Una mañana de Agosto después de soportar la tediosa misa de difuntos –que por costumbre de mi familia se celebra a los seis meses de un fallecimiento, en la iglesia parroquial situada sobre una pequeña colina en el medio del valle– mi marido y yo, alejándonos de la concurrencia, que centró su atención en el cementerio, nos acercamos al murete que lo rodea para contemplar la bellísima vista que a nuestros ojos se mostraba. Los oblicuos rayos del sol atravesaban la limpia y todavía fresca atmósfera para acariciar con vehemencia la superficie de la tierra, engalanando la vegetación de colores festivos; incluso los trasquilados alisos que acompañan al pequeño Río Verde, nos parecían distintos. El silencio era absoluto sosegado y placentero.
De pronto, avisté a lo lejos la casa de mis padres con su tejado de color chocolate y su gran terraza abierta a la altura del primer piso que se prolonga un buen trecho hacia el sur, también distinguía la pequeña cancela que da paso a un camino corto y recto a través del jardín flanqueado por adelfas, y a unos cuarenta metros hacia la izquierda de ésta, la gran puerta corredera de dos hojas que da paso a un camino asfaltado por donde suben los coches para aparcar en el lado izquierdo de la casa, ya que desde allí también se puede acceder al interior por la puerta de poniente, atravesando un pequeño bosque de acebos y viejos robles, que dan esa sombra tan codiciada en las tardes de verano, y que si miramos directamente tumbados panza arriba, nos permite jugar con las figuras irisadas que hacemos con los ojos medio cerrados, cuando dejan pasar por entre sus hojas a los rayos de sol en su cenit ¡Qué sensación más extraña mirarla de lejos! Busco el viejo magnolio, y al adivinarlo luciendo sus blancas flores, recuerdo a mi tío Herminio, un solterón misántropo, fanático religioso, que después de una longeva e infructuosa vida, murió un día de febrero a una hora en la que todavía la escarcha entiesaba las hojas de los tojos.
Fueron mis padres los que se ocuparon de los trámites del entierro. En el “cónclave” de familia se decidió que el velatorio se celebraría en casa, y con tal fin se preparó con ayuda de la funeraria “Amigos de lo Eterno”, una habitación en la planta baja. La mañana fue avanzando sin apenas darnos cuenta, mientras que el intenso frío iba retrocediendo para dar paso a un mediodía claro donde las nubes, unas blancas y otras grises corrían espantadas llevando el alma de mi tío, ora hacia el norte, ora hacia el sur, y de pronto amontonadas, se detenían sobre la montaña que rodeaba el valle y finalmente empujadas por un fuerte viento tomaban el camino del cielo, por él… tan deseado.
Mientras tanto, mi hermana Julia llamaba por teléfono a los familiares para comunicarles el deceso; Luisa, mi otra hermana, recibía las condolencias de los vecinos más cercanos y mi padre hablaba con D. Agustín, el párroco, acerca de la hora más conveniente para la celebración del entierro; puesto que las autoridades acababan de recordarnos a través de los medios de comunicación, algunas medidas de prudencia a tener en cuenta por la ciudadanía ante el gran vendaval que se esperaba para esa noche y jornada siguiente. Ante tales previsiones, la familia decidió que la misa de funeral se celebraría a las once de la mañana y finalizada ésta, el entierro.
Llegadas ya las tres de la tarde, nos dispusimos a comer las viandas que mi madre –mujer esforzada– había preparado entre rezos y sollozos. Nos sentamos todos a la mesa en silencio; un largo vacío que la fatiga y la conmiseración nos imprimían. Así permanecimos durante toda la comida; un golpe corto, rápido y fuerte de la persiana contra los cristales puso fin a nuestros pensamientos, por lo que me sentí repentinamente muy angustiada y corrí hacia la ventana. El día había cambiado. Soplaba un viento huracanado, y el cielo, antes de una inquietante claridad, se había vuelto de un gris azulado. Se podían ver las hojas del circunspecto magnolio del jardín moviéndose enfebrecidas, y plantas y arbustos, como bailarinas de ballet, se balanceaban hasta el suelo para levantarse y repetir el mismo paso hacia el otro lado, tan rápido que me resultaba difícil seguirlas con los ojos. Me separé de la ventana con un cierto desasosiego; estábamos inmersos en un fuerte vendaval. Pero a pesar de todo teníamos que recoger la cocina, y, como costumbre muy arraigada en estas vicisitudes, preparar unos “tente en pie”, colocar sobre la mesa del comedor los pocillos para el café, y en la sala, para el buen goce de los hombres durante la noche, las copas, las botellas de coñac y el aguardiente.
