Algún día todos tendrán que seguir al caminante.
José Luis Calva Zepeda
I.
Seguramente Thomas Harris habría esbozado una sonrisa si la noticia que ese día, estremecía a la ciudad de México, hubiera sido la puesta en escena de su célebre obra: The Silence of the Lambs. No fue así, la nota era tan roja y real como los crímenes confesos del ciudadano Chikatilo, quien ostentaba un título en literatura, mismo que había obtenido graduándose en un curso por correspondencia.
En medio de una vorágine de flashes y preguntas, aparecía el jefe de la policía local, manifestando con suficiencia la captura de José Luis Calva Zepeda, presunto responsable de asesinato. Nada de especial tendría la roja nota de esos reporteros si, Calva desde el primer instante no hubiera sido encontrado en flagrancia; y si colgados dentro del clóset del departamento que investigaban, los guardias no hubieran encontrado los restos humanos de su última novia.
Días antes, los vecinos, molestos por el hedor que provenía del departamento de Calva, habían denunciado a las autoridades la actitud sospechosa del habitante de esa vecindad de la colonia Guerrero, un antiguo barrio en el centro mismo de la ciudad. Ya había oscurecido, cuando la policía llamó, identificándose previamente a su puerta; el alarmado hombre, crispado de nervios y miedo, no tenía opción, jaló las cortinas y miró abajo, calculó casi seis metros desde la última cornisa y se lanzó por la ventana hacía la calle.
Aturdido, se levantó tambaleante y miró de frente, no había tiempo que perder. El Eje Uno Norte, es una serpiente atiborrada de automóviles, en sus aceras se instalan cientos de barracas de madera y tela, donde el mercado negro hace grandes negocios con los artículos de contrabando que allí se expenden. El operativo policiaco era importante y a las afueras del departamento, ya esperaba un grupo de uniformados a la expectativa. Al ver que un sujeto se despeñaba desde la ventana del sospechoso inmueble, le gritaron preventivamente, le ordenaban que se detuviera, José Luis Calva no hizo mayor caso y se arrojó al tráfico.
Fue un lance desesperado e inútil, en ese mismo instante circulaba a toda velocidad un distraído automovilista que, sin percatarse del lance de Calva, terminó arrollándolo y expulsándolo hacia la acera. El hombre después de ser lanzado al aire, cayó sobre el filo del pavimento. Su complexión atlética le permitió resistir el golpe del guardachoques del auto, pero en la pirueta contra el parabrisas se fracturó el cráneo y se desplomó sangrante.
Apresuradamente intentó incorporarse, pero la vista se negaba a presentarle imágenes lúcidas. Las luces multicolores de los puestos comerciales de la avenida terminaron por confundirlo. En ese instante el cuerpo de policías, llegaba a toda prisa a aprehenderlo.
II.
Sentada en la jardinera, apuraba hacia sus labios un maltrecho cigarrillo, exhalaba con impaciencia evidente aquél flaco carrujo de aromático humo de marihuana. Sus largas piernas apenas cubiertas por una minúscula falda de piel, sujetada por una brillante pretina, se balanceaban a un lado y a otro. Por el extremo de la contra esquina, al verla, levanté mi brazo agitándolo para llamar su atención. Ella correspondió de igual forma y se levantó del frío cemento de la jardinera, para ir a mi encuentro. Era una sexoservidora ya entrada en los treinta y tantos; usaba peluca rubia, aunque ella misma era rubia, alta, esbelta, de ojos verdes. Lo primero que me dijo fue que no quería ver su nombre publicado, que no quería que nadie más se enterara que ella había sido la última persona que había estado con La Jarocha, antes de ser encontrada muerta, mutilada y depositada en una vieja maleta, sobre el camellón de una avenida de la ciudad.
-Esa noche-, relató la rubia –llegó La Jarocha, bien contenta, porque se había ido a comprar unos vestidos bien cachondos, de esos que tanto le gustaba ponerse para la chamba. Allí en la esquina de Insurgentes y Puebla, en la mera glorieta, está la tienda de ropa. Hay de todo: vestidos de policía, de enfermera, de sirvienta, de bombera, de gatúbela, muy chidos, muy lucidores…-
En ese momento me interrumpe el mesero del Vips para tomarnos la orden; dejando de lado la carta, ambos pedimos sólo café, aunque su mirada se fija maravillada sobre la cubierta glaseada de los pastelillos. Antes de continuar su relación me pide el dinero acordado para la entrevista –son quinientos város manito, ya vez que es lo que dejo de ganar por estar aquí, chismeando…-, discretamente le extiendo bajo la servilleta un billete que ella guarda sin prisa entre sus senos.
