Cierta forma de libertad: Van Gogh

van_gogh_01Alguien escribió una vez, en relación al arte, que “el mecenazgo se adecúa a los tiempos y cumple una función de vertebración social y de apoyo a la cultura y el capitalismo industrial adquiere un título de altruismo y legitimidad”. ¿Qué hubiera opinado Van Gogh de todo este linaje de benefactores que en el mejor de los casos consumieron un mezquino impase entre copa y copa para balbucear que los girasoles –vendidos en 1987 por más de cuarenta millones de dólares actuales – están rela- tivamente bien pintados?. El célebre cuadro, obra de un espíritu cosmogónico y que representa una parte de un universo particular, fue paseado, entonces, por diversas ciudades europeas para despertar la avidez de los posibles compradores a la manera de un objeto. ¿A que mausoleo fue a parar?; las sospechas de los observadores fue lo suficiente para incluir la acción dentro de los anales de las más ruines especulaciones. A nadie importó si los girasoles son o no la obra más acabada de las siete que pintó el genial artista; pero fue importante, para su venta, dar a conocer que es una de las tres variantes con quince girasoles, que no está firmada y que posiblemente sea la que destinó para decorar la habitación de Gauguin. Todo adquirió tal relieve, que los fisgones y los arribistas de turno inventaran argumentos para formar parte del cortejo que durante un breve tiempo acompañó a la obra hasta su nueva tumba en espera de un mejor destino que el que le habían otorgado. Van Gogh sentó las bases sobre las que se apoya el juicio de la creatividad. Sus famosos girasoles son, simplemente, un derroche de amor. La obra fue realizada en homenaje a la vida, aquella que se deslizaba sin tregua en una agonía que lo acompañó hasta el final. Los girasoles son las flores más sedientas de luz, sin ella no existen, la misma que su autor les contagiara y que ahora, por jactancia o por ese malsano vicio de los récords, se antepongan intereses a su propia naturaleza y ocupen un lugar de privilegio en un sepulcro ornamentado para el solaz de unos pocos. Van Gogh sintió y sentirá hambre y también sus girasoles mientras la carroña usurpe sus derechos de libertad y el lugar público y perenne siga desierto por la ausencia de ese trozo de universo. Ahora, Van Gogh y sus flores pertenecen al atractivo mercado de arte donde los “entendidos” se manifiestan y se decreta el destino de las obras. Pero también esos elegidos crean, contrariamente al artista, solo tinieblas. Seguirán rotulando, catalogando, evaluando, pero nunca verán la obra. Solo sabrán que la pintó un loco al que se le rindió el póstumo homenaje de pagar por él tan exorbitante suma y que el feliz comprador se recluyó en la sombra para despertar más interés.

van_gogh_02En aquella oportunidad, una vibrante ovación remató el fulminante negocio –apenas cinco minutos de puja- y alguien que pasa a la gloria, no exactamente el pintor, sino el feliz adquirente que volvería a encerrar la obra en alguna fortaleza sin saber, ni falta que hace, que los girasoles son, en esencia, la representati- vidad de la luz., pero no la de tungsteno que deberá seguir soportando.

El sol de Provenza, la Casa Amarilla, la visión caleidoscópica de Saint Remy son ya anécdota de un visionario que a través del tiempo se convierte en “super star” y da por tierra con los pronósticos del mercado internacional. Es que Van Gogh siempre fue un extremista: en vida nadie pagaba; ahora nadie puede pagar. De todas formas el cuadro sigue entre nosotros; peor destino tuvo el de la Colección Yamamoto quemado durante la segunda guerra mundial. Los girasoles, tal vez, logremos verlos expuestos, prestados, en algún museo como otros tantos cuadros que pertenecen al patrimonio de la humanidad –según dicen- y que son propiedad de los “benefactores” que citamos al principio –algunos muy diligentes los sepultan en impenetrables cajas de seguridad- aunque los románticos aseguren que los cuadros sufren de claustrofobia y que lo que desean es salir a la luz, que para ello fueron creados.

Observando los girasoles, quienes leímos en las cartas de Van Gogh que el artista es el hombre unido a la naturaleza, pensamos que hoy más que nunca estamos lejos de ese precepto que su genio postuló como la máxima posibilidad de comprender que a través del arte el hombre puede comunicarse.

La anécdota

En 1888, Vincent Van Gogh se trasladó a Arlés en busca de paz. Alquiló la ya famosa “casa amarilla” donde recibió a su colega Paul Gauguin al que consideraba un maestro. Preparó una habitación con lo mejor de sus pobres pertenencias y la decoró expresamente con cuadros de girasoles. La convivencia en principio fue fructífera para ambos artristas. Gauguin observaba los ru- tilantes colores de Van Gogh y éste a su vez admiraba las personales composiciones del maestro que sería en un futuro el iniciador de la pintura decorativa y simbolista. Pero al bienestar también le sucede la tragedia; y ésta ocurrió. Van Gogh remontó hacia un destino ignoto, cruel y sanguinario; su compañero también; los dos convergieron en una misma sincronía: la fatalidad.
Uno creó un profundo océano donde innumerables artistas bebieron nuevas percepciones; el otro, Van Gogh, fue más allá de todo, apartó las sombras de la luz, dejó los cielos límpidos y permitió que el sol, el que tanto amó, inundara los campos de trigo y el alma de los hombres que lo cosechaban, buscó en los ojos de cada modelo -según sus propias palabras- la presencia de dios. En realidad se situó fuera del mero ejercicio plástico, fuera de la codicia, el dominio y el contexto mercantil; más allá de las disputas estéticas, al igual que el sol, brilló con luz propia; más allá del bien y del mal…más allá.

Texto:
Victor Saul.
Revista ANDRÓMEDA.