La primera en llegar a casa fue mi prima abuela Ángela. Caminaba con resolución a través del jardín con su bastón en la mano derecha y el gorro de lana en la izquierda, la cabeza gacha, labios fruncidos y el cabello revuelto apuntando a todos los lados como atraído por una fuerza cósmica. Una hora después, la casa se abarrotaba de familiares y de amigos, se formaban y rompían grupos, las mujeres mayores hablaban del tiempo, los hombres, de sus negocios y preocupaciones habituales en ellos, excepto mi primo Luis, que le estaba contando a su interlocutor, el medio que él encontró, dice, para joder a esos “hijos de puta” de los tres poderes. Con esas y otras distracciones y sin hacerle mucho caso al vendaval, la tarde fue transcurriendo, dejando paso a la noche. Las visitas se iban marchando poco a poco, huyendo del desastre que se avecinaba. Nosotros, ya más sosegados, acompañados del resto de la familia nos reunimos en el comedor para cenar. Por costumbre, antes de sentarme a la mesa, me acerqué a la ventana para observar la noche estrellada y repasar en la distancia infinita cada uno de las constelaciones: el cinturón de Orión, las Osas… cosa imposible; fuera la negritud era total, como la de un profundo pozo.
Sobre las nueve de la noche, un viento frío doblemente encrespado, después de ordeñar el agua de las nubes, lanzaba las gotas como flechas sobre todo lo que encontraba a su paso. Nosotros escuchábamos como se clavaban en el tejado, ventanas y persianas. Las ramas desnudas del roble azotaban las tejas de la parte de atrás con una fiereza desmesurada. El viento no daba tregua. Muy preocupados, abandonamos la habitación del difunto y nos reunimos en la sala. Poco después quedamos sin luz eléctrica, y no la volvimos a tener hasta el día siguiente; a tientas, mi padre consiguió llegar hasta el difunto para coger uno de los cuatro cirios que le alumbraban. Con él buscamos las velas que teníamos en casa, incluso las que mi madre utilizaba de adorno; las encendimos todas. La pesadilla aún no había comenzado. Empezamos a escuchar el chirrido de la cancela pequeña, el sonido lastimero de los árboles que querían dejar sus ataduras, de las ramas que se partían y arrastradas por el viento golpeaban contra elementos más sólidos, para seguir adelante y repetir el golpe, El roble ya no azotaba las tejas sino que las arrancaban. En medio de todo este desastre, de repente, escuchamos un nervioso y chirriante claxon, rápidamente nos acercamos a la ventana y vimos un taxi entrando por la puerta corredera, después de aparcar, salió el conductor, que agarrándose fuertemente al vehículo, se dirigía a abrir la puerta lateral trasera por la que emergieron dos monjas dominicas, amigas del finado; su hábito blanco se abría como un paraguas, fueron levantadas del suelo unos centímetros y desplazadas en volandas como peonzas acrobáticas a merced del viento, que las llevaba y las traía de arriba para abajo. Las desdichadas gritaban enloquecidas. Los velos negros de sus cabezas siguieron el camino del viento. Nosotros, mirando desde casa las dimos por perdidas, de ninguna manera podíamos socorrerlas. Quizá, por sus buenas obras, el viento les concedió unos segundos de tregua, suficientes para agarrarse a la tierra y entrar en casas a cuatro patas, descompuestas y aterrorizadas. El taxista, como pudo, dio la vuelta y no supimos más de él. Las religiosas parecieron recuperar la vida después de tomar una taza de café con leche muy caliente y de rezar un rosario para dar gracias .
Los minutos, las horas y las velas se iban consumiendo. Nos olvidamos del cadáver y nos reunimos en la sala, donde permanecimos en un silencio desamparado. Yo cerré los ojos y me entretuve tratando de asociar con más minuciosidad los ruidos provenientes del exterior con los objetos que los causaban. El primero que llamó mi atención por su persistencia, era un sonido rasposo, metálico y destemplado que se arrastraba desde el punto donde se oía muy intensamente, iba menguando hasta otro punto más lejano desde donde regresaba para volver al comienzo y repetirse. Así permanecí algunos minutos, hasta recordar que en la terraza estaban unas sillas atadas con una cadena. El segundo ruido que traté de reconocer era muy distinto, parecía provenir de la tierra; era ahogado y bisbiseante, como si miles de pequeños cuerpos bajo las entrañas de la tierra tratasen de sujetar algo. No recuerdo haberlo identificado. Me quedé dormida.
