Anecdotario infame de la Villa y Corte

Autor: Vicente Fernández Cortés

Autor: Vicente Fernández Cortés

Anecdotario

 

LAS CLASES DE ESPAÑOLES SEGÚN D. PÍO BAROJA*
Corría el año 1904 y aquella tertulia, que había abierto el gallego Valle-Inclán en el Nuevo Café de Levante, hervía por las noches
con la flor y nata de los intelectuales de la Generación del 98 y los artistas más significados, entre ellos Ignacio Zuloaga, Gutiérrez Solana, Santiago Rusiñol, Mateo Inurria, Chicharro, Beltrán Masses o Rafael Penagos.

Y aquella tarde noche del 13 de mayo de 1904 el que sorprendió a todos los presentes fue Pío Baroja. Porque cuando se estaba hablando de los españoles y de las distintas clases de españoles, el novelista vasco sorprendió a todos y dijo:

– “La verdad es que en España hay siete clases de españoles… sí, como los siete pecados capitales. A saber:

1) los que no saben
2) los que no quieren saber
3) los que odian el saber
4) los que sufren por no saber
5) los que aparentan que saben
6) los que triunfan sin saber
7) los que viven gracias a que los demás no saben.
Unamuno y Benito Pérez Galdós aplaudieron a Baroja. Sobre todo por el último punto. Estos últimos se llaman a sí mismos “políticos” y a veces hasta “intelectuales”.
(*Reseña tomada de Internet)

Baroja

¡Genial Baroja!

En el variopinto panorama literario español siempre han existido figuras destacadas en el campo de la dialéctica despiadada. Citando a escritores de reconocido ingenio se me viene a la cabeza aquella anécdota protagonizada por su enemigo íntimo D. Ramón María del Valle Inclán a propósito de la asistencia de éste al estreno de un melodrama infumable firmado por el entonces reciente premio Nobel, José Echegaray. Este ingeniero y tecnócrata de éxito (fue ministro de Fomento durante el turbulento reinado de Amadeo I de Saboya) era tan mal escritor y tanto rechazo causaba en la grey intelectual de la época que tuvo que padecer las burlas más encarnizadas de sus colegas. El caso es que en un momento de la función en que se ponderaba a la heroína, su partenaire declamaba con histriónica dicción: ¡tiene cuerpo de seda pero nervios de acero!. Valle, que estaba atento a la escena en la primera fila, no debía de tener esa noche el cuerpo para metáforas y con toda la retranca que sólo los llamados a la gloria se pueden permitir se encaramó al proscenio y en posición de arenga vociferó solemne: ¡Eso no es una mujer, es un paraguas!. Os podéis imaginar la carcajada unánime del respetable. El “viejo idiota”, que así llamaba don Ramón al eminente matemático, allí presente, debió pensar que la tierra, en aquello de tragarse a las personas, procede con intolerable falta de oportunidad. No le faltaba razón a Umbral cuando aseguraba que sus gafas, más que gafas, eran como un doble monóculo de doble impertinencia.

Irascible y pendenciero fue víctima de una querella criminal tras haber protagonizado un alboroto en la Carrera de San Jerónimo con D. Miguel de Unamuno y el mismo Baroja.
Antes de la comparecencia, su abogado le había prevenido con reiteración de la debida compostura a observar en presencia de la autoridad judicial.
En los preliminares del procedimiento, el magistrado, siguiendo el protocolo habitual, le interrogó por su nombre, solicitud que fue satisfecha sobre la marcha por el demandado.
La pregunta siguiente consistió en conocer su oficio para incluirlo en el sumario:

-Soy escritor, señoría.
-¿Sabe leer y escribir?, le requirió el juez.
-No, señoría
-Me extraña la respuesta.
-Más me extraña a mí la pregunta

Me imagino el desapacible sobresalto de su letrado. Les aseguro que de haber sido éste que les cuenta quien le asistiera habría dado el caso definitivamente por perdido y acercándome al estrado hubiera zanjado sin compasión: Solicito para mi defendido la pena capital con carácter irrevocable.

Lo que no pue sé, no pue sé y ademá e imposible.

Esta rotunda e irrefutable conclusión, frase de culto en los cenáculos más castizos de la tauromaquia, es propiedad exclusiva del famoso espada Rafael Guerra “Guerrita”, hombre más experimentado en lides taurinas que en sutilezas retóricas. Por suerte, tras el brutal ataque que lo confinó a las puertas de la extinción, el denostado pleonasmo sobrevivió milagrosamente al atropello y hoy por hoy continúa siendo un recurso estilístico a disposición del escritor que desee enfatizar un argumento.

