El Poema del Método (Primera parte)

El Poema del Método (Primera parte)

Rasgos líricos en el Discurso del Método de René Descartes

El Éxodo

René Descartes nació en La Haye en Touraine —cerca de Poitiers— el 31 de marzo del año 1591. Eso lo sabemos. Es parte de nuestro inconsciente cultural. Es información.

Descartes publicó el “Discurso del Método para dirigir bien la Razón y hallar la Verdad en las Ciencias” ( nombre completo de dicho ensayo científico, que resultó ser espina dorsal del corpus filosófico de la modernidad occidental) en el año 1637. También lo sabemos. También es testimonio histórico.
Incluso sabemos que dentro del “Discurso” yace inscripta la célebre proposición latina “Cogito ergo Sum” (pienso, por tanto existo). E intuyendo su peso específico, casi sospechando su condición nuclear, su carácter de piedra basal del edificio gnoseológico, igual ignoramos cómo, porqué o dónde figura en la obra. Confiamos en la comunidad académica. Replicamos.

En estas líneas hablaremos sin embargo de aquello que no sabemos. Desinformaremos. Recelaremos. Tejeremos con mano vacilante un ligero decurso lioso, volante. Escribiremos crepuscularmente, de modo esquivo. Transitaremos por geografías cubiertas, por franjas de eclipse. Escribiremos como desertando. Y tal vez escribir no sea más que eso, un éxodo. Pues aquí nos evaporaremos. Saltaremos por sobre las jurisdicciones de la seguridad. Optaremos por un cierto abatimiento. Casi hablaremos de manera refractaria, rehusando áreas completas, repulsando arrogancias luminosas.

Quiero decir: intentaremos la poesía.

Y lo que no conocemos no sólo provoca el brillo de las certezas por contraste, sino que aún posee un brillo propio y particular. Lo no sabido no sólo es ausencia de información, sino cierta presencia en sombras, cierta vacuidad habitada, cierto perfume.
Apagaremos por tanto grandes linternas, e iremos al tacto por orfanatos misteriosos. Deambulando por entre ruinas o bosquejos. Prefiriendo la nocturnidad, la belleza del baño de la semipenumbra. Iremos lejos de la omnisciencia.

René Descartes murió de frío en Estocolmo. Eso no lo sabemos. Aunque es un dato biográfico fácil, no lo sabemos. Y digo que no lo sabemos porque no logramos detener el torbellino ansioso de la lectura en dicho punto. No podemos fijar-nos. Nos arrastra la pulsión sintética, el vértigo de la curiosidad, la posposición. Este dato que no podemos conquistar comienza a oler distinto, comienza a picar y a mudar el color de nuestra urgencia.

Vale la pena repetir: René Descartes murió de frío en Estocolmo.

Quizá ahora estemos listos para el viaje.

La Periodicidad Estética

El doctor Francesc LL. Cardona dice en un estudio preliminar para el “Discurso del Método”:

“…en todas las circunstancias, la extensión del pensamiento —el pensamiento de Descartes— mide exactamente la extensión de la frase…”.

Lo sorprendente es que atribuye tal característica a la periodicidad idiomática inherente a un pensamiento académico recién emancipado de la lengua eclesiástica  (el latín).
Es una razón diurna, hermosa también. Es un motivo seductor, casi felino. Por lo tanto debemos escaparle.
Nosotros lo diremos tenebrosamente y en sencillo:

Si el largo de una idea coincide con el largo de la cadena semiótica que la transporta —a la idea— o la consuma, entonces hay ritmo.

Y si hay ritmo hay timbre.
Y si hay timbre hay tenor fonológico.
Y si hay tenor fonológico hay estructura inteligente.

Si las ingenierías sintácticas no son meramente utilitarias hay derroche. Derrochar es ornar. Ornar es desbordar.

De modo que la observación del Dr. Cardona nos hace tropezar inevitablemente con una gratuidad, incluso con una inconveniencia. El “Discurso” corre como un río. Limpio, despojado, estilísticamente desenmarañado. Y corre a una velocidad proporcional. Vale decir: fluye vestido y a tiempo. Posee cierta escondida liturgia sonora, cierta leve morfología improcedente. Está poseído por cierta belleza.

