Blade Runner

BLADE RUNNER

La ciencia ficción ha sido desde sus orígenes un género ligado a la serie B, que se exportó del cómic al cine allá por los años 30. Tim Burton hizo popular la figura de Ed Wood, el paradigma del director mediocre y sin un duro que se las ingeniaba de cualquier manera para crear un película infumable con ínfulas pseudo científicas. Fue, sin duda, la mejor interpretación de Johnny Depp, que consiguió enternecer al espectador con las cuitas de un realizador que, si bien tenía un talento innato para sacar el máximo partido al escaso presupuesto de que gozaban sus filmes, era del todo inconsciente de las limitaciones de su ingenio.

Lo que pocos saben es que, en realidad, la ciencia ficción nació para el celuloide pocos años después de patentarse el cinematógrafo. El pionero en estas lides fue el gran Georges Méliès, un creador único que, cuando los Lumière aún seguían dando a su invento una función meramente documental, él ya era consciente de su increíble potencial. En el año 1901 rodó “El viaje a la Luna”, una explosión de imaginación que retomaba la línea trazada por Julio Verne. Años más tarde dirigiría joyas tales como “El Melómano” o “El Reino de las Hadas”. Ningún director (con la única excepción de Kubrick) ha cuidado tanto del resultado final de sus obras como él, que tenía la costumbre de pintar los negativos para dar una pátina de color a elementos tan llamativos como el fuego o el agua.

En la década de los 20, Fritz Lang alcanzó una de las cumbres de la ciencia ficción con la conspicua “Metrópolis” (1926), una película cuya influencia a nivel artístico ha llegado hasta nuestros días. El ambiente opresivo de una ciudad con altos edificios y calles angostas, tan connatural al expresionismo, se tomó prestado en filmes como “Matrix” o “Dark City”. La importancia de “Metrópolis” es tal que hasta el momento tiene el mérito de ser la única película declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Está claro que en esa decisión pesó no poco su mensaje marcadamente marxista y mesiánico.

Unos años más tarde, y antes de embarcarse a EE.UU. ante el auge del III Reich (Lang rechazó la proposición de Goebbels de convertirse en el director del Instituto de la Cinematografía del Nacionalsocialismo), el genial director austriaco, en colaboración una vez más con su esposa y guionista Thea von Harbou, dejó para la posteridad otra excelente película: “La mujer en la Luna” (1929), que es conocida, además de por su valor cinematográfico, por haber sido la fuente de inspiración para la NASA a la hora de hacer la cuenta atrás en el lanzamiento de las naves espaciales. Estas películas tan megalómanas nunca se habrían realizado sin el respaldo de la UFA Films, la mayor productora por aquel entonces a nivel mundial, y cobijo de todos los cineastas expresionistas curtidos en el Teatro de Berlín de Max Reinhardt.

Sin olvidar “La invasión de los ladrones de cuerpos”, de Don Siegel, no fue hasta el año 1968 cuando se volvió a plantear una película de ciencia ficción con más aspiraciones que las de epatar a un público adolescente ávido de marcianos y platillos volantes. Con “2001: Una Odisea del Espacio” Kubrick reinventó el género, dotándolo de una profundidad de la que carecía. Por más que muchos se empeñen en ver en ella una película huera y grandilocuente, “2001” es la conjunción más notable que se ha producido nunca entre tres artes: el cine, la literatura (con “Así habló Zaratustra”, de Nietzsche) y la música (con la pieza homónima de Richard Strauss). Este filme es más que una elipsis memorable; es mitología del celuloide.

Kubrick había puesto el listón muy alto en este género, pero hete aquí que llegó Ridley Scott, un director que sólo contaba en su haber con un filme (“Los Duelistas”, basado en un relato de Joseph Conrad), y en un período de tres años rodó dos obras maestras: “Alien, el octavo pasajero” (1979) y “Blade Runner” (1982). Es difícil encontrar en la biografía de algún cineasta un despegue tan fulgurante como éste, y también es difícil que a un inicio tan prometedor le suceda una trayectoria entreverada de fracasos estrepitosos (“La tormenta blanca”, “La teniente O´Neill”), películas menores (“1492: La Conquista del Paraíso”, “Hannibal”) y películas que, pese a ser buenas, no están a la alturas de sus primeras creaciones (“Thelma y Louise” y “Gladiator”).

