El secreto

Llegó el momento, el día, la hora, la hora nona, la hora de cenar, la hora de decir la verdad, alguna verdad, un poco de la verdad que nos aflige y atormenta; porque, verdaderamente, la verdad suele atormentarnos. Vamos a hablar de la poesía, vamos a contar mentiras, tralará… Bien, no mentiremos nada, la mentira es contraria al arte, el cacho del arte excluye los pedazos engañifosos de la mentira.
Ocurre, simplemente (la cosa es simple, pequeñuelos, simple), que la poesía es el secreto (deberíamos subrayar esto, ennegrecerlo con negrita, cursivarlo, mayuscularlo, emascularlo…¡uy!, no, eso no, disculpen, que nos embalamos) y cuando se habla del secreto no se puede decir toda la verdad.
Bien, hemos empezado con una potencia indiscutible nuestra perorata, quizás con demasiado énfasis hemos puesto los puntos sobre las íes, nos hemos dejado llevar por el entusiasmo de la revelación y hemos revelado algo.
La gente habla de la poesía, Gombrowicz lo hace con saña, y todos lo hacen, todos los poetas y los dramaturgos y los novelistas (hasta Marías, si nos apuran, habla de la poesía con la familiaridad que se le supone a un superventas literario, es decir, sin tener ni remota idea de lo que dice). Todos manifiestan su particular opción, su opinión, su sentimentalismo, todos exhiben su conocimiento y se llenan la boca con la génesis del verso, se hacen los interesantes para acabar por reconocer que bueno, que es difícil dar una definición, que la poesía es el intangible, lo inefable, que no saben y que no contestan, en una palabra. Ah, y quedan bien, quedan como señores, que a ver  quién es el guapo que define ahí,  a ver quién lidia con ese miura descastado, a ver quién denomina, quién explica, quién bautiza a la niña de papá. Y la criaturita tiene ya unos cuantos siglos de edad, centurias de crecimiento, milenios de rodaje.
La criatura, hoy, es un monstruo tremebundo que no hace mucha gracia, y todo porque la gente es cada vez más pofesional. Ni Gongorilla era tan profesional como Luna Miguel. Y para ser profesional hay que aprender el oficio, pero, ¿cómo se aprende el oficio de poeta?, ¿en qué academias se imparte el don?, ¿cómo te rebobinan para que vivas otra vida, otra niñez en la que te inflen a hostias, por ejemplo?
Entonces, los poetas tienen sus referencias, esotéricas o mundanas, referencias por doquier, los clásicos que no falten, como los místicos, y los románticos y luego los revolucionarios, los malditos y los experimentados, los novísimos y el nuevo mester de juglaría. Una extraordinaria pila de nombres, una alineación invencible para cada míster. Esto es, que los poetas se leen entre sí, cuanto más contemporáneos, mejor. Yo te leo a ti, tú me lees a mí y a otros tropecientos mil igualitos que yo, y después leemos juntos a Cavafis, porque hay que leerlo, que los poetas tienen sus obligaciones.
Pero, a la poesía, ha de llegarse sin querer, no queriendo. La poesía ha de ser el ente extraño, lo extraño que seduce, que sorprende. En las sucintas biografías que leemos de algunos nuevos valores, ya vienen diciendo que si a los siete años el niño o la niña escribían sus versos a los patitos del río, y siguen a los veintisiete, sin solución de continuidad, pero ahora prefieren los clítoris a las aves de corral. Hijos de parejas universitarias, de arquitectos y catedráticos, de escritores y traductores, que han respirado un ambiente artístico en su infancia, como Miguel Bosé, y han respondido con naturalidad a los estímulos de su entorno haciéndose artistas, poetas o estrellas de pop, que tanto da.
