Miguel de Cervantes se refiere a don Quijote como “el ingenioso hidalgo”, en la primera parte de la novela, y como “ingenioso caballero” en la segunda. La discusión del término “ingenioso” como persona ocurrente se desliza hacia el espacio de la locura en la distorsionada interpretación de la realidad y la acción consecuente ante la realidad interpretada. Para acabar el ropaje psicológico del personaje es más que probable que Cervantes leyera y conociera la obra del médico Huarte de San Juan (1529/1568) y sus observaciones sobre la melancolía. También el aspecto físico de don Quijote y Sancho parece responder a su teoría de los cuatro tipos de humores de las personas. Según este célebre médico, que fue una autoridad en toda Europa y se le considera el patrón de la Psicología en España, la alimentación desempeña un papel fundamental en la salud en general y en la del cerebro en particular, de modo que cuando es deficiente o desequilibrada y a su vez el cerebro se ve expuesto a un gran trabajo y actividad muy exigente, éste se debilita.
Cervantes nos presenta un hidalgo enjuto de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, entregado frenéticamente a la lectura y olvidando el cuidado de la alimentación de por sí deficiente y escasa: En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio, y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio.
Si el hidalgo Alonso Quijano, el Bueno, enfermó de un exceso de trabajo intelectual y un defecto de su alimentación, también es verdad que siguiendo lo que dicta el sentido común y recomienda Huarte de San Juan, ama y sobrina intentaron recuperarlo en cada una de sus vueltas a casa a base de buenas comidas seguidas de riguroso descanso y privándole de lecturas, para lo cual llevaron a cabo junto al cura y el barbero una gran quema de libros –en su mayoría de caballerías- en un acto inquisitorial donde fueron juzgados y condenados al fuego.
No se hace necesario subrayar el alcance del significado de esa quema de libros; considerarlos culpables del mal de don Quijote sería querer ignorar lo que significa el uso responsable y equilibrado de las cosas. No se nos escapan otros aspectos de este hecho de la condena de los libros en el contexto de una España armándose cada vez más y encastillándose en un catolicismo excluyente sin reparar en medios y expulsando a judíos y musulmanes por, entre otras, razones de fe.
Pero el caso es que si Cervantes calificó a su personaje de “ingenioso”, hidalgo o caballero, bien podríamos también tomarnos la licencia de adjudicarle el calificativo de “ilusionado” y entender, como a mí me lo parece, que la muerte de la ilusión fue lo que significó realmente la muerte de don Quijote.
Una ilusión es algo que surge de la imaginación y que carece de verdadera realidad. Los sentidos nos engañan a menudo y tenemos una percepción distorsionada, lo que nos hace interpretar erróneamente lo observado, oído o sentido. Este error perceptivo puede ser inducido externamente o bien puede deberse a un particular estado emocional muy intenso.
Cuesta muy poco ver cómo los discursos agudos, las ensoñaciones, el idealismo y la ilusión de don Quijote que provienen de las intensas lecturas le ciegan e incapacitan para ver el mundo exterior en su realidad y sólo ve ya y siente su mundo interior, convirtiéndose, en palabras de Pérez Galdós sobre uno de los protagonistas de la novela Marianela, en “un valiente pájaro con las alas rotas”. El mismo autor y en la misma novela, además de acordarse del Quijote comparando la sima de la Trascava con la cueva de Montesinos, va –sin quererlo- más allá en la representación de sus personajes. La oscuridad de la cueva es la oscuridad del ciego, el joven Pablo, en la que adivina y ve la belleza encantada de Dulcinea, representación de la poco agraciada Marianela.
Si Pablo, el personaje de Galdós, nació ciego, don Quijote quedó cegado por las lecturas y de esas lecturas brotó el idealismo que iluminó su interior de ilusiones. Ambos personajes viven en su mundo interior y todo es según lo imaginan y desean, y así son reales tanto la belleza de Marianela como la de Dulcinea, alter ego de la poco agraciada campesina Aldonza Lorenzo.