Los nueve tañidos del reloj de pared me despertaron desapaciblemente. No llovía, pero se podía sentir como las exaltadas ráfagas de viento empujaban el aire húmedo y frío. Al incorporarme me encontré con los ojos de mi padre, hundidos y enrojecidos, que me observaban desde el sillón de enfrente con una mirada perpleja. Me levanté para sentarme en sus rodillas. Le abracé. Le acaricié los cabellos y fui percibiendo como iba recuperando la confianza que le caracterizaba, esa certidumbre que da la seguridad en uno mismo, no por vanidad sino por el correcto juicio en sus decisiones. Los cirios que guardaban el cadáver y todas las velas de la casa se habían consumido, solo la chimenea del salón y la cocina de leña daban el suficiente calor y un poco de luz. Escuché voces en la cocina y supuse que el resto de la gente estaría allí. Al dirigirme de la sala a la cocina pasé junto a una ventana y miré al exterior. Un estupor enajenado me detuvo; al viejo magnolio le habían mutilado muchas de sus ramas y lo mismo le había ocurrido a las camelias; el pequeño tejo piramidal yacía arrancado mostrando sus raíces, la tierra que lo rodeaba estaba amontonada como prueba irrefutable de su lucha con el viento; las adelfas que se quedaron, las veía destrozadas y tiradas en el suelo; la cancela pequeña ya no chirriaba, también había desaparecido. No se veía gente, ni coches circulando. El viento seguía sin dar tregua. No quise ver más y apoyada en mi padre pude llegar a la cocina. Todos estaban allí, nueve personas alrededor de la lumbre, y nos unimos a ellas. Conversaban en grupos, a los de más edad les preocupaba el entierro y razonaban acerca de las distintas formas de llevar el cadáver al cementerio, puesto que se estaba acercando la hora y por allí no aparecía, ni el sacerdote, ni la funeraria, ni ser humano alguno. Los más jóvenes cambiaban de tema muy rápido. Todos querían hablar excepto mi hermana Luisa que por carácter es callada y reservada: Asiente y aguanta todo, hasta que se cansa, se pone nerviosa y en ese momento te las lanza a la cara. Me uní a este grupo en el momento que mi otra hermana nos relataba el entierro de su suegra; hablaba mirando sus manos, y ladeaba la cabeza de derecha a izquierda pero sin levantarla, solamente movía los ojos en todas las direcciones, como los pájaros. Yo, a menudo, interrumpía la conversación para decir algo que se me ocurría en ese momento, sin relación con lo que se hablaba, por fastidiar o quizás por apatía. A las diez y media entró por la puerta corredera el coche fúnebre conducido por el dueño de la funeraria. Después de aparcar lo más cerca de la puerta de poniente, y tras su lucha con el viento y la lluvia le costó entrar en casa a pesar de ser un hombre joven alto y fuerte.
Tras intercambiar los pésames acostumbrados, los hombres comenzaron la tarea de cargar el féretro solo, sin coronas ni ramilletes de flores. Mi madre lloraba inconsolablemente y musitaba entre hipos:
–Llevar así un cadáver ¡Es como si lo tirásemos a una cuneta! ¡Como en la guerra civil, sin cura para enterrarlo!.
Salieron de la casa dos coches y cinco hombres. Corrí al piso de arriba y haciendo uso de unos prismáticos veía avanzar despacio la comitiva, zarandeada por las fuertes ráfagas de viento, que por momentos se detenía para volver a recorrer unos metros más, y así hasta que finalmente llegaron al cementerio. El pequeño muro que lo rodea me impedía ver más. Me tendía en la cama, y esperé.
Al regreso, mi padre nos contó que a pesar del apresuramiento causado por los nervios, lo que allí vio le sobrecogió terriblemente el ánimo. Con el paso de los años, y ya lejos la seriedad circunspecta correspondiente al entierro familiar, mis hermanas y yo recordábamos el relato de mi padre como una dosis de humor negro que nos hacía partir de risa, este que sigue fue lo que él nos contó:
La cruz del campanario de la iglesia colgaba misteriosamente de un hilo de metal. Había tejas esparcidas y rotas por doquier. Las lápidas, unas de granito, otras de mármol, rotas o enteras, ya no daban nombre a los allí enterrados; afirmaba de manera vehemente, sentir que allí soplaba un aire sobrenatural de terror. Entre cuatro hombres sacaron el ataúd del coche lo más rápido que pudieron, corriendo con él a través del cementerio, pisando tumbas y esquivando los pocos cipreses que sujetados por sus raíces se resistían a abandonar su lugar, pero que a cada ráfaga de viento se estremecían embriagados de terror. Cuando llegaron a su destino lanzaron el ataúd adentro del nicho, lo cerraron rápidamente con una losa sin cementar y sin mirar atrás salieron del cementerio. Con premura y prudencia intentaron llegar a casa. Escuchando el relato de mi padre recordé unos versos del poeta orensano José Luis Valente: “Mas todo estaba consumado. Huyó la poesía del ataúd y el cetro….”
Por la tarde cesó el vendaval y regresé con mi marido a Viveiro. Me prometí olvidar esos días de negros vientos apocalípticos, pero sé que no podré lograrlo, porque mi memoria se agarra a estos recuerdos con la firmeza de un ancla que fondea al navío en el océano interminable.