A Gombrowicz, el poeta le parece ridículo, sus versos, ridículos, sus discusiones, ridículas, y ridícula la forma en que habla de sí y de su arte, más si lo hace en sus propias creaciones. En la diana, por supuesto. Porque la poesía, no seamos remilgados, tiene un componente de vergüenza ajena importante, es una ocupación bastante estúpida, por lo prescindible, y es una ocupación demasiado personal como para pasar desapercibida. No para ellos; nada ridículo y sí mucho de sublime en su titánica tarea juvenil (juveniles que cabalgan, aunque tengan sesenta años). Y los recitales. En su salsa, los tíos viejunos y las ninfas, en comandita, en su salsa barbacoda, hablando de Cavafis. Bohemios de una izquierda quinceeme, algunos con aspecto de andar todo el día drogados, otros en plan profesoral, rústico, campechano. Niñas sofisticadas que recitan engolando la voz y haciendo estúpidas pausas melodramáticas que se les han ocurrido a ellas solas. No se avergüenzan de nada, por el contrario, miran por encima del hombro, ningunean, desprecian a los observadores imparciales que ven en sus representaciones una forma del vacío, una niñería que desprestigia (más, si cabe) el verdadero oficio del poeta. Hoy, en pleno siglo veintiuno, en plena efervescencia tecnológica, los profesionales de la lírica reivindican la figura del juglar, el rollo juglaresco, con sus trajes de bolas incluidos. Y, hala, veinticuatro horas de recital, maratón poético, jornadas, conferencias, presentaciones de libros, ferias, acciones de calle en plan acción directa, pintadas ocurrentes.com (en los muros de facebook), asaltos poéticos a la intimidad de los transeúntes… Una sinfonía de actuaciones para dar a conocer ¿qué? Vale para hacerse los interesantes y los trascendentes, por lo demás, es una manifestación más de la cultura del espectáculo, el show-business de toda la vida. Pero, claro, si eres joven y has decidido que vas a vivir de ello, estás obligado a moverte, debes ser visto y oído, y leído, debes conseguir que se hable de ti a cualquier precio. Y, desgraciadamente, no todos son Miguel Hernández, casi ninguno lo es, uno entre un  millón.
Es un modo de vida, su modo de vida jaleado por los medios de comunicación, que también están en el ajo, comen del mismo puchero, se retroalimentan. Luego, a través de sus amañados torneos, logran abrir una vía competitiva para su arte, una vía que les integra en sociedad (permitiendo, maquiavélicamente, sus despiadadas críticas al sistema del que participan tan ufanos) y les instala con comodidad en el eje de la maquinaria productiva; se acabaron los tiempos del poeta inadaptado, del excluido social, ahora, los niños de la poesía, siguiendo el ejemplo intachable de sus mayores, todo hay que decirlo, practican una suerte de superadaptación al medio, banalizando su obra de raíz, desacreditando inapelablemente su figura literaria.
Que escriben todos igual y tanta elegancia cansa. No obstante, hay excepciones, existen grandes poetas que interactúan como el que más y no se pierden por las veredas luminosas del estrellato o los patéticos cauces de las terceras filas, pero constituyen una minoría insuficiente. La mayoría está en la competición, en el mercado, arañando votos como candidatos permanentes, en permanente campaña electoral. Tratan de controlar su imagen pública y se acostumbran a los flashes de las cámaras, destellos que invaden sus poemas y los uniformizan, los visten a todos con el mismo traje de fiesta. Puede distinguírseles por las ocurrencias, cada cual con las suyas, algunas muy… ocurrentes; el mismo traje de fiesta y cierta libertad para combinar los complementos, que si unos zapatos rojos, que si un collar, un reloj, una corbata de fantasía… Y todos tan felices, repitiendo a coro hasta la extenuación una retahíla de presuntas profundidades de la mente humana. La muerte, el amor, todo va por el fregadero con el destello del flash pegado al culo; todo tan original que termina por ser idéntico al original.
Nosotros, muy humildemente, pensamos que a la poesía hay que llegar cenado, es decir, drogado, bebido y arrasado; no acertamos a imaginarla como vehículo para una vida turbulenta. Para nosotros, significa un remanso de paz, una familia que no espanta, un espacio para la contemplación, no para ser contemplados.