Cuando don Quijote se siente morir, hace testamento y, reunidos en su torno familiares y amigos, intentan que no se rinda ante la muerte. ¿Y cómo lo hacen? Pues, sencillamente, abriéndole de nuevo las puertas de la ilusión y estimulando su imaginación, los cimientos de su mundo interior. Así el Bachiller le dará nuevas sobre el desencantamiento de Dulcinea mientras que el bueno de Sancho, al que la alegría de tener parte en la herencia no mataba la pena de ver acabarse la fuente de la ilusión, le rogará con los ojos arrasados en lágrimas que no se deje morir y que vuelvan a los caminos y las aventuras o, en traje de pastores, a los montes:
No se muera vuestra merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir sin más ni más, sin que nadie le mate ni otras manos le acaben que las de la melancolía. Mire no sea perezoso, sino levántese desa cama, y vámonos al campo vestidos de pastores, como tenemos concertado: quizá tras de alguna mata hallaremos a la señora doña Dulcinea desencantada, que no haya más que ver. Si es que se muere de pesar de verse vencido, écheme a mí la culpa, diciendo que por haber yo cinchado mal a Rocinante le derribaron; cuanto más que vuestra merced habrá visto en sus libros de caballerías ser cosa ordinaria derribarse unos caballeros a otros y el que es vencido hoy ser vencedor mañana.
Porque la ilusión, entre sus características tiene la de ser contagiosa y, además de vincularse a la esperanza, es fuente de entusiasmo y sentimiento de fuerza que motiva y empuja a la acción. El mundo de la ilusión se relaciona estrechamente con los sueños y la imaginación de alcanzar situaciones felices, así como conseguir la conquista de objetivos. Como compañera de viaje ayuda a fijar metas y pasar a la acción para alcanzarlas, tal y como puntualmente hizo don Quijote cuando quiso hacer realidad sus sueños.
Pero el paso de los años trabaja en contra y parece agotar el depósito de las ilusiones a través de las experiencias repetidas; entonces es cuando el renovar las ilusiones es apostar por seguir vivos.
Notemos que don Quijote en su ser de Alonso Quijano, el Bueno, frisaba los cincuenta años –edad avanzada y madura para la época- y vivía de las cortas rentas de su hidalguía en compañía de su sobrina y el ama, entregado a la rutinaria tarea de asentar las mermadas cuentas de su hacienda. El aburrimiento lo tenía encerrado y solo en su casona, con el extenso paisaje manchego por horizonte y las visitas ocasionales de algunos de sus vecinos más relevantes, como el cura, el barbero o el bachiller Sansón Carrasco. Fueron las lecturas de los libros de caballerías las que despertaron su mundo interior y su idealismo empujando a su cerebro a las cavilaciones, las ensoñaciones, las ideas y los discursos agudos y llenos de elocuencia y sensatez sobre el mundo y las cosas del mundo; fueron –en fin- el motor que dio fuerza y vigor a un cuerpo entregado ya a los años de vejez para acometer las aventuras de los sueños. La coctelera de la ilusión agitó y combinó la fantasía, la esperanza, los espejismos, los anhelos, los deseos, la imaginación. Y la vía para vivir esa ilusión no podía ser otra que la de proyectar todo su mundo interior y la realidad de ese mundo, en la realidad del mundo exterior.
Hemos dejado dicho que la ilusión es contagiosa; es, también, uno de los motores del aprendizaje que se alcanza junto a la curiosidad que despierta por las cosas. Aprender significa antes comprender, poder explicar, y exige reconstruir conceptualmente nuestra particular visión del mundo, ajustar su arquitectura, remover los cimientos con nuevos, más firmes, sólidos y prácticos fundamentos. Y en esta tesitura debemos entender a Sancho Panza, de rústico y natural entendimiento, contagiado de ilusión por su amo don Quijote. Porque al final daba igual ser caballero, escudero, gobernador de ínsulas o pastor. Lo importante era vivir, y para vivir era imprescindible la ilusión.
