Cuando, tras varios años de dedicación a la docencia en un instituto de educación secundaria, uno tiene la posibilidad de recorrer en bicicleta lugares como Myanmar(antigua Birmania), Sumatra (Indonesia) o Marruecos, se despejan bastantes dudas sobre lo que les ocurre a muchos de los adolescentes de nuestro país: se han adaptado, sin mucha dificultad, a una vida cómoda, en la que no existe ningún tipo de obligación ni hay que hacer ningún esfuerzo; y, en consecuencia, se cree disfrutar de ella sin contraer compromiso alguno con la familia, la escuela o el instituto y la sociedad en general.
Quizás la única dimensión personal que se salva de una existencia tan anodina sea la del vínculo con las amistades, ya que en muchos casos son los únicos referentes “válidos” para sobrevivir sin sobresaltos inoportunos y desestabilizadores. Para ser justo, es necesario hacer constar que todavía existen honrosas excepciones a lo aceptado como regla general, que le dignifican a uno su trabajo y se lo hacen gratificante.
Entre los factores que contribuyen a la “normal” situación descrita, ocupa un lugar destacado la televisión –acaso la mejor representante de ese variadísimo mundo de la imagen y el sonido-, que en más ocasiones de las deseadas cumple a la perfección su papel distorsionador de la realidad, convirtiéndose así para nuestros jóvenes, y no tan jóvenes, en un seguro transmisor de valores tan aparentes como banales.
Se terminará de comprender la realidad artificial y ficticia de nuestros hijos y alumnos, si a este contexto se añade la larga lista de productos de mercado fácilmente asequibles y consumibles: teléfonos móviles para poder concertar una cita alrededor de unas botellas de cerveza y calimocho, ordenadores con conexión a Internet de dudoso aprovechamiento, calzados y vestidos a la última, dinero fácil los fines de semana tras cinco días calentando la silla en el aula, motocicletas como premio a no haber suspendido más de tres asignaturas,…..
En los tres países citados anteriormente, he sido testigo de cómo adolescentes de las mismas edades que nuestros alumnos de la ESO tienen que trabajar de sol a sol para ayudar a una maltrecha economía familiar, abandonando en muchas ocasiones los estudios en contra de su voluntad, y así poder conseguir con esfuerzo y sacrificio el pan de cada día para ellos y para los suyos.
Adolescentes que viven sin exigencias de ningún tipo para sus padres, con una disciplina espartana y una responsabilidad de persona adulta, teniendo clara conciencia de que, en palabras de don Antonio Machado, “la vida es lucha”. Son personas activas, de una actividad constante y agotadoramente productiva, que no presentan la sintomatología propia del adolescente español: ansiedad, estrés, tos seca, cansancio crónico, ojeras de etiología idiopática, etc.
Entre nosotros la vida de los adolescentes es muy distinta. Valga “un caso”, entre muchos otros, como botón de muestra: hace meses tuve una reunión con la madre de una alumna repetidora de 1º de ESO en presencia de ésta. La alumna, que había suspendido seis asignaturas en la segunda evaluación, se acababa de quedar sin el teléfono móvil prometido, según dijo la madre. La “niña”, lejos de alterarse por habérsele privado del premio, respondió indolente que le daba igual, pues ya tenía otros dos “móviles”.
Sin embargo, -lo que considero un motivo de reflexión tanto como de preocupación- parece haber acuerdo bastante generalizado en que no son los jóvenes los únicos responsables de tan mayúsculo disparate.
S. Roberto Mateos García.