Y qué manía de poner un altavoz a lo que debería susurrarse. Como decía un buen amigo nuestro, ¡qué preponderancia! Esta clase de recitalistas -que definitivamente son multitud- podría dedicarse a escribir verdaderas obras de teatro popular y a representarlas luego por los barrios de las ciudades de provincia, por los pueblos, ¡en contacto con el pueblo!. Ah, no, pero en un villorrio de quinientos habitantes no se firman contratos importantes, ni van a verte jóvenes diseñados por ordenador. Allí va a verte el agricultor, el pastor, el panadero, y a esos no se la das con trascendencias de cartón piedra ni afectaciones. ¿No necesitan al público?, ¿no añoran el calor humano, la comunicación in person? Ahí los tienen, expectantes, ansiosos por abandonar las reaccionarias series de televisión y entregarse en brazos de la cultura. Que les reciten primero a ellos y que vengan después, con lo aprendido, a conquistarnos a nosotros, que vengan luego a firmar los contratos de su vida.
Pero en España tenemos una forma mafiosa, maliciosa de entendernos. Aquí solo existen la relaciones familiares. O se es de la familia, o no hay nada que hacer. En el exterior de la familia impera lo grotesco, lo que no interesa, se congelan las ideas. Y los poetas no son una excepción. El poeta busca una familia, un grupo con el que coincida en sus gustos literarios, en sus lecturas, su política; al final todos ven el mismo cine, leen lo mismo y escriben casi lo mismo, cada uno con sus talentosas ocurrencias a cuestas, con su estilín al hombro, por supuesto. Y las editoriales que nos venden siempre el mismo libro y nosotros que no nos enteramos. Ahora, ¿es bueno el libro?, ¿vale la pena?, porque si el libro vale la pena, vale la pena todo lo demás. Si el libro es bueno, si es un compendio, una suma, la epítome del verbo, entonces, nos tendríamos que dar la vuelta avergonzados de nuestra osadía, nos veríamos obligados a emprender una deshonrosa retirada, a retirarnos a nuestros cuarteles de invierno para intentar mejorar nuestra dialéctica. ¿Y si argüimos que no lo sabemos?, ¿que no nos consta?, que bien podríamos decirlo porque no hemos leído a Cavafis, entre otras cosas, pero sería una trampa, porque, aunque no hayamos leído a Cavafis, conocemos algo, una muestra -ignoramos si fielmente representativa- de la poesía que se hace en nuestro entorno inmediato, en el país, de los nuevos y los viejos valores… Leemos algo por aquí y algo por allá, en la web, en los periódicos, sin ir más lejos, participamos en el concurso de la página de crítica y contracrítica, y allí tuvimos la ocasión de echar un vistazo por encima a algunas voces interesantes, tampoco diríamos que subyugadoras, voces diversas más por la temática que por el estilo, aunque también se podían encontrar algunas propuestas experimentales o diferentes, algunas formas arriesgadas. Y no nos emocionaron demasiado. Nos emociona más Henry Roth hablando del problema (leemos “Un americano”, la culminación de la obra de Roth, un tipo que escribió una gran novela antes de los treinta y luego permaneció mudo hasta pasados los ochenta años de edad; el problema es el de la creación literaria).
Resulta que la poesía puede ser muy peligrosa. Para el poeta, a menudo, la escritura presenta efectos terapéuticos, pues, verso mediante, saca de paseo a sus particulares monstruos, airea lo peor de sí mismo (porque recordemos que el poeta tiene que decir la verdad) y experimenta un cierto alivio al hacerlo, como cuando se le cuentan las penas a alguien que parece escuchar con atención. El lector, sin embargo, empatiza, comparte un sentimiento muchas veces dramático, casi siempre mucho más dramático que el suyo propio, chapotea y se hunde en una profundidad que le es ajena El poeta se ve abocado a escarbar sin piedad en el pozo negro de su conciencia y a hurgar en el de la conciencia colectiva.
También la poesía puede celebrar, optimizar la realidad, es un hecho, pero para eso ya está la música pop; lo natural es que transite por sendas más apartadas, que frecuente las sombrías callejuelas de los barrios bajos más que las grandes avenidas tachonadas de neón. Esto explica que los poetas conformen el bloque más numeroso del público aficionado a la poesía, ya que solo ellos son capaces de abstraerse en la forma, de relativizar convenientemente lo que leen, en una palabra, de desdramatizar con propiedad.
