Paseando por Greenwich Village

Autor: F. Enrique

Matar la omertá

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Dylan un dinosaurio de un tiempo que no existe

y es nuestro propio tiempo; guerras y disparates.

(Para nadie)

 

Creo que ni siquiera me sitúo en un nivel medio entre aquellos que han escrito sobre Dylan o esos otros que lo han seguido con fervor; son horas de estudio o de devoción las que han podido lograr que todos ellos hayan conseguido una imagen aproximada de la realidad de un hombre acorralado por la memoria de un tiempo.

 

Pero yo soy poeta, ya sabes lo que me ha costado llegar a esta conclusión a la que tantos llegan, en estos días de comunicación vacía y pretenciosa, una vez han escrito siete poemas aunque entre ellos se les haya colado alguna cesta de la compra o un listín de direcciones perdidas, y eso significa que no persigo el rigor de aquel que se deja la piel en una tesis o en un trabajo de fin de grado. Este luchará para que, durante esos meses que atesora con avaricia la información, nadie le supere a la hora de conocer datos concretos y constatables que su agudeza y su esfuerzo arrebate a la verdad entre el tumulto confuso y engañoso que regurgitan los labios de la fama. Tratándose de Dylan enumerarán de corrido los nombres de sus amantes más duraderas e incluso elucubrarán sobre aquellas que pudieron haberlo sido y se basarán para ello en alguna presencia en público juntos, alguna cita, en alguna carta o en alguna canción de la que nunca haya querido su autor desvelar el nombre o la marca de la blusa y las medias que envolvían una declaración de amor que agitaba el espíritu y apartaba el deseo. No podemos pedir que sienta como cualquier hombre que pasa por la calle a un transeúnte aventajado de los cafés de Greenwich Village.

 

El poeta se suele llevar por el fulgor de los mitos o se detiene en puntos concretos que, aparentemente, no son demasiado atractivos para el interés general, pero encuentra belleza en ellos y piensa que tienen un hondo significado. Pero hay poetas, creo que me encuentro entre ellos, que empiezan por sacarle brillo a este resplandor desordenado y, una vez llegado a un punto en el que parece que han logrado realizar bien su tarea, estas importantes razones dejan de interesarle hasta cierto punto y empiezan un largo camino por la intermitencia para desentrañar, más por azar o intuición que por un trabajo minucioso, la fragilidad de las miserias de un poeta perdido que llora en los escombros la amargura de su propio esplendor, la hierba de su inmortalidad que le alejan de las elegías cotidianas de aquellos para los que canta y empiezan a narrar la historia del indomable que se esconde detrás de un apellido sometido por las garras de una leyenda que, quizás, no le pertenezca desde el día en que las multitudes aprendieron a escribirlo en las paredes de un teatro equivocado mientras Judas se subía a un escenario que comprobaron que no era el de los sueños. Ahí empieza algo a lo que nunca se le acaba de encontrar los destellos y que podría romper los nervios a cualquiera en el caso de intentar hacer atrevidas conjeturas que penetraran en las venas de los otros. Podríamos rellenar muchas páginas en una farola que solo tiene luz cuando la invade la penumbra quejumbrosa y militante del verso herido de un Phil Ochs, a quien no se le ocurrió otra cosa, en plena Guerra Fría, que tomar el relevo de Woody Guhtrie y utilizar su arma para entregar en auditorios vacíos el alma de su tristeza, la presencia de su despedida cuando la poesía se rendía a la profunda inefabilidad de la música; era demasiado duro que fuera rojo e insoportable que poeta. Es como una historia de amor que ya no cree en los requiebros que se le dicen ni en el dios que nunca llegó a ser adolescente, en las palabras que se escriben en un diario abierto y están llenas de saltos e incoherencias emocionales, porque, por mucho que nos aferremos a nuestras ansias de conquista pasajera, llevan la fragancia marchita del convencimiento de que no van a ser creídas y, por lo tanto, esas cartas, sin manos que las sostengan, surgen en la noche del olvido para morir después en la alborada.

 

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