Ridley Scott se definió a sí mismo como un mercenario y, como tal, está al servicio del que más paga. Su talento está fuera de toda duda, pero su desmedida ansia pecuniaria ha sido un obstáculo para que su carrera fuera más sólida. Toda película es un producto, pues aspira a obtener unos beneficios, pero un director debe jerarquizar sus intereses en función de sus ambiciones, ya sean intelectuales, sociales o simplemente mercantiles. Scott se decantó por esta última senda, y con ello se echó a perder. No obstante, tiene un dominio del medio audiovisual tan acendrado que aún sigue siendo capaz de crear obras relevantes. Por si fuera poco, sus inquietudes (y su bolsillo, que nunca le abandona) también abarcan otros campos, como la publicidad, donde es un consumado maestro. Basta ver el anuncio que ideó para la marca Apple para darse cuenta de su prodigiosa imaginación. Conmemorando el año en que se cumplía la apocalíptica profecía lanzada por George Orwell, asestó un duro golpe a Microsoft convirtiéndolo en el Gran Hermano de la célebre fábula futurista “1984”.

“Blade Runner” es una adaptación de la novela de Philip K. Dick “¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?”. Este escritor se ha hecho muy famoso en los últimos tiempos, pues sus obras han servido de inspiración a películas como “Desafío Total” o la más reciente “Minority Report”. Pasa por ser uno de los autores más destacados del género de ficción, junto con Ray Bradbury y Aldous Huxley. Existe unanimidad a la hora de designar a su primera novela citada como su mejor creación. No es “Fahrenheit 451”, y tampoco contiene las reflexiones filosóficas y el halo poético de su adaptación, pero es una novela muy recomendable.

Si antes hablaba de la influencia de “Metrópolis”, la de “Blade Runner” no es menos notable. Ridley Scott introdujo la novedad de fusionar dos géneros, la ciencia ficción y el filme noir, creando así un híbrido muy sugerente. La incorporación de la voz en off de Rick Deckard dota al personaje de una introspección psicológica que, a la postre, deviene el armazón sobre el que se asienta el filme. Pero las huellas del cine negro no se quedan aquí. El ambiente por el que se mueven los personajes, la ciudad de Los Ángeles en el año 2019, está impregnado de una neblina mefítica producida por la lluvia ácida. En los despachos predomina una oscuridad rasgada por los haces de luz que penetran a través de los intersticios de las persianas. Los ventiladores giran sus aspas con una cadencia tan perezosa como los movimientos de los personajes. La gabardina de anchas solapas es la indumentaria más repetida. Los personajes tienen rostros inexpresivos (el visaje que compone Harrison Ford no dista un ápice del de Humphrey Bogart en “El halcón maltés”).