La solución para el poeta está en asumir una distancia irónica con su obra, que no haga huir de ella al lector no profesional. El buenismo no sirve para estructurar una obra; una poética del optimismo siempre será una poética falsa. Un libro de poesía nunca podrá ser un manual de autoayuda. Para alguien que padezca depresión, por ejemplo, antes recomendaríamos una novela de John Fante que un poemario de León Felipe.
Además, cuando el poeta que no es un genio (y los genios no abundan) abusa de lo trascendente, cuando no se concede un respiro, suele desbarrar con fatal asiduidad, como es lógico, añadimos. Por eso, las poéticas de extrema juventud suelen defraudar, no aciertan a desprenderse de la grandiosidad inherente al descubrimiento del tesoro lírico y creen tener respuesta para las cuestiones primordiales.
A tenor de lo que advierten los amigos Addison de Witt, el panorama de nuestras letras cursivas, del verso patrio, presenta tintes desoladores. Los instalados promocionan medianías juveniles para resituarse y afianzarse en el escalafón, pero, sobre todo, controlan el mensaje, con el fin, entre otros de dudosa honestidad, de impedir la denuncia de sus atropellos, valiéndose para ello de la impresionante nómina de certámenes que manejan a través de sus contactos políticos o económicos (editoriales). Ellos se lo comen y ellos se lo guisan y, mientras tanto, la auténtica poesía avanza en la red. Ya no pueden parar a los Batanias, los ciberactivistas, como Addison de Witt, las nuevas estrellas que abruman con encanto sus fuegos de artificio. Tienen la batalla perdida, y lo saben, y se encastillan en sus posiciones de privilegio, que todavía quedan pedazos de la tarta por repartir. Los pedazos del pastel, en tiempo de crisis, aguantan el tirón con extraordinaria placidez, permanecen fragantes y transferibles a una cuenta corriente cualquiera.
También los instalados abucharan en la web, aunque su tufo oficialista, perceptible a gigabytes de distancia, les preceda. Hoy, los lectores de poesía se vuelcan en las páginas independientes huyendo de las propuestas rancias con olor a naftalina de los jóvenes (y viejóvenes) mejor situados.
La red esconde joyas de incalculable valor, frente a las alhajas mal repartidas por los escaparates de las librerías, pero también se encuentra horriblemente preñada de zafiedad, lo que certifica su carácter democrático. De zafiedad y de conformismo; incluso a la escala ínfima de los foros poéticos, las minorías dirigentes conspiran de continuo para proteger su posición de preeminencia.
Centenares de licenciados en filología inician sus prometedoras carreras en la cosa lírica. Los demás son llamados por los popes, despectivamente, autodidactas, ¡ah!, ¿y qué poeta no lo es? Ja, pero eso no les vale a ellos; a ellos les valen sus comentarios de texto, esos que estrujan las molleras de los universitarios, que se ven impelidos a establecer conexiones que nunca se les habrían pasado a los autores por la imaginación (y, si no, que se lo digan al anónimo del Cantar del Mío Cid). Todos hacen sus comentarios y aprueban las asignaturas, los mismos comentarios, las mismas asignaturas: una gran cultura, sin duda; conocen el lenguaje y pueden pasar a la siguiente fase, hacer magia con él. En estas, llega el palurdo autodidacta y comienza a escribir poesía, lejos de las referencias académicas, con sus propios referentes, hitos que no precisan de la cita constante para establecerse, sino que horadan el terreno con naturalidad, utilizan la azada con pericia para plantar sus flores imposibles, trabajadores del verso.