-Pos ya te digo, andaba rechinando de nueva La Jaro, y me modeló, dio sus vueltas y yo cagándome de la risa le di un par de nalgadas, porque no pude resistirme a su enorme culísimo. Así estuvimos cotorreando un rato hasta que me dijo que iba a dar un voltión por San Pablo, porque allí hay unos hoteles, de ésos, de los “piojito”, pero que sacas buen váro en menos de quince o veinte minutos. Ya vas güey, ya vas güeya, le dije y yo me volví con las otras compis que ya encendían la estufa de esa noche, así le decimos “estufa”, pero es un tambo de fierro que rellenamos de basura y echamos lumbre, para calentarnos, nos calentamos antes que los clientes- y soltó con pudor, la rubia doble, una risa tibia, y triste.
La mañana después a esa fogata, la policía acordonaba el paso de contra-flujo que divide los dos sentidos de la avenida Tlatelolco. Alrededor de una maleta mal cerrada, se desbordaba un charco de sangre y las miradas de los vecinos y paseantes curiosos que, apenas podían contener unos guardias. Era un hecho inédito y espantoso en la historia de la nota roja, aún para los viejos detectives de la procuraduría; acostumbrados a convivir con el crimen y la tortura cotidiana.
-Yo vi al hijo de la chingada, llevaba una chamarra negra y unos pantalones désos que traen muchas bolsas en las piernas, antes de llegar a la esquina, le hizo la parada a un taxista y la agarró del brazo, le dijo algo que la hizo reír a la pobrecita, y luego se metió con él, nunca la volví a ver-.
III.
Verónica salió apesadumbrada de la clínica, tenía tres hijos que dependían de ella y bien sabía, que el sueldo que ganaba, era por demás insuficiente para poder sufragar los gastos de una neurocirugía. El médico había revisado sus análisis y le diagnosticaba cavernoma cerebral. Los dolores eran intensos y la ansiedad insoportable; una taquicardia le invadía las extremidades y la piel le escaldaba de manera tal, que aún rascándose con ímpetu y rabia, no cesaba ese deseo de arrancarse con las uñas esa insufrible sensación. En ese trance, Juan Carlos, vecino y amigo de ella, la encontró en el autobús que la llevaba de vuelta a casa. La escuchó y la miró con sincera compasión, al percatarse que su amiga de la infancia temblaba sin control, ante la idea de dejar a sus hijos huérfanos y desvalidos.
Esa misma noche, tocaban con insistencia a la puerta de Verónica. Apenas se divisaba por una rendija en el muro, la tenue luz de la calle. Preguntó quién llamaba, contestó una voz amable y familiar y, ella abrió. Era Juan Carlos y otro hombre, bien parecido, de sonrisa distinguida y acogedora. Su amigo de la infancia le presentó a su acompañante, le dijo con gran satisfacción que estaba conociendo al mejor curandero del mercado de Sonora, era herbolario y místico sanador de males. Según Juan Carlos, el hombre era un experto santero y que, seguramente, encontraría la cura para la extraña dolencia que le aquejaba.
José Luis Calva Zepeda, le extendió la mano para saludarla, ella hizo lo mismo. Al momento, el curandero le señaló galantemente lo hermosos que eran sus ojos. -Sin embargo- le advirtió, -tienen “un daño”, un trabajo que alguien te ha hecho, pero no te asustes, para remediar eso he venido aquí, para traerte paz-. La mujer, sintió un alivio casi inmediato ante la presencia de ese hombre tan educado y tan seguro de las palabras que profería.
Semanas después Verónica le confesó a su madre que hacia ya tiempo salía con ése hombre. Se presentaba todas las tardes en punto de las seis, en la esquina de la farmacia donde trabajaba como dependienta, -me lleva flores, me lleva una hoja doblada de papel, y cuando la abro, siempre lleva escrito un poema-. La sonrisa de la madre, al escuchar el ilusionado relato de su hija, pronto se desvaneció. Una semana más tarde, la chica caminaba cabizbaja, casi no hablaba, a los niños tan sólo les llamaba con monosílabos, su mirada perdida y nublada contrastaba con la fotografía de una Verónica sonriente, con la fotografía de ese portarretratos que descansa sobre un sencillo mueble que su desconsolada madre aún conserva.
