La Navidad no es sólo la celebración del 25 de Diciembre, ni siquiera es en realidad la fiesta sagrada de una religión particular, es mucho más que eso. La Navidad es nacimiento, en el sentido más amplio y profundo del término.
Veámoslo…
“Quien no nace por segunda vez – nos dice Jesús – no conoce el Reino de los Cielos”, ese segundo nacimiento se refiere no a un tiempo horizontal, estandarizado, sino a un tiempo absolutamente personal, individual, vertical, profundo, único para cada quien; un tiempo de despertar, de nacer a la conciencia de sí. El despertar puede ocurrir a los 20, a los 40 años, puede ocurrir en los últimos meses de la vida, catalizado por una enfermedad que logra, lo que un divorcio, un accidente y diversos conflictos graves de relación no habían logrado, o puede no darse nunca.
Nacer por segunda vez es nacer emocionalmente, es ser ya no sólo hijos de la tierra (el cuerpo físico), sino hijos del agua y el fuego, (nuestras emociones y nuestra ardiente aspiración) a eso se refieren las palabras de Jesús y a eso se refiere la Navidad. Nacer a nuestro mundo emocional, es comprender cual es la entrada al Reino de Dios, es comprender que el Reino está en nosotros y no en el más allá. Nacer a nuestro mundo emocional, iluminarlo, es dar los pasos hacia la paz interior como condición previa, indispensable, de toda otra verdadera realización.
Sin paz interior no se puede llegar a la felicidad, sin paz interior no se puede llegar a la paz del mundo, sin paz interior los festejos, la “felicidad” no pasa de ser una simple caricatura, un fugaz intento que acaba por devolvernos al vacío, al desaliento, al sinsentido, en una montaña rusa emocional sin salida. La salida es interior. Estas fechas sagradas son en sí un momento de celebración pero no son tanto un momento de exteriorización, como una maravillosa oportunidad de conexión interior.
Podríamos decir que iluminar nuestro mundo emocional es la tarea más importante de nuestro tiempo, hemos desarrollado el intelecto, tenemos una tecnología de vanguardia, sin embargo estamos muy lejos de la paz; las cifras de ansiolíticos, antidepresivos recetadas a miles de millones de pacientes en todo el mundo, la amplia necesidad de medicamentos contra el insomnio, las elevadísimas cifras de enfermedades vinculadas a la tensión en el plano físico como las coronarias, la proporción epidémica de contracturas musculares, los síndromes del sistema neurovegetativo que cursan con mareos y taquicardias que invaden los centros de asistencia primaria, son algunos ejemplos claros de esa falta de paz.
Sin embargo la paz es nuestra misma esencia, es la esencia interior. La paz es la esencia del Espíritu Santo, del ordenamiento interior, del vacío que permite que la plenitud se revele en nosotros, en nuestras acciones, en nuestras palabras, en nuestros sentimientos, cuando despertamos a la realidad de nuestra humanidad. Espiritualizarnos es humanizarnos. Ese es el sentido de la Navidad.
Veamos el simbolismo de la Navidad y en el silencio de la noche estrellada, quizás más allá de oir podamos escuchar. Detengámonos aunque creamos no tener tiempo, si nos lo concedemos quizás podamos ver más allá de mirar. Si escuchamos y vemos, comprenderemos, si comprendemos no podremos no aceptar la invitación que la Navidad representa y elegiremos el camino de volver a nacer. Si volvemos a nacer, no necesitaremos ningún tesoro afuera, nuestra propia vida será el más sagrado tesoro.
El pesebre – recibiendo al Hijo de Dios representa la total sencillez, la completa humildad y nos habla de que la grandeza no necesita palacios, ni lujos, ni joyas, para ser grande. Contiene los 4 Reinos de la Naturaleza:
La tierra – representando el Reino Mineral
El forraje y el heno – representando al Reino Vegetal
El buey y el asno – la Naturaleza Animal, en el caso del asno (en hebreo amor, término que significa elevarse a través de la humildad, el sacrificio y perseverancia) él representa la tarea que tenemos por delante de trascender la obstinación de la mente; el buey representa el ascenso del deseo a la ardiente aspiración.
José, María y Jesús son el Cuarto Reino, representan a la humanidad que puede hoy fusionar lo femenino y lo masculino, y dar a luz al Cristo interno: la consciencia.