El aspecto comercial de la poesía es bien desagradable. A todos nos gustaría ser Machado,… lo triste es que algunos se conforman con dar el pego a lo Elena Medel, ven ahí su meta. A todos nos encanta la pasta gansa, el dolce far niente, nos atrae la posibilidad de una vida consagrada al arte, sin preocupaciones laborales, porque para escribir se necesitan tiempo y tranquilidad, y ambas cosas pueden conseguirse con dinero. Ira Stigman, preludio de la beat generation, el alter ego de Roth, al que mencionamos antes, escribe una primera novela de cierto éxito, patrocinado por su amante, una señora bastante mayor que él a la que utiliza. Ira quiere vivir de la literatura, pero encalla en su segunda tentativa y, obnubilado, rompe con su mecenas y se lanza a lo desconocido en un desesperado intento por recuperar la inspiración; tiene tiempo, pero no dinero, es decir, no está tranquilo, tiene que buscarse la vida para salir adelante.
Nosotros comprendemos esas aspiraciones, comprendemos a los que viven de ello y a los que lo pretenden. Entendemos que deben proteger su corralito, que deben construir una religión en torno a sus quehaceres, una secta, una organización cerrada y, a la vez, suficientemente abierta como para satisfacer su vocación de servicio público. Lo comprendemos, pero nos desagrada.
Y el marketing. Si una obra es encumbrada por los medios de comunicación, tarde o temprano, su autor acabará siendo un superventas, como Reverte. Porque entre la masa culta no lectora del país, existe una facción importante que atiende sin rechistar al reclamo de la publicidad y compra lo que le dicen que es de listos comprar (aunque luego no lo lea ni por asomo). De modo que el medio es el mensaje (¡ja!), los medios nos indican lo que debemos leer, no eligen a los mejores sino a los que ofrecen una mejor opción comercial en cada momento, según las prospecciones de mercado. De esto a Aída hay solo un paso.
La pregunta que surge es la siguiente: ¿es compatible la participación en los engranajes del sistema con el mantenimiento de una razonable independencia creativa?, ¿cabe la posibilidad de llegar a ser un autor de éxito sin atender a los requerimientos estilísticos o temáticos de las editoriales, por ejemplo? Queremos creer que sí, que, aun siendo difícil, sí es posible que haya algunos poetas que aúnen en su obra el reconocimiento de la industria y de los buenos aficionados, la cuestión es otra, la cuestión es la larga nómina de sobrevalorados hasta el infinito, autores populares que van aprendiendo el oficio a golpes de subvención y premio gordo. Esto hace que la presión competitiva sobre los artistas verdaderos resulte poco menos que intolerable.
En síntesis, la eterna lucha entre el secreto y el altavoz. Pero, ¿es lícito ponerle altavoces al poema? Nada en contra. Que lo griten, si así les place. Que ya lo gritan, vaya si lo gritan, lástima que suelan hacerlo frente a un público que ya lo conoce, un público que acude a los recitales como quien va a un concierto de rock a corear sus canciones favoritas poniendo cuernos al respetable. Nada que objetar. Porque el que no conozca el poema no va a enterarse de nada, y saldrá de allí sin saber si es bueno o es malo, si está escrito a conciencia o es mero subproducto de un resacón en Las Vegas.
Tú vas a un recital y, de pronto, aparece una banda indie que te toca sus temazos al oído sin el menor rastro de piedad. Acto seguido, entran en foco una serie de artistas invitados que declaman sus obras a toda velocidad, con resultados dispares, y son largamente aplaudidos por la amistosa concurrencia (que ignora si les han leído un poema o la lista de la compra). Por fin, pasado un tiempo suficientemente largo como para incrementar el ansia viva del personal, se materializa la estrella de la velada que puede ser una chica moderna con las uñas pintadas de negro o un tipo con pinta de drogadicto (ojo, que no quiere decir que lo sea), quien se aplica al recitado componiendo una voz semejante a las de los actores de las pringosas series españolas de televisión, tratando de aparentar una seguridad de la que carece y consiguiendo enredar lo necesario el verso para que no sea tenido en cuenta. Es decir, que, en definitiva, no presenta el poema, por el contrario, lo oculta, lo maquilla de forma que pierde su identidad, lo mezcla con un ambiente nada idóneo para el entendimiento y la reflexión.
También las composiciones de estos rapsodas deben amoldarse a su futuro destino exclamatorio, poemas de reducida extensión (¡que se lo digan a Browning!) o muy fragmentados en los que se recurre a pulsar resortes teatrales, repetidos golpes de efecto que construyen un híbrido con características particulares de género. Bien, que ya no estamos hablando de poesía sino de un arte escénica, una performance, de otro tema.