Al rey Alfonso XIII (como a toda la realeza) le entretenía abatir a tiros a todo bicho viviente que se moviera por las dehesas, perversión que solía satisfacer en uno de los cotos que poseía su buen amigo el marqués del Mérito por tierras de Córdoba. Invitado “Guerrita” a una de esas carnicerías apareció a caballo embutido en una llamativa pelliza zamorana enriquecida en su pechera por exóticos festones rojo púrpura. Una vez en presencia del monarca y tras los saludos de rigor Su Majestad le comentó con gesto campechano:

Rafael, cuando te vi venir de lejos le pregunté al marqués: ¿quién es ese señor que se aproxima a galope tendido con ese atuendo colorado? ¿No será un obispo?

Respuesta del “califa”: Majestad, ¡qué obispo ni que cuerno, en lo mío yo soy el Papa!

Abundan las anécdotas en esa etapa prodigiosa. Otra divertida es aquella atribuida a la arrogante y casquivana Emilia Pardo Bazán. Mujerona de complexión cetácea pero de afilada pluma no le tembló el pulso para publicar una irónica semblanza del también Nobel, bujarrón ilustre, don Jacinto Benavente. Refractaria al eufemismo y trabucando una conocida fábula de Samaniego escribió en la gaceta literaria de mayor tirada de la Villa y Corte: “Hermosa cabeza pero…sin sexo”. No tardó el famoso autor de Los intereses creados en replicarle en el mismo rotativo: continúe usted, señora, continúe “…dijo la zorra al busto”.

Al bueno de D. Jacinto nunca le faltaron detractores inclementes con su palmaria orientación sexual. Se cuenta que una vez, disfrutando de su habitual paseo matinal por el madrileño Paseo de Recoletos, un par de perdonavidas, machos ibéricos ellos, se plantaron delante de él y con toda la mala leche que suele destilar la intransigencia homófoba le advirtieron desafiantes: nosotros no dejamos pasar a los maricones. A lo que respondió impasible el dramaturgo sorteando al enemigo en una media verónica gloriosa: pues yo sí.

Y recuperando la acera siguió caminando tranquilamente hasta el café Gijón.

Célebre fue la caótica relación amorosa que mantuvieron la Pardo Bazán y Benito Pérez Galdós en sus años mozos. En cierta ocasión, ya marchitos los amoríos y flagelados por una juventud abolida quiso el destino que se cruzaran en unas escaleras. D. Benito subía lentamente con el natural sofoco que su avanzada edad le imponía cuando se apercibió de la presencia de su antigua amante que comenzaba a bajarlas. La desahogada gallega debía de albergar algún resentimiento inconfesable porque ni corta ni perezosa y sin el menor recato se le antojó espetarle: Adiós, viejo chocho.
Es de suponer que de manera inmediata cayera en la cuenta de su desatino pues como suele decirse así se las ponían a Fernando VII y más teniendo por delante a una de las mentes más brillantes del parnaso español.
Para escapar de la implacable réplica del novelista, se precipitó escalones abajo con toda la celeridad que le concedían sus maltrechas caderas pero aún así le dio tiempo a escuchar en la distancia la trémula voz de su anciano amigo:

A diós, cho cho vie jo.

O aquella del mismo don Pio con Rubén Darío. Sabéis que éste era de Nicaragua y de ascendencia indígena mientras que la de Baroja lo era de industriales de la panadería (Viena Capellanes, café que aún existe y donde yo mismo ordenaba mis apuntes de universidad en mis años de estudiante). Pues bien, en un arrebato de guasa inmisericorde, al de Metapa se le ocurrió soltar esta perla sobre su colega: “Pío Baroja es un escritor con mucha miga, se ve que es panadero”; a lo que contestó raudo el vascongado: “Darío es un poeta singular; tiene buena pluma, se nota que es indio”

En fin, queridos y desocupados lectores, ya veis que en aquel convulso ambiente del Madrid de principios del siglo XX no todos los escritores se llevaban todo lo bien que pudiera inferirse de su egregia condición de intelectuales de pro.
Es cierto que el mundo ha cambiado desde entonces pero para bien o para mal el ser humano persevera en su terca singularidad excluyente.

Y es que como sostenía Tomasi de Lampedusa en Il Gatopardo, es necesario que todo cambie para que todo siga igual.