Hemos dado con la radiación formal del discurso. Lo que distingue la prosa práctica de la prosa decorativa es su ajuste. Si el hilo escritural fuese todo el tiempo apropiado, no habría voluntad rítmica. Precisamente al revés de lo aparente, de lo consensuado. La buena talla denota adorno, y la disonancia señala ausencia de cincel.

La cadencia embrionaria de una prosa donde los largos de los significantes encajan en los largos semánticos, es poesía. Es talla. Es buena talla. Es talla consciente. Convite.

Lo diremos en forma tenebrosa y en sencillo, nuevamente: el “Discurso” del Método es ineficazmente  acompasado, gracioso.

En otras palabras, la meta-intención es estética. O: la pluma de Descartes activa involuntariamente arquitecturas sintácticas melódicas. No nos referimos a golpes fonéticos, sino a la blancura métrica de las construcciones oracionales. Nos referimos al aroma.

Pongámoslo todavía de otro modo. Es estético en tanto y en cuanto es más que sintético u operativo, y menos que cronístico.
Cuando las ideas rebalsan el volumen del texto nos encontramos probablemente ante un cuerpo epistemológico funcional. El contenido es más profundo y rico que la maquinaria escritural que lo contiene. En cambio, cuando el texto es frondoso, opulento, y supera espacialmente (físicamente) a los conceptos que comprende, nos hallamos quizás ante un relato o testimonio periodístico. La prosa es más cuantiosa que el mensaje. Pero en el caso que nos ocupa, el “Discurso”, existe una nivelación, una consanguinidad perimetral, existe una fricción benigna que confiere congruencia dimensional. Existe gracia.

Una Ética Fugaz

Nos vamos oscureciendo. La luna de la noche de la poesía va tomando posición en el empíreo del texto. Comenzamos a desconocer terriblemente el “Discurso”. Comenzamos a soñar a Descartes y entonces dejamos de atropellarlo.

Tampoco sabemos que la tercera parte del “Discurso” propone una ética provisoria. Lo dicho, una ética fugaz. Tal vez toda norma es ineludiblemente efímera. Quizá habría que repensar la sociedad en términos tácticos más que ontológicos.

¿Qué esquemas sociales imperarían si hubiéramos adoptado códigos jurídicos flotantes? ¿Cómo sería el aspecto fisiológico de nuestro mundo si hubiésemos asumido la precariedad constitutiva y constructiva de la materia y de la forma?

Descartes acomoda la ética a la cadencia. Todo es volátil. Todo es voluble, interino, pasajero. La pregunta que se nos madura en la boca es: ¿y esto es malo?

El registro cursivo de la acción humana ¿ha de ser pétreo, taxativo?
Si una regla es una consecuencia procesal, ¿por qué habría de ser definitiva?

¿Una piedra es realmente algo perenne? ¿Acaso todas las cosas no son pactos de partículas, y por lo tanto, acontecimientos más o menos estables, pero al fin y al cabo,  circunstanciales, finitos, temporarios?

También la ética es un objeto, una concentración óptica, un ser. Y entonces, convenio, estrategia del tiempo.

Me imagino el mundo. Me imagino un mundo donde la ética sea provisional. Lo presiento eólico, alado. Hasta se me ocurre flexible, acuático, totalmente sensible. Un mundo femenino, lunar. Un mundo ágil, nerviosamente ingenioso. Un mundo suave, dulce y nutriente. Un mundo al galope, constelado y en piel viva. Un mundo onírico, articulado por argucias creativas y no por constantes. Se me antoja un mundo festivo, apenas aprensible, multipolar, y polisémico. Como un juego.

Y el juego es poesía.

Una ética que rige por su fragilidad es hermosa. Es una ética de bolsillo o de alforja. ¿Quién nos ha inculcado que los pertrechos de viaje son necesariamente inferiores? Una ética de la docilidad, de la aceptación. Una ética de la exploración y para aventureros. Una bio-ética.