Sustituido el cendal por el clítoris, saneados los versos de todo indicio felibre (lo que no deja de agradarnos, por otra parte), la nueva revelación de la crítica se prepara para el recital en su camerino. Mientras, al otro lado de la ciudad, el poeta enfermo forcejea con el lenguaje y va actualizando sin prisa su pinturero blog, que apenas recibe unas decenas de visitas al mes. ¿Adivinan ustedes a cuál de los dos elegimos nosotros?, ¿con cuál nos quedamos?, ¿cuál de ellos nos inspira mayor confianza?
Hoy, los poetas mediáticos, los que se presentan a numerosos certámenes y publican sus libros en conocidas editoriales, los que aceptan ser jurados en premios concedidos de antemano, prestándose a las maquinaciones empresariales, se mantienen en  precario equilibrio, por un lado, quieren vender como Marías y por otro refuerzan sin pausa el sectarismo de sus propuestas literarias, se solapan, cada vez más atrincherados en su mitología y más reducido el espacio vital de su obra por los requerimientos comerciales.
Comentábamos antes el asunto, la moda de las pintadas poéticas, acertadas, en nuestra opinión, como instrumentos divulgativos; sin embargo, ¿por qué las firman como orgullosos grafiteros?, porque la firma las anula, al final solo permanece la firma en la retina del observador. En la cultura del espectáculo no es admisible el anonimato, el anonimato no produce beneficios. Pero el asunto de las pintadas entronca con algo que denominaremos cultura twitter, el paraíso de la ocurrencia y, para eso, ya teníamos el cómic (o a Faemino y Cansado, ¡qué tiempos aquellos!). La pertinaz reiteración de la ocurrencia solo conduce a que sea tomada como estrategia publicitaria de esa nueva poesía twitter que se nos intenta imponer como reflejo del vértigo social.
Tenemos a nuestro nuevo valor entre bastidores: no suda, se sabe la lección. Se dispone a canturrear una cascada de versos a tono con la estética del local. Los enterados, los simpáticos, los que se hacen los interesantes y los que adoptan un estilo campechano, se toman copas con nombres enrollados y aguardan a que el pianista dé comienzo a la celebración.
Entre tanto, al otro lado del espejo, en su barrio de bloques emblemáticos del desarrollismo franquista, el poeta intenta controlar la tos improductiva que le martiriza. Escribe con honestidad, porque entiende que es la única manera de hacerlo, porque, si no respeta a sus lectores potenciales (el ser honesto con uno mismo es algo diferente, uno es honesto consigo hasta donde puede serlo; los ochenta y tantos de Roth se nos antoja una edad razonable para saldar cuentas con el pasado), acaba por notarse el hedor de la pofesionalidad. Tampoco es que acumule certezas. Su obra es cierta, verdadera, sus versos dicen la verdad, pero es la verdad del instante, es la certeza del momento en que las palabras saltan de la mente a la pantalla del ordenador, certezas momentáneas que a veces se establecen y resultan duraderas y otras veces pierden vigencia estética al cabo del tiempo; su poesía aspira a la verdad universal, sin más cortapisas que las dictadas por las circunstancias del momento creativo.
Lo que ha pergeñado nuestra figura, pueden figurárselo. Nuestra figura ha preparado un popurrí de frases de impacto aderezadas con vocablos en la onda, un revuelto de universidades. No en vano, al concebirlo, ya imaginaba lo que podía dar de sí en su representación (y ya contaba los billetitos de colores). Algo de poesía, también, pero que se desvanece al contacto con el aire, se diluye entre la maraña de agudezas (¡stushevatsa!).
Oh, pero el secreto es el recital inverso, la antítesis de la feria del libro, archienemigo de la tertulia y de la red social; el secreto es una biblioteca, es una librería, o un banco a la sombra en la mañana luminosa del parque; el secreto es un libro bajo el brazo, un libro en el buzón, un libro en la mesilla de noche (bueno, La Biblia no vale, no pequemos de inocentes). El secreto es un niño que recita cuando nadie puede oírle.