Al poniente de la colonia Xaltipac, en el suburbio de Chimalhuacán, corre lentamente un canal de aguas negras, una fétida nube cubre continuamente las calles de ese barrio olvidado. Cierta mañana, el enterrador del panteón municipal, encontró dos cajas de cartón, perfectamente apiladas una sobre otra. Pensó que se trataba de la basura que los vecinos contiguos dejan por doquier. Luego se acerco y vio cómo de una ceja de la caja superior, sobresalía un paño o vendaje teñido de sangre amoratada. Las moscas se daban un festín sobre el suelo de tierra donde goteaba esa melaza púrpura. Con la punta metálica que llevaba consigo, abrió la ceja y ya no pudo jalar más la punta, se había atorado con el contenido. Jaló de nuevo con tanta fuerza, que las moscas azuzadas volaron por doquier como un enjambre de sombras.
Unas horas más tarde, el panteón municipal estaba lleno de curiosos vecinos, de policías mal uniformados, mal encarados, de cámaras de televisión que no cesaban de apuntar sus lentes de aumento hacia las cajas que, a menos de veinte metros abrían sus vientres al sol, exponiendo su terrible contenido.
Cuando el médico forense llegó, los obesos policías apenas tuvieron tiempo de incorporarse de las tumbas donde descansaban; dio algunas indicaciones mientras se colocaba los guantes de látex. Otro hombre con bata, le extendía pequeños frascos con reactivos para tomar huellas dactilares y una brocha de cerdas muy suaves. En bolsas transparentes de plástico fue depositando las partes humanas de un desconocido, hasta que al sujetar entre ambos forenses el tórax de la víctima, pudieron reconocer el sexo entre una tupida costra sanguinolenta. Se trataba de una mujer de complexión media, seccionada con escoriaciones presumiblemente de un objeto dentado, posiblemente una sierra de carpintería. Los peritos en criminalística no esperaron a enfocar sus cámaras fotográficas hacia el hallazgo. Un policía masculló unas palabras a su compañero. Parecía otro caso más, de los otro cinco conocidos asesinatos descubiertos en esa misma zona, hacía unas semanas atrás.
Uno de esos asesinatos, se asemejaba mucho al modus operandi del “descuartizador del Bordo”, como había llamado la prensa local, al presumible responsable de esos bárbaros crímenes. En la central forense de Ciudad Neza, los investigadores habían resguardado partes desolladas de una joven adolescente que había hallado un taxista, quien circulaba en la zona aledaña a la colonia Xaltipac, justo en la avenida Bordo de Xochiaca, donde se localiza el tiradero de basura o, relleno sanitario, mas grande de la zona metropolitana de la ciudad. La joven presentaba una serie de golpes en el rostro, a decir del jefe de médicos, había sido un crimen pasional: “por experiencia, puedo decir que esa clase de contusiones se presentan en casos bien identificados de parejas sentimentales, que se ciegan de odio al atacar a sus amantes”; pero, la chica era una adolescente de trece o catorce años, no había consistencia en las elucubraciones del médico. Al parecer era la coartada oficial, para encubrir la verdad, que un merodeador asesino rondaba esos barrios marginados y que, la policía del municipio y más aún, la policía de toda el área metropolitana era incapaz de detener.
IV.
Rápidamente el hombre cizallaba las rodajas de cebolla en la tabla de madera, era evidente su habilidad con el cuchillo de hoja ancha, con la mano derecha sujetaba la cabeza de la cebolla, mientras que con la mano izquierda lanzaba repetidas veces la navaja reluciente, dejando caer el peso completo de su brazo sobre la tabla, al tiempo que deslizaba hacia atrás los dedos con que sujetaba el aromático bulbo. Una vez que terminó con las cebollas y tomates verdes, deslizó hacia la sartén el contenido de la madera, y el aceite que ya se calentaba, lanzó pequeñas gotas calientes hacía fuera. Una mujer sentada en el sillón junto a una blanca mesa, miraba con devoción la faena del hombre, se imaginaba que el resto de sus días comería y comería hasta hartarse, con los platillos que su poeta le prepararía. No parpadeaba el hombre, su mirada brillante se asemejaba a ésas gotas de aceite hirviente que expulsaba la sartén al contacto con el tomate. Sus labios no saboreaban, no gozaban el aroma cálido que llegaba a sus fosas nasales; en cambio sí sonreía, era la suya una sonrisa larga, pronunciada, perfectamente coordinada con la imagen reflejada del aceite que crujía en sus ojos. Repentinamente algo recordó, el hombre soltó la sartén en la negra parrilla y dejó saltear el contenido mientras buscaba en la alacena que se encontraba a su lado un condimento desconocido para su acompañante. Hurgó con la aprensión de no encontrar el frasco que por un momento casi pasaba por alto. La mujer cariñosamente le pregunta qué es exactamente lo que busca, qué forma o color debería tener. El responde con una voz que no parece salir de sus labios sino de su nariz. Sus fosas nasales insuflaban con rapidez y su frente de pronto arrugada se vio poblada de gotas frías, de sudor: “putísima madre, no la hallo, no la hallo, chingado frasco aquí lo deje hace una semana”. La mujer se consternó al escuchar semejantes palabras, no es que no las conozca, no, no es que nunca las haya pronunciado ella misma, lo que ocurre es que su pichón, su poeta, su amado paladín las pronuncie en un instante que tan románticamente estaban pasando.