El corazón Obrero

¿Es posible que tampoco sepamos que en la quinta parte del “Discurso”, Descartes habla largo y terso del corazón del hombre? Sí, es posible. Y peor todavía: es cierto. Animémonos entonces a no saberlo a conciencia. Atrevámonos a iluminar en estos papeles que luego el olvido se encargará de disolver. Qué otra cosa es escribir sino un olvidar de memoria.

El corazón del cual habla René Descartes es el epicentro térmico, el horno. Es la máquina, la bomba. Y sin embargo, hablando biológicamente, habla de un corazón noble, habla de un corazón humano, de un corazón obrero y fiel.

Por lo dicho, el manifiesto por antonomasia de la modernidad lleva en su centro un corazón. Nada más bello que esto.

Nada más hermoso que un corazón.

Rafael Teicher

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Método del Poema

Semióptica

En la cuarta parte del “Discurso del Método” podemos atrapar dos aleteos líricos, dos golpes estéticos inconscientes —entendiendo el inconsciente en el modo en que lo hace Giorgio Agamben ( como región desconocida, como patria del olvido, como penumbra ), más que en el sentido ortodoxo freudiano—. El primer pulso plástico sucede cuando Descartes decide observar el adagio ( la sentencia que es conclusiva y elemental al mismo tiempo ) “Cogito ergo Sum”. Se detiene frente a la talla ( escultura ) semántica. Se asoma al reflejo, palpa la piel significante y significativa del “Cogito”, lo aborda cual cuerpo ajeno. Toma distancia, lo asesina ópticamente, o lo redime. Compone la forma del adagio caliente, recién parido desde los laberintos de la ratio, y lo conversa fenomenológicamente, lo
toca.

El fervor pirético y especulativo ha gestado su criatura, su huevo, su monstruo ( el ontos siempre es teratológico en la medida en que es otro ).
Descartes ha desarticulado los juegos de espejos del mundo corpóreo a fuerza de herramientas discursivas, su hablar desarma serenamente, pela, y abre.

Regresa de la faena con una tesis sangrante en la bolsa.

El “Cogito” brilla como un pez desbocado en el borde de la vida.

El pescador —Descartes— engreído tiene para con su presa ( el “Cogito” ) una comunión predatoria; la reconoce, la identifica, se mira en ella, se mira en los ojos muertos del pez racional, y llora —una manera convenida de decir que se enamora de la radiación morfológica que envuelve el sentido, y ya no del sentido en sí.

Ha cazado un gamo en el bosque macilento de las ideas del poder y lo exhibe por primera vez colgando del gancho de la lengua.
Lo escucha ( volviéndose hermeneuta ), lo circunda y acecha como a una piedra negra del cielo, lo extroyecta hasta desconocerlo —lo olvida—, que es el único modo de entenderlo como otredad, como objeto cargado, como un beso que se recibe.

Lo mira con el discurso, lo palpa sintácticamente, y lo arrulla.
Descartes está de pie frente a la tela con el pincel entre los dientes. Y mira. El espacio-tiempo que emerge de esta actitud de espera y regocijo se denomina arte.

El explorador metafísico sudante resuella ante la víctima —el “Cogito”— porque la busca según las maniobras de su forma, ya no bajo el hechizo de su hilván. El discurso calla al pie de un dios inconexo que titila.
Descartes mira el “Cogito” como un adolescente alienado, y dicha vocación óptica es poesía.

Entonces nos confiesa al fragor gramático de su carrera, que el gran muerto ( el adagio, el ciervo sangrante, el “Cogito” ) luce diáfano y distinto: evidente. Descartes ama, y los amantes ven.

Lo evidente es lo que hace bellas las cosas. Vale decir, son tan reales, tan congruentes, tan presentes, están tan instaladas en el acontecimiento, que se vuelven nido para la proyección del amor.

A Descartes lo embruja el centelleo esquémico del “Cogito”, su esplendor lingüístico, su conversión en espejo que deja paso al ser. Le gusta. Gusta del pez expuesto como gustaría de la mano de un hada.