Ellos dicen que no. Se ríen de nosotros. Ellos albergan la ilusión de ir a recoger el Nobel vestidos de etiqueta, se buscan la vida, y se buscan un profesor particular que les dé unas clases magistrales de gestualidad para hacer mejor el ridículo en sus actuaciones, alardean en su blog de palmarés descomunal . Mas, no, no seamos rapaces. A ellos les va bien así, se adaptan. Y nosotros somos unos inadaptados. Hasta aquí, nada nuevo bajo el sol.
Pero esa compleja y completa aclimatación al medio que demuestran, por fuerza, ha de condicionar el mensaje de su obra en cierta medida. Existe una secuencia principal trazada por los premios literarios que se van concediendo, modelos a los que deben ceñirse, sin olvidar sus referentes de pertenencia al clan. ¿Cuántos jóvenes poetas españoles intentan parecerse a Luna Miguel o Elena Medel, por ejemplo? Hasta inconscientemente lo hacen. Y nombramos a estos dos dechados de virtud poética a cuenta de lo que conocemos de su trabajo a través de la página de crítica y contracrítica, no por una arrebato de misoginia: las encontramos bastante paradigmáticas de lo que queremos explicar.
Naturalmente, los premios que se van concediendo enlazan con los ya concedidos, y ahí queda comprendido todo. Poemarios idénticos en su concepto, en su ironía o su crudeza, aptos para competir en una prueba forgesiana de agudeza visual, inundan de clímax los salones de actos de las diputaciones, un gigantesco poemario horizontal invade los estantes de las librerías. Y esa renuncia de estilo se apoya, fundamentalmente, en la ocurrencia, como apuntábamos antes, para desarrollar una apariencia de pluralismo.
En realidad, el margen del poeta a la hora de escribir resulta sumamente angosto; el imaginario, esto es una obviedad, señala los caminos que no deben recorrerse. Por eso, es preciso huir despavoridos de todo aquello que suponga una traba innecesaria para la cristalización adecuada del proyecto creativo, de las etiquetas que achican el espacio como entrenadores de fútbol argentinos, de los grupos, tertulias o camarillas, cuyos integrantes compiten entre sí, cada uno armado con el poso de su estro (alguno seguramente bien hediondo), en los juegos olímpicos del ego, de los concursos y concursetes y de sus jurados imparciales. Hay que esconder el verso, hay que guardarse el verso, calcular bien las propias fuerzas, no desperdiciar energía; hay que guardarse el verso, luego, basta con decirlo una sola vez.
La poesía disfruta, hoy, de su mejor momento histórico, sin discusión. La universalización de la enseñanza en los países más desarrollados ha conseguido que una gran cantidad de personas, muchas más que en ninguna otra época en la historia de la humanidad, posean las habilidades académicas imprescindibles para la producción literaria. Por otra parte, las nuevas tecnologías han hecho posible que la poesía cuente en las redes globales con una presencia importante (diríamos que una sobrerrepresentación). ¿A qué viene, pues, esta hemorragia de actos sociales con la poesía como telón de fondo?, ¿no estaremos ante los efectos de una dinámica puramente empresarial, una dinámica que con sus exigencias de inmediatez y brillo, de asimilación a los gustos del cuerpo social, pervierte por sistema los fundamentos del arte poética? Por desgracia, lo estamos. El capitalismo se divierte hinchando sus burbujas por doquier. El problema es que no existe tanto público como reclaman para el negocio lírico y la única forma de encontrar nuevas vetas de lectores pasa por devaluar el contenido de la oferta, por popularizarlo.
¡Ah!, el secreto es anticapitalista (por ahí, empieza con su honestidad), es un antisistema. No requiere montañas de seguidores, ni le aflige la perspectiva de no ser estudiado en las aulas del colegio. El secreto prefiere el vis a vis, la comunicación más íntima, la intimidad del silencio. Es una precaución en sí mismo. Y, por supuesto, en absoluto excluye la publicación y promoción de la obra (sin esperar más de cincuenta años para hacerlo, como Henry Roth: hay que ver el juego que nos está dando “Un americano”, quién lo iba a decir). Bien, hay que publicar; la obra artística tiene derecho a obtener un juicio de valor sobre su alcance. El arte es un sofisticado medio de comunicación que utiliza el artista para influir en otros, en el caso de la poesía, los lectores. Otra cosa es plegarse como grapas a los criterios organizativos de los poderes económicos.
