A lo largo del tiempo la poesía ha ido evolucionando y adaptándose a la naturaleza de sus días; vocabulario, temática y formas, han ido cambiando, constante pero pausadamente.
A pesar de ello, esa transformación es mínima si la comparamos con el trasfondo universal que lo poético sujeta.
La poesía no hace más que regenerarse a partir de unas ideas emocionalmente latentes, porque la vida siempre será el jardín donde se cultivan todos y cada uno de los versos.
Todo es susceptible de ser poetizado, tenemos diversos ejemplos para comprobar ese nivel de absorción poética, que indudablemente se adecua a todas las personalidades.
Que trascienda o no, depende únicamente de la capacidad trasmisora que el poeta sea capaz de ejercer.
La poesía debería cubrir todas y cada una de las necesidades sensoriales, sin embargo, todo es insuficiente bajo la perspectiva de una felicidad incompleta.
Si los seres humanos fuéramos completamente felices no existiría la literatura.
Porque el acto de escribir, de leer, de interrelacionarse a partir de una ausencia selectiva, no es más que la voluntad por llenar un vacío psíquico, la mayoría de las veces ignorado.
En este contexto, poeta y lector de poesía son claros ejemplos de esa, oculta y casi desapercibida infelicidad.
La mente como continente, como presa que retiene la líquida verdad de nuestro tiempo, tiene grietas, aberturas provocadas por diferentes factores como pueden ser la hipersensibilidad, la soledad, el desengaño, la incomprensión etc.… y por las que van cayendo sistemáticamente los nutrientes de la emoción impresa.
¿Por qué la literatura es una forma de llenar esos vacíos?
La palabra escrita implica un anonimato, una invisibilidad que nos hace libres, tanto a lectores como a escritores, y que es indispensable para exprimir el zumo que contiene la conciencia.
Es pronto, siempre será pronto para hacer una valoración sobre el futuro poético, cada época llevará en su cuello ese diamante sin pulir, que es la palabra, pero es fácil alimentar una esperanza basada en la profundidad del pensamiento.
Posiblemente el humano que sea capaz de ir más allá de la evidencia, el que abarque la vida mirando más allá de la línea real del horizonte, el que sepa comprender la importancia de lo aparentemente menos importante, tendrá un mayor porcentaje de probabilidades de supervivencia.
Como un animal que presiente el peligro y lo bordea, el humano podrá oler el rastro de las pieles poéticas, ese aroma que puede ser alimento, aviso, o esperanza.
La mujer y el hombre de los siglos venideros tendrán que aprender a convivir con su propia espiritualidad y hacer de la felicidad, no una meta, ni un puente, sino un inmenso territorio donde asentar la vida.
Cuando llegue ese día, tal vez estaremos hablando de una convivencia universalmente cordial, y paradójicamente, del día en que la literatura “por fin” deje de tener sentido.
Luis Oroz.