El segundo aleteo armónico-estético que pillamos en la cuarta parte del “Discurso” resulta casi consecuencia cronológica de lo antedicho. Descartes pregunta más o menos así: ¿Qué es lo que hace que no pueda estar seguro de la claridad de las proposiciones? ¿Por qué no puedo verlas a todas claras y distintas ( evidentes )? Y es como si inquiriera: ¿Por qué dudo sobre la cantidad y la calidad de la belleza que hay o que visita las cosas? O mejor:

¿Qué hace que perciba —o sienta, o entienda— a algunas ideas ( objetos ) como bellas y a otras no?

La respuesta en términos sencillos es que el que observa no es perfecto y sólo participa en —o de— la visión clara y distinta de un ser perfecto. Un ser que todo lo ve. Que ve. Que todo lo ve hermoso. Un ser cuya mirada hermosea al mundo, lo cual quiere decir crearlo. En la medida que el uno que mira no es el ser perfecto, localiza la belleza.

Estamos constreñidos a la fractalización del mundo, a la polaridad. Volverse del lado de Dios es tal vez trascender los antónimos mediante la percepción de una belleza ineludible. Quien dice: Todo es bello, baila.

Y Dios baila.

Así las cosas, toda vez que caemos en el embeleco de la fuente ( la belleza, el estado de refracción ) accedemos a una evidencia. Como si el agua fuese la casa de lo concreto, pero la solidez, recinto del ensueño. Y aún: quizá lo masivo no sea más que viento. Y el rostro, la materia invertebrada y primera, el peso.

El mundo en el cual se despliega el relato cartesiano es ciertamente brilloso, pleno de reverberación y de ruido cromático. Los postulados refulgen cual mansos relámpagos, resplandecen como muelles en el río del conocimiento de las sustancia.

La voz del “Discurso” cuenta el mundo. Y el mundo es una ingeniería aérea en suspenso, una pompa.

La luz emana de las cosas como la palabra que corta el útero o como el pájaro que rompe la eternidad.

Leer amenamente el “Discurso” es despojarlo de las semiosis parasitarias que se le han adherido durante el desarrollo de la fricción epocal. Hay que leer desnudos.

Insisto: hay que leer desnudos.

Y leyendo desnudos, el “Discurso” es un poema, el poema del mundo. El poema de un mundo donde el celo por la propiedad privada ( Agamben ) es reemplazado por la gestión pública del juego.

Monólogo sobre el Secreto

Place pensar la sexta parte de la obra de Descartes como un extenso monólogo acerca de la prudencia.
Se consuma en este período textual-expositivo una verdadera ponencia sobre ética editorial y sobre el significado de la censura.
Pero un libro es un cofre de los secretos, un arca hundida, una llave en la arena. Y no hay manera de leer en alta voz. La metáfora es un secreto en acción, un mecanismo de protección de la identidad.

Escribir es mentir, hablar es mentir. Y mentir es proteger. La poesía es secreta. Y el discurso es su vaina, su piel.

La Resonancia Poética

La poesía es el ajuste modular que deviene en eco. Es un eco. El eco estructural, eso es.

De modo que la actitud conjunta del “Discurso” es estética. El cauce es rítmico. La alocución compone un cuerpo de recepción, una materia que invita a la escritura de la vida del hombre.

Hacer poesía es hacer hojas. Un poema es más el papel que el grafismo. Es un espacio. Y el “Discurso del Método” es una tabla donde es dable anotar una nueva ontología del alma.

La voz que cuenta es limpia, despejada. Es cordial también. Ocurre junto al fuego, o al borde de una tinaja. El espíritu confesional arrima los ojos, los liga, los enreda en el árbol de los sueños del mundo.
En este sentido, Descartes, no vocea, sino canta.
Canta.
Y canta con sobria melodía, canta el madrigal de la forma de la belleza. Canta alturas y bajos, canta alteraciones o contrastes primarios. El texto canta. Todo texto canta. Los espacios son necesariamente música.
La poesía resulta del vaivén de las formas.

Rafael Teicher