La cabeza que mira al mar
En el año 1999 hice un viaje de vacaciones a Chile. En dicha ocasión visité la casa-museo de Pablo Neruda en la localidad de Isla Negra. Como era 25 de diciembre el museo estaba cerrado y había muy pocos turistas merodeando las arenas aledañas al edificio, y alguno que otro vendedor de recuerdos típicos o refrescos.
Era un día profundamente solar, tórrido, poblado de ventiscas oceánicas. Un día de amarillos musculosos y de viscerales rojos explosivos. Un día detenido, modular, ardiente, casi africano.
Me dirigí a la pequeña playa acotada perteneciente a la estructura del museo. Había una cabeza de piedra del poeta casi al borde del declive costero y del oleaje pacífico; en la proa de la casa.
Por uno momentos permanecí absolutamente solo junto a la talla. Puse mis manos sobre la roca que ardía crepuscularmente, como el lomo de una antigua bestia, como un parche.
El homenaje me hizo comprender la importancia de la obra de Don Pablo en mi vida. La piedra era una piedra musical, una pieza de materia que aceptaba un eco, el eco del cincel. La roca visitada por la onda. Un nido, un regazo para un impulso estético.
Besé la mejilla apenas cóncava con un beso frío, vocacional, continuo.
Esa cabeza muerta, ese animal terrible que estiraba el hocico hacia las olas con urgencia histórica e invisible, era una oda.
El mundo todo era una oda, y yo un picapedrero, un oyente.
La vigilia plástica
En al casa en la que vivía con mis padres en Morón, una barriada, entre morena y gringa, del cordón industrial que abriga por el oeste a la ciudad de Buenos Aires, había una biblioteca de cedro lustrado con delgadas puertas de vidrio cubiertas con cortinas marrones. Los libros murmuraban mi nombre tras esos paños polvorientos, me provocaban, silbaban como granujas libres, me contaban un secreto sobre las cabelleras de las mujeres lindas, sobre el olor del pasto fresco, sobre los dibujos de las alfombras, sobre la cera y los faraones. Eran pájaros o sapos, cosas vivas viviendo tras el telón.
Eran estrellas.
Comencé a leer temprano. Leía con la naturalidad con que se comen galletas con leche o con la que se corre gritando y riendo, sin objeto. Era feliz leyendo como acostándome en los tejados tibios de las casas, como mirando los motores de los autos en los talleres mecánicos, como soñando el primer beso.
Ninguna de las valiosas obras que retiraba de la biblioteca y leía bajo la mesa, junto a la ventana, en el lecho en noches radiantes, en el patio con la bicicleta a los pies, ninguna de esas obras, digo, me había hecho cosquillas en las manos, ninguna me había impulsado a bailar sobre un charco de lluvia, ninguna me había hecho temer a los espejos.
Leía a grandes autores, pero con los ojos cerrados, con el cuerpo en silencio, con la piel nevada, penumbrosa, nonata.
Prosa y poesía eran meros asuntos de vestuario.
Lo que era dicho en oraciones podía ser dicho bajo el signo de los ritmos. Los derrames de versos, bien podían transcribirse con holgura, a bosquejos por bloques narrativos. La intensidad dependía del brillo conceptual. Aún no conocía ni intuía la existencia de la revelación, del rayo: aún no ingresaba en la vigilia plástica, en el arte.
Descenso al Cuerpo
A media infancia, yo ya hacía algunas adquisiciones bibliográficas propias. Pedía a mis padres o abuelos que me compraran ciertas obras que atraían mi curiosidad intelectual o que rimaban con mis afinidades pre-ideólogicas; en una palabra, que olían parecido a mí. De este modo llegó a mis manos el “Tercer Libro de las Odas”, de Pablo Neruda.
No lo leí de inmediato. Tengo la costumbre de habitar dos tiempos paralelos respecto a los libros: el tiempo de la adquisición y el tiempo de la lectura. Ambos tiempos se despliegan de modo independiente constituyendo dos discursos o historias completas. Esta costumbre no ha variado hasta la fecha. De modo que en mi caso, las urgencias adquisitivas no van necesariamente de la mano de las urgencias lectivas.
Resulta lógico que no pueda precisar cuánto tiempo transcurrió entre la compra del libro de las odas y la lectura del libro de las odas. Lo seguro es que por motivos fortuitos o inconscientes, comencé un día de verano la lectura de otra obra de Neruda, que sí estaba en la biblioteca de cedro.
Comencé a residir en la tierra, descendí.
La lectura de los poemas de “Residencia en la tierra” hizo que me sientiera dentro de un cuerpo por primera vez. Quizá sentirse dentro de un cuerpo es dejar de ser niño, el niño es ubicuo, grácil. Lo cierto es que mi cuerpo leía. No leía con esa conciencia del entrecejo, óptica, flotante y amorfa, sino que leía con mi cuerpo, vale decir: mi cuerpo quedaba enredado en la lectura. Mejor aún: de la lectura resultaba mi cuerpo. De la lectura irrumpía un cuerpo donde yo habitaba. O tal vez: de la lectura sucedía un yo conciente que se reconocía constreñido ( o liberado: la sensación era ética y gnoseológicamente neutra, entonces reversible ) en un cuerpo.