No matan a don Quijote sus enemigos por poderosos que fueran, ya gigantes ya encantadores, ni acaban con su vida sus derrotas. De cada una de ellas supo levantarse y, con renovada ilusión, volver a los campos de la tierra manchega para dar cumplimiento a las exigencias de sus sueños, los cuales se proyectaban sobre un mundo exterior necesitado de justicia, sobrado de miseria, preñado de prejuicios, guerras y fanatismos religiosos; una sociedad que amparaba el doble rasero de la moralidad y en la cual la mujer carecía de carta de naturaleza y libertad, propiedad del hombre, cosificada. Así se convierte la figura del caballero andante, el ilusionado hidalgo don Quijote de la Mancha, en el reparador de entuertos de una sociedad de costumbres hipócritas carente de escrúpulos, pero guardando las apariencias, porque “al rey la hacienda y la vida se ha de dar, pero el honor es patrimonio del alma, y el alma sólo es de Dios” (El alcalde de Zalamea.- Pedro Calderón de la Barca). Nobleza y honor sostenido por la espada y que hacían indigno el trabajo manual, pureza de sangre que amenazaba a los conversos, la exhibición de la caridad y la picaresca, esa economía sumergida de supervivencia, que eran la médula de una sociedad de relaciones humanas corrompidas. No fueron buenos tiempos los que alumbraron el prodigioso Siglo de Oro.
Todo cuanto le cupo ver, sufrir y soportar al más grande de la literatura universal, Miguel de Cerbantes Saavedra (según quiso ser nombrado para la posteridad), supo ponerlo a hombros de su personaje y lo hizo posible dotándole de la magia de la ilusión. Cuando su ilusionado hidalgo (o caballero) se levanta de las arenas de las playas de Barcino derrotado por la mezcla de rencor y buena intención del bachiller Sansón Carrasco en el traje y figura del Caballero de la Blanca Luna, se desvanece Dulcinea del Toboso y con ella todo cuanto le animaba a seguir batallando en la tarea de restaurar la justicia y el verdadero sentido de humanidad. Y al caballero desilusionado no le queda otro camino que el de su casa, la de Alonso Quijano, el Bueno, y de su muerte tras dejar dictado el testamento, por lo que replicará a Sancho y los presentes:
—Señores —dijo don Quijote—, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño. Yo fui loco y ya soy cuerdo; fui don Quijote de la Mancha y soy agora, como he dicho, Alonso Quijano el Bueno. Pueda con vuestras mercedes mi arrepentimiento y mi verdad volverme a la estimación que de mí se tenía, y prosiga adelante el señor escribano.
Así lo entendió su creador, el que firmaba literalmente como Miguel de Cerbantes Saavedra, y así lo quiso:
Este fin tuvo el ingenioso hidalgo de la Mancha, cuyo lugar no quiso poner Cide Hamete puntualmente, por dejar que todas las villas y lugares de la Mancha contendiesen entre sí por ahijársele y tenérsele por suyo, como contendieron las siete ciudades de Grecia por Homero.
Y previniendo terceras apócrifas y espurias partes, escribe:
Y el prudentísimo Cide Hamete dijo a su pluma: «Aquí quedarás colgada desta espetera y deste hilo de alambre, ni sé si bien cortada o mal tajada péñola mía4, adonde vivirás luengos siglos, si presuntuosos y malandrines historiadores no te descuelgan para profanarte.[ ] Para mí sola nació don Quijote, y yo para él: él supo obrar y yo escribir, solos los dos somos para en uno, a despecho y pesar del escritor fingido y tordesillesco que se atrevió o se ha de atrever a escribir con pluma de avestruz grosera y mal deliñada las hazañas de mi valeroso caballero, porque no es carga de sus hombros, ni asunto de su resfriado ingenio; a quien advertirás, si acaso llegas a conocerle, que deje reposar en la sepultura los cansados y ya podridos huesos de don Quijote, y no le quiera llevar, contra todos los fueros de la muerte, a Castilla la Vieja, haciéndole salir de la fuesa donde real y verdaderamente yace tendido de largo a largo, imposibilitado de hacer tercera jornada y salida nueva
Como a buen entendedor pocas palabras bastan, dejemos aquí en suspenso la muerte de una ilusión que conmovió al mundo y la universal literatura. Vale.