Analizar la estética de “Blade Runner” daría para un capítulo aparte, pero eso ya lo han hecho otros antes que yo, y considero que tiene más interés discurrir sobre el significado de sus imágenes. La clave para entender esta película está en el ojo, en ese ojo que mira al espectador en el arranque del filme y en cuyo iris se ven reflejados los destellos luminosos de las explosiones que sacuden el cielo macilento de la urbe. La importancia del ojo está subrayada por la cantidad de veces que aparece en primer plano: el ojo de los replicantes que se someten al Test de Voight-Kampff , el ojo del búho de Rachel, los ojos del fabricante Chew, los ojos del Doctor Tyrell que Roy Batty hunde en sus cuencas, los ojos de Pris que Batty cierra en señal de dolor por su muerte, etc. “Blade Runner” es un tratado sobre la visión, en la línea de la “Dioptrique” de René Descartes. El ojo procesa alrededor del 80% de la información de nuestro entorno. El ojo es señal de vida, pues cuando se bajan los párpados, o se está muerto o se está dormido (que no es sino la forma de estar muerto en vida). A los replicantes se les escapa la vida, que es lo mismo que decir que están perdiendo la vista. Roy Batty declama en su epitafio: “He visto cosas que vosotros no creeríais. Atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser… Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir”. ¿Hay en la Historia del Cine una frase más profunda y que a la vez resuma con tanta claridad el sentido de la película en que se enmarca? Los ojos, que en el caso del Nexus 6 eran prestados, le sirvieron para acumular experiencias. Por medio de ellos se sintió vivo, él que era un replicante (en la novela se les conoce con el nombre de andrillos). Es de una belleza empírea que una lágrima pueda arrebatarte la memoria, porque, no lo olvidemos, el ojo está conectado al cerebro mediante el nervio óptico, y el recuerdo y la memoria son nuestra identidad. Sin recuerdos no somos nada. Un androide necesita de vivencias, aunque sean espurias, como en el caso de Rachel. ¿Quién podría vivir sin un pasado? Resulta terrorífico pensar que un día podemos despertarnos y, de pronto, echar de ver que no sabemos quiénes somos. Los replicantes coleccionaban fotografías (Deckard era un replicante, eso huelga decirlo) porque les servían para inventar historias acerca de su vida. Por otra parte, todos tenemos la necesidad de trascender nuestra propia existencia para dejar una huella indeleble en los que nos rodean; todos necesitamos que, a nuestra muerte, se nos recuerde. Ése es el origen de todas las relaciones humanas: la amistad, el amor, el odio… Los sentimientos son los medios que tenemos a nuestro alcance para lograr que las personas que nos sobrevivan guarden un recuerdo de nosotros. Al final, todos viviremos en los recuerdos de nuestros seres queridos, en su memoria o en una fotografía ajada por el paso del tiempo.

“Blade Runner” es uno de esos extraños casos en que un reparto no muy destacado se pone de acuerdo para conseguir la interpretación de su vida. En este sentido, mención aparte merece Rutger Hauer, que nos impresionó a todos con su caracterización del prócer Roy Batty. Su porte hiperbóreo y majestuoso, con esa expresión de melancolía y crueldad, nos ha brindado secuencias inmarcesibles como cuando recita a William Blake o cuando salta el precipicio que le separa de Deckard con una nívea paloma oprimida al pecho, y cuyo vuelo en libertad simboliza la migración de su alma y la liberación del detective. No obstante, siempre se le recordará por su epitafio, por esa célebre frase que todos los amantes del cine conocen de memoria. Después de “Blade Runner” trabajó en un par de películas de una calidad aceptable: “Los señores del acero” y “Lady Halcón”. A partir de ahí, sólo ha intervenido en películas de medio pelo o productos televisivos grises y adocenados.

Sean Young ha tenido una trayectoria paralela. En su caso, ni siquiera se puede decir que participara en ninguna película digna.

Harrison Ford ha sido el que ha tenido una carrera más brillante, pero más por el nombre de las películas en las que ha intervenido que por sus interpretaciones. Sin lugar a dudas, Rick Deckard fue el personaje que marcó su vida profesional.

No podía acabar esta crítica (que más aparece un ensayo) sin hablar de la música que acompaña a las imágenes. Vangelis compuso para “Blade Runner” una de las mejores bandas sonoras de la Historia del Cine. Nunca un saxofón sonó tan bien como en el Love Theme que se oye cuando Deckard está sentado frente al piano con una mirada ausente. El End Title es famoso, entre otras cosas, porque sirvió a Informe Semanal de sintonía. Vangelis y Scott volvieron a juntarse unos años más tarde en “1492: La Conquista del Paraíso”, y, una vez más, el compositor heleno creó una obra sublime.

“Blade Runner” fue un estrepitoso fracaso en su día. Los críticos la vapulearon y el público le dio la espalda. Es el vivo ejemplo de que lo valioso sólo es aceptado años después de su estreno. Para quien esto firma, “Blade Runner” es, sin ningún género de dudas, una de las tres mejores películas jamás realizadas.

Óscar Bartolomé Poy.

Crítico cinematográfico, escritor y poeta.