En esos días no contaba con un bagaje cultural como para justipreciar y contener el fenómeno que estaba viviendo. Mi instrumental expresivo era más bien mimético; elevado, pero replicante. No podía cercar la experiencia. No podía rotular ni connotar el espacio corpóreo recién amanecido. Sudaba y temblaba como un crío ante el manto negro de una diosa del trueno.
La sensación se parecía a otras sensaciones. Lo curioso es que ninguna de ellas estaba vinculada al mundo abstracto, y menos al de la literatura. La sensación era similar a un estrechamiento.
El Estrechamiento
lo que sentía mientras leía los poemas de “Residencia en la Tierra” era un estrechamiento, un abrazo envolvente y mullido, un cierto amparo terrible, paroxístico, como un sacudimiento apenas salvaje. Me sentía la hembra contenida, vibrada. Tomaba conciencia de la erogeneidad de mi cuerpo, o de mi cuerpo como manojo sensorial, como propuesta.
Me he preguntado desde entonces, si la feminidad, no es llanamente, un estado de insomnio, una recuperación espacio-táctica del cuerpo propio, una ocupación profusa y precisa de todo el volúmen ontológico, una espera.
Yo sentía que Neruda me ceñía diligentemente, iniciáticamente. Que me incluía y abarcaba en secuencia, que sus poemas consumaban una opresión benigna entorno a mí.
Neruda me otorgaba el beneficio de un cuerpo, la conciencia de la soberanía material de un artificio capaz de ser rodeado.
Estaba sorprendido. Hasta ese momento, la lectura, había sido para mí un modo de estrujar al otro, una invasión en la oscuridad del no-yo. Leía emprendiendo excursiones, belicosamente. Leía conquistando masas negras. Leía irradiando, derramándome en la superficie de la realidad exógena y denominando a dicha maniobra o conjunto de maniobras: desvelación.
De pronto, los mantras de Neruda operaban una inversión de polaridad, un lance insospechado. Ahora era yo el asediado, el acometido, el captado, por una otredad.
Me leían.
Antes de los poemas de Neruda, yo expoliaba ciudades literarias y rendía tesoros. Mi mente depredadora velaba como el ojo de un cíclope. Organizaba la república de la memoria de un modo gélido. Era un geómatra, un chauvinista.
Los libros habían sido hasta ese tiempo concubinas, torsos femeninos, objetos esclarecidos. Pero a partir del contacto con la poesía de Don Pablo, comenzaba a descolonizar la intemperie; se alzaba un afuera.
Me sentía amado por primera vez, y esta sensación habilitaba un grado de amor propasado, un amor intempestivo y foráneo que reducía mi celo, que me sojuzgaba dulcemente.
El reino era abatido por el caballero.
En Brazos del Asombro
Una vez domiciliado este ramo de sensaciones nuevas en mi estructura estable de personalidad, el romance con “Residencia en la Tierra” pasó a su fase de memorización esteretipadora. Quiero decir: como todo proceso mnemotécnico, el racimo de sensaciones referido, perdió cierta especial actualidad, extravió la exaltación o euforia coyuntural y fue deslizándose ineviotablemente hacia la intelectualización.
Todos sabemos que el erotismo de los hechos presentes se diluye por el simple transcurso. Sabemos que las figuras vivas se desprenden del urente presente endocrinológico, y se van tornando indeterminadas, teoréticas. Lo rojo se vuelve lentamente azul. Olvidamos el escozor. La causticidad rabiosa del instante se disuelve y muda en abstracción lógica. Se desangran los “hechos objetuales” y quedan desnudos. Lucen en lo profundo de la noche de la memoria como arquitecuras frígidas, como estereotipos. Hemos salido de la primicia de la vida para entrar en los palacios del recuerdo.
Y esto me sucedió con los poemas de “Residencia en la Tierra”. El estupor dejó paso al hábito. El deslumbramiento inaugural se volvió reserva o incluso usanza. Y, como si la mutación de un estado vigente en recuerdo, entregara forzosamente y como recompensa una prenda, fui poseído por la necesidad de volver a estar en brazos del asombro, y además, como corolario: emularlo.
Neruda había despertado, creado o iluminado en mí, una zona durmiente: la zona erótica, el agua.
Tenía conciencia permanente de mi cuerpo como fiesta, como intersección de esferas cósmicas o fenomenológicas. Lo vivía como nudo, como zona invitatoria, como lazo y como jardín para el encuentro con el sentido. Lo llevaba cual secreto gritado.
Sabía que mi cuerpo era regalo para el cuerpo. Que era conciencia de la superposición de formas. Que era una forma privilegiada por la selección morfológica. Comprendía que mi cuerpo era resonancia, choque. Resultado de infinidad de encuentros y colisiones previas. Me sabía como pacto formal provisorio en el caos, como acuerdo de líneas.
Comencé a entender cada cuerpo como una emergencia causal o caprichosa en un océano de tensiones antojadizas.
Y yo, nada menos que yo, iba en un cuerpo. ¡Increíble! Yo era un cuerpo. Yo era ese haz apretado, ese núcleo nacido de mútiples topetazos y de los encontronazos de fragmentos y causas previas.
Podía amar y ser amado.
Podía estrechar escribiendo y ser estrechado leyendo.
Texto:
Rafael Teicher.