En ese momento hincado sobre la alacena, había ya vaciado casi todo el mueble, en el piso se mezclaban frascos de vidrio con cintas de tela adhesiva con los nombres de sus contenidos. Uno de estos frascos rodó inesperadamente a los pies de la mujer. Solícita lo levantó del piso y lo acercó a la mesa que bordeaba la pared del departamento de José Luis Calva Zepeda. Con extrañeza miró como la frente de su amado se bañaba con perlas de sudor, pronto tomó una servilleta de papel y se colocó en cuclillas para limpiarlo. El hombre esquivó la mano de ella –como eres pendeja –gimió- quítame esta madre de la frente. Ella retrocedió al instante y se levantó con sorpresa y miedo. El se incorporó y miró que la sartén expelía humo y un picantísimo olor a quemado. Giró la perilla del quemador y sentándose en el borde de la mesa, echó inesperadamente a llorar. Al principio emitió un bajo sollozo que progresivamente se fue convirtiendo en un dolido quejido de lágrimas –todo lo eché a perder, con una chingada, todo, solo quería hacerlo perfecto, prepararte una sorpresa linda, digna de ti –dijo para la mujer quien no salía del azoro, de la indignación de la reacción previa de su amado, indecisa no sabía si consolarlo o darse la vuelta y azotar la puerta al salir y volver a casa.
El hombre tosió ligeramente y secándose el llanto se dirigió a las ventanas para correr las cortinas y los cristales, el humo se disipó lentamente hacia la calle. De reojo miró que la mujer había tomado su bolso y una chamarra negra imitación de piel y, disponiéndose a salir del departamento. José Luis dio dos grandes zancadas para alcanzarla y sujetarla firmemente del brazo, luego la bordeó por la cintura y la estrechó contra su pecho. Se miraron fijamente, luego de un silencio repetidamente le suplicó perdón por su anterior actitud; ella reconsideró, pensó que tenía frente a sí a un gran hombre, sensible y perfeccionista y que eso era todo. La mujer abrió de nueva cuenta su bolso y sacó un pañuelo absorbente, limpió el rostro humedecido del poeta y amorosamente lo besó una y otra vez. La sangre de José Luis galopaba en su interior sin freno, sentía el calor que le invadía de nuevo el cuerpo entero, luego, acercó su boca contra la de ella, la besó con el maxilar completamente abierto, los labios de la mujer quedaron dentro de la boca del hombre, podía sentir una lengua sellándole los labios y unos dientes apretándole el rostro. Las manos de José Luis comenzaron a acariciarle iracundamente los brazos, la espalda, la nuca, el cuello, ésos dedos parecían agujas calientes que exploraban su cuello; él sintió la palpitación de la sangre que recorría por la vena yugular de la mujer, sintió el flujo candente y vital que le excitaba; sin desprender sus labios, sus manos comenzaron a apretar y apretar con rigidez el cuello de la mujer. Entonces, el poeta, mordió sin respirar siquiera, mordió con una ira inexplicable que le inyectaba las venas del rostro enrojecido. La mujer no comprendía lo que ocurría, ante la falta de aire intentó desprenderse las manos del hombre, desprenderse de esa boca que la asfixiaba y la hería con esos dientes duros que se hincaban salvajemente en su rostro. Los pulmones de la mujer estaban a punto de estallar ante el esfuerzo de exhalar una bocanada de aire que no llegaba. Frías lágrimas corrieron por su rostro. Luego perdió el conocimiento, el hombre sintió como el cuerpo de ella se tornaba flácido, tibio, inerme, luego un ligero espasmo, hasta que finalmente cedió. Su corazón dejó de latir, sus ojos desorbitados miraban hacia fuera; el hombre lloraba.
