Autor: Ramón Carballal.
[divider]Cursé mis estudios universitarios en Santiago y en aquella ciudad de piedra y agua fui feliz. Ahora lo sé. Tenía ilusiones como cualquier otro joven. Tenía amigos que compartían una forma de vida abierta y sin compromisos. Allí idealicé todo: mi pasado, mi presente y mi futuro. Estudié poco, viví lo que pude, dejé que el tiempo me llevara a su guarida engañosa, y busqué el amor en los ojos cómplices de una compañera ausente. Cada día lo vivía como un privilegio, ya que nada se repetía, o eso creía yo en mi ingenua visión de las cosas que nunca me parecían iguales, aun cuando los gestos , los modos y los lugares fueran los mismos que los de ayer o los de mañana. Tal vez era yo el que cambiaba a cada momento, virgen de experiencias, viviendo entre la realidad y la ficción, creyendo en ideas y sentimientos que solo tenían sentido en los libros; y como yo, los otros, aquellos que sumaban sus vivencias a las mías; mis familiares: próximos pero extraños, queridos y ajenos, figuras poliédricas de múltiples caras que se anulaban hasta el infinito; mis amigos: escépticos, soñadores, visionarios. Me pregunto si aquello sirvió para algo, si los juegos solo fueron juegos, si no fue únicamente la necesidad lo que nos unió para finalmente extinguirse como si nada hubiera existido.
[divider]Recuerdo mis primeros días fuera de casa como una liberación. Me parecía que salía de un largo y oscuro túnel para ver por fin la luz. Pasé la entrevista para entrar en aquella Residencia de estudiantes. Me integré porque estaba dispuesto a hacerlo. Sentía tal sensación de desahogo que ni siquiera cuestionaba el sentido de lo que allí hacía, de si había escogido los estudios que quería o si aquel era el sitio adecuado para mí. La rutina se impuso de una manera tan sutil como si hubiera mudado la piel sin darme cuenta. Pasaron los dos primeros años y pasaron rápido. Al tercer año abandoné la Residencia e inicié el curso siguiente en la menos acogedora de las habitaciones de un antiguo Hotel que me había buscado mi padre. Ese Hotel estaba en la parte monumental de la ciudad. No he olvidado su nombre ni las sensaciones que me provocó, llevo dentro de mí su olor, su omnipresente sensación de decadencia, su aire de elegante muerto viviente, su luz tenue y sus colores desvaídos. Los empleados eran dignamente amables, profesionales:
[divider]-Estaba todo a su gusto, señor-me decía el camarero mientras retiraba el último de los platos-. ¿Desea algo de postre o café, quizá?-me preguntaba cortésmente cada noche-.
-No quiero nada más, gracias, estaba todo muy bueno- contestaba yo- .
[divider]Tras la comida subía a mi habitación: aislada, fría y húmeda como una celda. En aquel lúgubre escenario, mi posición de receptor pasivo me incomodaba. Me sentía excluido, extraño, en medio de un decorado en el que no encajaba, condenado a una soledad no buscada. Cada jueves cogía el tren y regresaba, sin desearlo realmente, al hogar familiar. Una tarde de invierno oí unos ruidos amortiguados, como de arañazos, miré hacia el suelo y vi un pequeño ratón parduzco que merodeaba, despistado, de un lado a otro, cabeceando, moviendo su delgada cola, olisqueando la presencia de una compañía tan inesperada para él como para mí. ¡Qué parecidos somos!-pensé-.
[divider]Después de aquello no volví a poner los pies en ese Hotel. Tuve que buscar otro lugar donde residir. Esta vez decidí ocuparme yo mismo. En el centro, muy próximo al parque principal, en una calle en cuesta que dividía la parte nueva de la parte vieja de la ciudad, encontré una pensión que me agradó. La patrona se llamaba Carmen, tenía un hijo de unos diez años y un marido inválido. Eran discretos, utilizaban solamente la cocina y el salón que habían habilitado, también, como dormitorio. Los inquilinos respetábamos la intimidad individual casi como si fuera un pacto secreto, no manifestado más que por actitudes o por silencios. Apenas teníamos más trato que el de cortesía, pertenecíamos a mundos diferentes sin ninguna voluntad de encontrarse. Carmen ejercía su cargo con benevolencia, atenta a los detalles cotidianos, cuidando a un esposo incapacitado pero aparentemente sano, madre dos veces, complaciente en ese papel inevitable que hay que representar, con convicción o sin ella, porque es el destino que a cada uno le ha tocado y así hay que aceptarlo. Visto en la distancia, de estos primeros años solo queda una impresión de irrealidad. Intento revolver en mi interior para dar cuerpo a los recuerdos, y que estos puedan servir de presentación a esta historia, pero estos no vuelven en orden preciso, sino que se asoman tímidamente, sin una identidad propia. Diría que son algo más físico que mental, lo que los hace difíciles de describir. La presencia del agua, o de ciertos colores como el verde o el gris. La lluvia desprendiendo la piedra, acariciándola; los tejados líquidos aproximándose al manto grisáceo de un cielo incansable, el sonido del agua circulando por las cañerías, vertiéndose como un pequeño torrente sobre las baldosas gastadas; y la gente encogida bajo sus paraguas, buscando los soportales, aquellos que conocía tan bien, desde mi primer año, cuando corríamos, escapando de la policía, atrapados por una manifestación política improvisada, de la que nos sentíamos solidarios pero no realmente partícipes, por ser una novedad, por el nerviosismo que destilábamos, que llegaba al extremo de correr entre las columnas al ingenuo grito de: ¡No digas nombres!, y el corazón que nos latía tan fuerte como si el peligro fuera ya un hecho en forma de herida abierta y consumada. Esos soportales no eran solo parte de la historia común, eran un residuo de mi pasado, si cerraba los ojos podía sentir el tacto rugoso de las columnas, el olor a moho y los sonidos apagados de las pisadas. Era un trayecto breve, protector; era el roce, la proximidad de los cuerpos, circulando, ida y vuelta, una vez y otra, hasta que la decisión de continuar se imponía, y bajando la cabeza seguías tu camino, callejeando, dejando que los minutos enmarcaran ese transcurrir difuso del tiempo en que todavía esperaba cualquier suceso excepcional en medio de lo cotidiano. Y ocurría, porque lo extraordinario está en la disposición de quien lo ve, y yo estaba abierto como un cuaderno en blanco, en el que las páginas se van cubriendo a medida que se van fijando imágenes que de alguna manera se esperaban, como el encuentro casual y repetido con las mismas personas, o el paisaje, estampa multicolor, que entra por los ojos e invade la memoria de otro paisaje ya visto, en un cuadro o en un sueño o en un día anterior, tan ajeno a éste que lo complementa, como una línea que sigue a otra y completa el dibujo. Y así el papel se llena de trazos que se reflejan en la piel, en los músculos, en la dolorosa ausencia de lo que los sentidos han captado, de lo que solo queda la cicatriz de un recuerdo imposible de recuperar. Puedo sentir el eco de esos sucesos rebotando en mi cerebro, no han muerto, permanecen como un poso sobre cada segundo que existo. Pero eso forma parte de la memoria y lo que quiero contar ahora comienza un día cualquiera de mi último año de Universidad.