolas de helado (los sabores clásicos son vainilla, chocolate y fresa, pero en este punto seremos flexibles y dejaremos que cada uno decida lo que más le guste), que colocadas despacio sobre la piel producirán por supuesto un efecto de lo más estimulante: sobre ellas, derrámese generosamente una buena cantidad de sirope de fresa y de chocolate (aunque también dejamos esto al gusto de cada comensal) y recuérdese que a veces también se acompaña con rodajas de piña y distintos frutos secos como nueces o avellanas… Y finalmente, la crema: abundantemente montada, servirá para dibujar sinuosas figuras y arabescos por las zonas que más se aprecien en cada caso, así como para enriquecer tanto todo el conjunto como otras zonas del cuerpo más alejadas y que siempre han combinado bien con ese sabor.
El toque final, y que deberá marcar el final del proceso culinario y el principio de cualquier otra actividad (sea o no de naturaleza gastronómica, en cualquiera de sus variantes), es desde luego la cereza: por supuestísimo, sólo se coloca una única cereza, así que tanto el comensal como el recipiente deberán pensarse bien dónde quieren colocarla… porque será precisamente ahí por donde se deba comenzar la degustación del plato. Y a partir de ese momento, el orden (o el desorden) que cada uno decida llevar es asunto de naturaleza más que personal… pero desde luego, en un mes tan cálido y de tantos contrastes como es septiembre, a nadie debería amargarle un postre tan dulce y tan tremendamente pegajoso, que hará descubrir cientos de nuevas sensaciones a todos aquellos que se atrevan a probarlo sobre su propia piel mientras los vientos del otoño se adivinan en la distancia y existe la certeza de una refrescante (y limpiadora) ducha al final de la velada.