V.
Tendido sobre el escenario, un fardo de paja forrado de papel brillante de color rojo, era la única escenografía que había solicitado José Luis, quien daba estrictas indicaciones al tramoyista. Juan Carlos obedecía sin contradicción, acercaba un alto banco de madera y afinaba frente al fardo un micrófono reluciente. Las luces, las luces cabrón –le impelía el hombre que vestía una negra capa de tela raída. El tramoyista subía y bajaba de la escalera para darle gusto a su maestro. Frente al escenario se dibujaban ordenadas las filas de mesas y sillas que habrían de ocupar los asistentes.
Dubitativo, el dueño del café Deja-Vu iba de un extremo a otro, entre los pasillos de las mesas, reflejando un nerviosismo que contrastaba con la lúdica placidez del hombre de la capa. Finalmente se decidió y se acercó a intercambiar unas palabras. Inquirió al actor sobre las condiciones del cover: “Quedamos de no cobrar nada güey, cincuenta város es mucha lana para los clientes asiduos y, quién sabe si llegue gente, la situación está muy pinche como para pagar eso…”. El actor y dramaturgo ni siquiera permitió que terminara la censura, le dio una palmada diciendo:”No hay tos mi hermano, la gente es agradecida y sabe que el arte cuesta, al menos, cobrarás las entradas de mi madre y mi hermana que sí vendrán”. Dicho esto, se dio la vuelta y continuó dando instrucciones al tramoyista. Al tiempo Juan Carlos daba pequeños golpes al micrófono para probar el volumen del sonido, insatisfecho con sus resultados volvió hacia José Luis. La mirada de su maestro, era la mirada severa y condescendiente de un padre, que le decía con ternura “no seas pendejo, y abre los graves, ajusta el ecualizador automático, sin eco”. Agachando la mirada Juan Carlos, cesó su frustrado intento, al fondo el dueño del café le gritaba que ya venía el muchacho que se encargaba del sonido. Juan Carlos se retrajo y volvió una vez más la mirada hacia su maestro, esta vez los ojos del poeta se perdieron en la oscuridad del escenario, sus labios mascullaban un ensayo del papel que interpretaría, un personaje más bien flojo, poco trabajado, un monólogo que parecía una memoria panegírica sin contenido espiritual. Sus gesticulaciones y sus movimientos discordaban del texto, aún con ello, el actor se saboreaba cada vez que terminaba una frase, como si fuera una interpretación excelsa.
En un momento, el actor dejó sus ensayos finales y con los ojos desorbitados, se dirigió severamente al tramoyista, había olvidado un elemento importantísimo tras bambalinas, la razón central y vital del éxito de esa tarde: “cabrón, cabrón” –decía lamentándose al punto de derramar un profuso llanto-, “se te olvidó poner la canasta de frutas y la botella de aguardiente al Santo, así como lo solicitó el Santo”. Aterrorizado, Juan Carlos apenas pudo balbucear monosílabos para justificarse. El santo niño de Atocha, era el santo patrón dominante del culto de los dos hombres, así como José Luis había sido iniciado en el rito de los ciento un caminos de la santería orisha, él había sido apadrinado por el poeta y le debía los favores del santo que también lo había elegido. De esta manera, ambos hombres sostenían una unión tan sólo indisoluble por la muerte.
VI.
Frente a la sucursal del BBV de la avenida Sullivan esperaba de nueva cuenta a la sexoservidora rubia. Debajo del puente que cruza el Circuito Interior, un chico vendía el diario vespertino, los titulares hablaban del caníbal: “muerto por su propia mano”, aseguraban las autoridades del penal donde había sido detenido, mientras su caso se investigaría para su proceso y enjuiciamiento.
Inesperadamente unas manos rodearon mis ojos, suavemente, la esencia de un perfume rancio se posesionó del aire que respiraba. “Adivina, adivinador”, decía mientras reía la rubia, detrás de mi. “Se mató, ¿supiste?” me dijo sin quitar las manos de mi rostro. “Dicen que se ahorcó él mismo con las agujetas de sus zapatos” continuó informándome del suceso. “Bien merecido lo tiene el cabrón ése, ¿no crees?”. Si me sueltas, podría responderte –dije girando mi cuello para librarme de sus perfumadas manos-.
