Se miraban largamente, conquistándose, refrendando con los ojos la voluntad de ser amigos.
Se escogían por la presilla de la mirada, entre la golpiza del antojo, en medio del primado de la rutina, burlando la inmovilidad congénita del mundo.
Se buscaban con el rabo agitado de la mirada, se movían como monos en los árboles de los ojos, y sonreían como barcos llenos de gente.
Volvían, de alguna manera, volvían.
La jaula estaba temblando como una mano de mujer, deseosa como un huevo bajo el sol.
Se miraban como dos intrusos asomados a la lluvia en el mismo escaparate, como los dos pies de un brujo cuando invoca.
Se querían cual dos gárgolas en el mismo techo, cual partes del único vitral de un templo.
Llevaban prendas bien cosidas, limpias como globos, tibias cual cuerpo de cigarra que canta en el pozo de estrellas.
Llevaban todos los botones ajustados, secos como dientes de ardilla, mínimos, hermosos y exactos.
Alrededor de ellos las mujeres se tocaban los hombros las unas a las otras, se escondían detrás de abanicos blancos, se pasaban el brazo de marfil por la cintura, alegres y vacías como espejos, festivas.
El mar proponía la forma de los mapas, soplaba en el fuelle de la vida como un herrero retinto, invitaba con los pelos barrosos.
Un viento anisado, espeso como la sopa, duro como el pan de un preso, aguado como la pulpa de la papaya, relamía las motocicletas, las fecundaba, las volvía de sal.
Iban confirmándose como lechuzas en el palo que mueve la tormenta, se hablaban por debajo de lo dicho, hacían mimos con los ojos profundos, abiertos como galeras de mago.
Fluían uno en el polvillo de luz del otro, se agolpaban como balsas en el lomo de la noche, se tomaban el pulso, se daban sol por el contacto.
Bien podrían hundirse un estilete por el cuello, bien podrían sangrarse como matarifes sobre el cuerpo de un toro vencido.
Bien podrían arrojarse vasos en el rostro, machacarse los huesos hasta quedar como papeles sueltos.
Bien podrían darse besos de rosa colorada y estrujarse, o acompañarse hasta las escaleras, o tomarse de las barbas y romperse las costillas como boas constrictoras.
Pero se miraban, se mantenían en una periferia de tentaciones de baja frecuencia cinemática, se ponían el vestido de la separación a punto, se rompían los fantasmas antiguos.
Entre los dos no crecía ninguna presencia nacida de la fusión, no emergía un más, no brotaba una mixtura denominada tercero, nada.
Tampoco había entre ellos negrura de gato, o ceniza lunar, o diablos con olor a pis. Nada: espacio, silenciosa música del ida y vuelta de los átomos, formaciones apenas resonantes en una noche flaca.
Se odiaban el talle como enamorados, se simplificaban según el cruce metálico de los ojos.
Se daban tiros de diferencia por las manos, manos velludas, sexuales.
Bebían en copas celosas la bebida de la muerte, se perdían como el fuego por el borde de la vista de las hembras.
Se miraban hasta el limo, hasta la espera de un óvulo materno ya mudado.
Se decían la forma enemiga con los ojos, buscándose infinitamente durante el largo del vuelo.
Se trataban en el muelle como mechas amansadas, se contenían en el cáliz del amanecer como manchas de la boca amante.
Eran como palabras, intrascendentemente divinos como cuentos. Perfectos como horóscopos.
Se daban las espaldas al modo de los locos, tiraban la pelusa del bolsillo sobre la huella para no perderse.
Únicamente reales en la playa cianótica que visitan los ángeles enfermos. Recogían cáscaras de oro de la pierna del sol, escupían contra la ola con las solapas volando.
Dejaban la carne a dorar sobre la arena húmeda, vivos como espuma.
Rafael Teicher.
Poeta y escritor.