Lo decía Gombrowizc en relación con los museos de arte, donde la superabundancia de obras maestras llega a producir una insensibilización del visitante. No todos los días uno tiene la oportunidad de pararse frente a un cuadro de Velázquez. Si a usted le llevan a su casa un cuadro de Velázquez y se lo dejan allí un par de días, ¿no lo miraría durante unas largas horas?, probablemente lo haría, si tiene interés por el arte, sintiéndose privilegiado. Sin embargo, en el museo usted mira el cuadro de Velázquez durante un par de minutos y pasa al siguiente, que puede ser de Rubens o de el Greco; y esa proximidad de las grandes obras produce un efecto de degradación de su valor, pues su contemplación pierde el carácter de acontecimiento, su singularidad se diluye en un todo sublime que al final no significa nada (si usted cata una copa de buen vino, se deleita, si se toma media docena, a partir de la tercera ya lo único que hace es ponerse ciego).
Ocurre lo mismo con los recitales poéticos (ya sean de los mejores poetas, que de los demás ni hablamos). El poema es como la cápsula milagrosa del doctor: una al día y para los enfermos graves. Un maratón poético es el club de la comedia, una ensalada de verbos que por fuerza ha de dejar frío al espectador. El recital es como el concierto de Shakira, que casi todos se conocen los temas y los corean con fervor y el que no los conoce por lo menos menea el esqueleto. Y nada más. Es un evento mercantil del que, en términos artísticos, no se saca nada en limpio.
Luego se llenan la boca con que si la fiesta de la poesía y memeces similares. Pero la poesía no necesita festivales, ni los poetas son  cofrades de las chirigotas del carnaval de Cádiz. ¿Que son jóvenes y modernos y les va la marcha?, pues que tengan el buen gusto de apartar la poesía de su actividad social: no es lo mismo leer un poema que echarse unas risas compartiendo unos canutos con los colegas. La poesía no tiene por qué ser divertida, ni social, en ese aspecto frívolo. El poeta se presta a recitar, a presentar su poemario, sabiendo que, en realidad, está menospreciándolo, notando el rechazo instintivo de parte de la concurrencia hacia su persona e, incluso, el de sus amigos y familiares (porque una característica de los recitales es que son aburridos, y cuando la gente se aburre empieza a pensar mal hasta de su padre).
Pobre poeta, siempre al filo del “ente de risión” -como dicen en la Fiera Literaria-, a punto de quedar en evidencia, bordeando el ridículo, rozando la cursilería. Algunos piensan que su juventud les salva del ridículo (los mayores, en especial los que van con chaqueta y corbata, no tienen salvación), que su seriedad juvenil les dispensa de soportar una ética del trabajo, y cuanto menos trabajan, más se vacía su estética, hasta que, al final, solamente el look permanece en pie, el poema solo se sostiene en su apariencia moderna, en su lealtad, su adscripción al mamotreto reglamentario. Oh, claro que lo hacen, hacen el ridículo porque lo son sus ocupaciones, sus pintadas inteligentes que en seguida aparecen en los blogs, sus conferencias estomagantes, sus tertulias medio fachas barnizadas de pensamiento (repetimos: el medio es el mensaje), sus locales de moda, donde se dejan ver en plan trascendente y vestidos con estudiado descuido, por si cae algún periodista por ahí, que vaya usted a saber, sus recitales, en fin, esos aquelarres del fingimiento masivo y la adulación, con sus apoteósicas entregas de premios (accésit para los pringados).
No es sencillo ser poeta, porque hay que serlo sin parecerlo. Y la poesía también tiene que parecer otra cosa.
Pueden irse de la lengua, pero la poesía es un secreto susurrado al oído.