Adaptación de
Luis Escobar
Huberto Pérez de la Ossa
Talleres de Artes Gráficas ARGES.- Madrid, 1959
Estamos en el siglo XV. Los Reyes Católicos anexionan el Reino de Navarra. El Renacimiento empieza a saldar cuentas con la Edad Media y se constituyen los Estados Modernos, con España entre los primeros. Los valores medievales instituidos y mantenidos por la nobleza y el clero son un armazón que comenzará a desmoronarse, pero cuyo vigor todavía es indiscutible. Así que, como no podía ser de otro modo, se guardarán las formas de puertas afuera en una doble vida, recatada y exigente moralmente para la calle; desatada y libertina de puertas adentro.
La “Tragicomedia de Calisto y Melibea”, o “La Celestina”, significa un hito en la Literatura que pone la primera piedra de las muchas que significará la construcción renacentista, precedente de la picaresca y anuncio de lo que será el Siglo de Oro.
Hemos dicho “precedente” de la picaresca, y es que este género literario genuinamente español comparte no pocos elementos con la obra atribuida a Fernando de Rojas; citemos, por ejemplo, su carácter didáctico y moralizante, como ya se anuncia en su prólogo: La historia puede servir de reprehensión de los locos enamorados que, vencidos en su desordenado apetito, a sus amigas llaman y dicen ser su dios. Asimismo, puede servir de aviso a los engaños de las alcahuetas y malos y lisonjeros sirvientes. También encontramos –como en la picaresca- un carácter determinista que llevará al fracaso a Celestina y los criados de Calisto. Esta ideología moralizante y pesimista que concluye con la muerte violenta de los personajes protagonistas de la historia no oculta, sin embargo, una dura crítica a la hipocresía social en la que se desenvuelve la vida de amos y criados, nobles y plebeyos, ricos y pobres. Tampoco se escapa la lectura de la denuncia que el retrato nos ofrece de la lucha enconada entre los criados y entre estos y sus amos –de vida licenciosa- para sobrevivir y medrar. Entre las clases desposeídas existía cierta conciencia sobre la naturaleza y calidad de los linajes y la dignidad; cuando Sempronio acaba diciendo acerca de Calisto y Melibea: “…así que los nacidos por linaje escogido búscanse unos a otros”, Areúsa replicará con presteza: “Ruin sea quien por ruin se tiene; las obras hacen linaje, que al fin todos somos hijos de Adán y Eva”.
Encontramos en La Celestina muchos rasgos paródicos en el amor hiperbólico de Calisto y la casta resistencia al fin vencida de Melibea que no pueden por menos que evocarnos las novelas de caballerías en la idealización de la dama y apuntar, en última instancia, al Quijote de Miguel de Cervantes. Ese amor que Celestina define a través de una serie de oxímoron: Es un fuego escondido, una agradable llaga, un sabroso veneno, una dulce amargura, una deleitable dolencia, un alegre tormento, una dulce y fiera herida, una blanda muerte. O el amor de Calisto, rayando en la herejía y extraviado por la vehemente pasión para la cual vive, sin otra necesidad y ocupación que la de dilapidar la fortuna de su herencia y sus rentas, que le hará exclamar: Melibea es mi señora, Melibea es mi vida. Melibea es mi Dios, Melibea es mi vida; yo su cautivo; yo su siervo. También Melibea, sobre el mismo amor, se quejará y reivindicará con su queja la igualdad entre hombres y mujeres: ¡Oh género femenino, encogido y frágil! ¿Por qué no fue también a las hembras concedido poder descubrir su congoja y ardiente amor como a los varones?
Y es que, entre los valores morales instituidos, la mujer saldrá malparada, reducida su existencia a ser madre y propiedad del hombre, siempre y en todo inferior a él. El concepto que sobre la mujer se tenía lo refleja con crudeza Sempronio en la escena en la que pretende disuadir a su amo Calisto del amor por Melibea. Después de asegurarle que “harto mal es tener la voluntad en un solo lugar cautiva” le reprobará que “someta(s) la dignidad del hombre a la imperfección de la flaca mujer”. Airado, Calisto responde: ¿Mujer? ¡Oh, grosero, Dios, Dios! Confesando y reafirmando seguidamente su blasfemia: Por Dios la creo, por Dios la confieso y no creo que hay otro soberano en el cielo aunque entre nosotros mora. La réplica de Sempronio es demoledora: ¡Mujeres! ¡Oh qué plaga; oh que enojo; oh que hastío es conferir con ellas más de aquel breve tiempo que son aparejadas a deleite! Y con igual contundencia sentenciará: “…todo esto es verdad porque por ser tú hombre eres más digno”. ¿En qué? preguntará Calisto. Y responderá Sempronio sin pestañear: “En que ella es imperfecta, por el cual defecto desea y apetece a ti y aun a otro menos que tú. No has leído al filósofo que dice: Así como la materia apetece a la forma, así la mujer al varón”.