La Estrella de Belén – representa al alma misma, la guía segura que marca el camino, pero no todos ven la estrella, pues brilla en un cielo interior, brilla cuando en la noche oscura del alma nos hemos vuelto sensibles, nos volvemos sensibles cuando aceptamos el dolor. Iluminar las emociones es precisamente salir del egoísmo, la sensiblería, la indiferencia, la evasión, la rigidez y nacer a la sensibilidad. Ser hijos del agua y el fuego es nacer a nuestras lágrimas y al fuego del amor en nuestro corazón; es así como damos testimonio de nuestra sensibilidad. Al nacer a nuestra sensibilidad nos humanizamos, accedemos a nuestra verdadera identidad, el egoísmo de un corazón cerrado habla de deshumanización; espiritualizarse es humanizarse. Nacer a nuestra sensibilidad nos permite comenzar a encarnar paso a paso el amor, ya no como un discurso intelectual que de nada sirve, sino como solidaridad en acción, cordialidad en las relaciones, honestidad en el carácter, compromiso responsable con el futuro.
La Virgen – representa la completa pureza de quien ha visto la estrella y ha andado el camino a Belén, de quien sabe que la felicidad no es ausencia de dolor, incluye y acepta el dolor, el suyo y el de otros, porque tiene el corazón abierto. Como tiene el corazón abierto es fértil y como es fértil tiene paz. Es la paz de la auténtica apertura lo que nutre con lágrimas de vida y con calor del corazón la semilla, esa semilla es el Cristo interior, la semilla del amor. Ese amor sólo puede nacer de la Virgen, la virgen es la personalidad pura; la personalidad pura es un carácter que ha conquistado los valores, las virtudes, la identidad basada en ser, no en tener, no en aparentar. La identidad madura que tiene que ver con la integridad, la transparencia.
José – su nombre significa «el que agrega », él era un cons tructor, un carpintero, el que asienta una viga sobre otra. Es el símbolo del as pecto constructivo-creador de Dios-Padre, representa la laboriosidad constante y humilde, necesaria para el logro de todo aquello que tiene valor.
Jesús – Su vida es simbólica en todo, muestra la senda a la Iluminación, al Amor con mayúscula. En la escena del nacimiento en Belén. Él representa la ternura, la vulnerabilidad, la divinidad encarnada. Es lo divino en cada uno de nosotros, el maestro en el interior del corazón, audible cuando luego de un largo camino nacemos a la paz. La paz no está hecha de la ausencia de dolor, no se consigue heredando una fortuna, ni con un puesto de prestigio, ningún logro externo da la paz. Ella es fruto de un proceso interior, es la plena aceptación de nuestra inocencia, de nuestra vulnerabilidad, de nuestra imperfección, de nuestra sombra. Esa aceptación conduce a la verdadera identidad, a la del que se acepta tal como es: único, original y a partir de sus defectos labora y se construye, y vive naciendo y muriendo para volver a nacer.
El es el nacimiento permanente, el aprendizaje permanente, la fluidez total de la absoluta confianza en el potencial interior, Él es el siguiente paso y la meta.
Los tres Reyes de Oriente representan la Voluntad, el Amor y la Sabiduría, las tres potestades del alma humana.
Jesús revela lo divino en lo humano, porque lo humano es potencialmente divino. Lo divino se elige, por lo divino se trabaja. Si uno consagra su vida a una causa bella uno termina por convertirse en la belleza misma, reservemos parte de nuestro tiempo para algo que consideremos sagrado, santifiquemos parte de nuestro tiempo, el tiempo es vida. Cuando nacemos a un nuevo grado de apertura, de sencillez, cuando aprendemos, es Navidad. Cuando nos volvemos más auténticos, más tiernos, cuando dejamos atrás rencores, prohibiciones, prejuicios y temores, es Navidad.
Podemos oficiar la Navidad cada día, primavera, invierno y verano, o no oficiarla ni en Noche Buena, ni el 25 de Diciembre, ni nunca. De nuestra actitud y nuestra visión depende.
Si elegimos la inocencia y aunque tropecemos, la volvemos a elegir, el balcón de nuestra vida recibirá cada amanecer el beso de la Navidad ganando terreno a las sombras. Inocencia no es autojustificación, ni autoengaño, no es autocomplacencia; inocencia es confianza en nuestro potencial humano, es confianza en la vida, es saber que tenemos un Dios interior que nos bendice, nos protege y si escuchamos, nos guía.
La confianza no es la ingenuidad de pedir o pretender una vida sin dolor, es la ac- titud madura de saber que el dolor nos enseña a valorar lo esencial, nos profundiza, pule nuestras aristas y nos acerca al ser. El viaje es largo pero la alternativa, caminar en círculos, no tiene ningún sen- tido. Viajemos, viajemos, ya que al llegar al lugar donde la estrella de Belén alumbra, tendremos la llave del Reino de los Cielos.
¡FELIZ NAVIDAD!
Texto:
Isabella Di Carlo.
Psicóloga.
Autora de:
VALORES QUE CURAN.
Editorial ANAHATA.
http://www.anahataediciones.com/
NOTA DEL EDITOR – Los lectores que deseen conocer la Meditación de Navidad pueden, visitar la web de la Editorial Anahata.