La callejuelas dormidas

calles mojadas

Autora: Marisa Peral

 

Por calles donde la luz se filtra vergonzosa, quizás, de vez en cuando, contaré algún que otro gajo de naranjas prendido en los aleros y balcones de los que cuelgan rastras coloradas de pimientos entre burdas y nobles ropas de trabajo. Son esos lugares apacibles donde curiosas y tímidas ancianas juegan a la brisca sentadas junto a los portones, con una niebla de leña y olor a guiso recio flotando en el ambiente.

¡Es un ritual reconfortante el contemplar antiguas celosías y adivinar que, tras el gastado apresto de los encajes, hay ojos inocentes que nos siguen! O presentir, tras las enmohecidas cancelas, patios que son pequeños reinos en los que siempre mandan los rosales para entregar una rosa distinta cada día: las más perfumadas y erguidas, las que resplandecían casi con luz propia o las relegadas, cubiertas con suaves telarañas.

En el letargo silencioso de las siestas era el aire tan dulce que se saboreaba hasta el cansancio con la apacible necesidad de los conversos. Entre claroscuros jugaban las manos con sombras chinescas y un zumbido de moscas nos recordaba que había llagado la hora de la merienda: ¡limonada con masitas francesas horneadas!

A veces, cuando la tarde no tiene apenas resplandores, nos sorprendía el viento de poniente. Es como si los visillos se rebelasen detrás de los cristales emplomados. De pronto las calles se colmaban de lluvia. Una lluvia caliente y vaporosa con un susurro placentero y decoroso que le daba al ambiente una tibieza de crepúsculo, la paciencia del remanso, la claridad sumisa del río cotidiano. Y al pasar la borrasca me enseñaron las calles ese fulgor que se volvía espacio y la vida volvía a sus portones y ventanas.

No he nacido yo para moverme en lujosas avenidas, sino en las callejuelas quietas y sombrías con caminitos y recodos donde también es posible descubrir una estrella.