Celestina, como proxeneta más que alcahueta, incidirá en el valor del cuerpo de la mujer como objeto sexual para satisfacer las inclinaciones del hombre; así, después de exaltar la belleza y sensualidad de Areúsa, le espeta: “… ¡Quien fuera hombre! No seas avarienta de lo que poco te costó, no seas como el perro del hortelano. Mira que es pecado fatigar y dar pena a los hombres, pudiéndolo remediar”.
Entre otras consideraciones de interés reflejadas en la pieza teatral, destacaré la del concepto que se tenía sobre la juventud y la vejez cuando en la casa de Melibea la Celestina obrará con todas sus artes para convencerla de cuánto le interesa el amor de Calisto: “…Dios la deje gozar de su noble juventud y florida mocedad, que es el tiempo en que más placeres y deleites se alcanzan, que la vejez no es sino un mesón de enfermedades, vecino de la muerte.”
Pero, en otro plano, digamos que “La Celestina” es, además, un extraordinario acontecimiento para el teatro. Este texto dialogado en prosa se aleja del teatro religioso de la época, generalmente en verso, con la excepción también innovadora del leonés Juan del Enzina, dramaturgo considerado iniciador del teatro español, que –además de teatro religioso- escribirá obras profanas. Tampoco parece nada sospechosa la influencia ejercida por “La Celestina” en autores posteriores, como el ya precitado Miguel de Cervantes, o el mismísimo William Shakespeare para el cual sus tramas teatrales casi siempre terminan con la muerte trágica de sus protagonistas.
El argumento de “La Celestina” es bien conocido; la vieja alcahueta, medio bruja, prostituta en su juventud, proxeneta, traidora, astuta, mal hablada, manipuladora y –sobre todo- egoísta y avariciosa, se prestará a convencer a Melibea, hermosa joven de actitud resuelta, para que acceda a las pretensiones amorosas de Calisto, joven apuesto de sentimientos nobles y desinteresados, aunque sus actos contradicen al fin sus palabras. En el negocio se encuentran también los criados de Calisto, Sempronio y Parmeno, que pretenden ir a partes iguales con Celestina en el pago de Calisto por los servicios prestados. Celestina mediará también en los amores y relaciones entre los criados y las dos mujeres a su servicio, Areúsa y Elicia, a fin de ganarse su confianza y colaboración.
Celestina consigue que Calisto se encuentre con Melibea; pero en la segunda ocasión, éste morirá al caer de la torre cuando abandonaba la alcoba en la que había pasado la noche con Melibea. Los criados Parmeno y Sempronio darán muerte a Celestina cuando ésta se niega repartir con ellos las ganancias del negocio y serán ejecutados en la plaza pública. Por su parte, Melibea, desesperada y consciente de que todo será descubierto y su honra y la de sus padres estará perdida, decide poner fin a su vida tirándose desde la misma torre por la que cayó Calisto, no sin antes explicarles en un triste discurso las razones de su suicidio.
El autor al que se atribuye tan extraordinaria pieza teatral, Fernando de Rojas (1468/1541), toledano, fue un jurista reconocido en su época, aunque por su origen judío su familia tuvo que sufrir la persecución de la Inquisición y, según parece, su propio padre fue quemado en la hoguera. Como jurista, participó en un par de procesos inquisitoriales, una vez como testigo de descargo y otra como letrado. Todos los expertos coinciden en que Fernando de Rojas escribió los actos del 2 al 16, desconociéndose la autoría del primero.
Y de entre los libros de teatro que conservo, éste de “La Celestina” corresponde a una edición de 1959 adaptada por Luís Escobar y Huberto Pérez de la Ossa con la que se celebraba la gran acogida de la obra de Fernando de Rojas en el Théâtre des Nations de París en abril de 1958.
A veces, una nueva mirada a lo que creías ya conocido te depara hermosas sorpresas y nuevas emociones. De “La Celestina”, aparte de las lecturas del Bachillerato, recuerdo vagamente haber visto una no muy buena película y que nunca la vi representada en un escenario. Pero la lectura, en sí, ya es un regalo para la imaginación, el disfrute y la oportunidad de descubrir mucho más acerca de la condición humana y los andamios en que se sustenta. Así fue y que así sea para quien lo mismo haga.
González Alonso