Una, dos, tres veces sonó el timbre del teléfono de la oficina del subteniente de la policía. En torno a una mesa, otros dos hombres, oficiales también, sostenían cinco cartas cada uno, en el centro de la mesa un cenicero desbordaba los filtros de las boquillas de innumerables cigarrillos ya calcinados. Uno de los hombres alcanzó a halar el auricular: ¿quien?, una voz se escuchó temblorosa por la bocina. “Habla el Jota-ce, ¿está mi comandante?”, el oficial cubrió la bocina con la palma de su mano y dirigiéndose al jefe le dijo:”es su chivato mi sub, que le tiene un caso”. Es mi putita, ese pinche madrina –replicó el jefe-. “¿Qué chingados quieres, cabrón?, y más vale que ahora si sea buena, porque ya te traigo entre ojos pinche puto de mierda”. No, mi sub, no se enoje, es sobre lo de las muchachas que encontraron en El Bordo, otro taxista vi a un compa de su ruta y dice que el sospechoso vive por el rumbo de Mosqueta…”
Conteniendo la respiración hasta colgar el teléfono, sin dejar terminar el reporte de su soplón o “madrina”, el jefe finalmente soltó la respiración. De inmediato bajó los pies de la mesa y abotonó su camisa, mientras se colgaba la corbata, decía para sus adentros: “esta es la buena, concuerda con el dato de los vecinos, ahora si hijos de la chingada, se acabó el Sub, porque yo sé, que me dicen sub, sub desarrollado, como si ellos fueran tan altos, hijos de su pinche madre, a ver qué dicen ahora, que gane la promoción, mendigos envidiosos”. Acto seguido, el jefe dio instrucciones a sus subalternos. Quiero un nueve en Mosqueta y Eje Uno Norte, posible cincuenta, nadie se mueve hasta que yo llegue.
Finalmente, la rubia cedió y bajó sus manos. Te llamé porque quería enseñarte una foto de La Jarocha –decía mientras miraba su extrañamente blanca dentadura- aquí la traigo galán. Que gentileza, ¿puedo verla? –respondí. Ah, nooo, te la vendo, ya ves que nada es gratis en este mundo, mira, los del Alarma me ofrecieron quinientos, pero por ser para ti te la dejo en trescientos varitos. Contrariado le repliqué: “es mucho dinero por una foto, además, somos amigos, ¿o no?”. Divertida, echó reír estruendosa, mientras reconsideraba: “no aguantas nada, nada más te estoy checando”. Enseguida extrajo de un sobre una tarjeta de papel fotográfico, la tomó devotamente, como si fuera una imagen religiosa, y la levantó a la altura de mi rostro. En la imagen, una pareja de mujeres jóvenes en lencería, se abrazaban voluptuosamente, una de ellas era la rubia, sin peluca, con el pelo muy corto. La otra, La Jarocha, era una mujer blanca con pelo teñido de rojo, con una mirada alegre y pícara. Al fondo en el templete, detrás de una cortina, a contraluz se alcanzaba a apreciar una sombra, la silueta de una persona de pie, y el haz neón que descansaba sobre el cuerpo de las mujeres. ¿Y dónde les tomaron esta foto? –pregunté, sin dejar de escudriñar el papel. “En una fiesta de suinguers, nos contrataron para dar un show, lesbian, y lo hicimos muy bien, hasta luces y sonido usaron, fíjate, atrás de la cortina había un monigote que leía no sé qué madres de réquiem”.
Dicho esto, la rubia introdujo de nuevo el papel en el sobre, volvió a mirarme: “¿de veras crees que se suicidó?”, moví la cabeza negativamente. Ella dejó salir libre un sonoro suspiro, se colgó el bolso al brazo y echó a andar poco a poco, volviendo la vista me dijo: ¿no te interesa un trabajo de chulo?, en vez de pagarte, creo que terminarías pagándome a mí –propuso, riéndose divertida. Unos pasos más adelante, cerca de una caseta telefónica, un automóvil de lujo aparcó al lado de ella, la ventanilla posterior bajó y la figura de un hombre se inclinó hacia fuera, ella murmuró unas palabras y, entonces, levantando los pies como una bailarina de ballet hizo un graciosos giro, dejando apreciar sus bien formadas piernas, luego la portezuela del auto se abrió, ella volvió a mirarme a lo lejos y guiñándome el ojo, agitó suavemente la mano, diciéndome adiós.