El encargo

Autor: Ramón Carballal

elEncargo

 

Se coló en la fiesta por equivocación. Las dos casas eran idénticas. Sus fachadas de ladrillo rojo, la disposición de los arriates, el porche, la misma puerta con el llamador dorado en forma de mano. Cualquiera se hubiera confundido. Él llevaba un pedido hecho por un tal señor x . Por lo que supo más tarde se trataba del libro de poemas sin tapas que el comprador había adquirido en una reventa de artículos usados que los niños del barrio habían ubicado entre dos naranjos de la calle. Allí, en aquella exposición heterogénea de cosas olvidadas, el señor x, debajo de unos tebeos del Capitán Trueno, descubrió las hojas amarillentas y deslucidas de un poemario anónimo. Con curiosidad leyó los versos incompletos, las desgarradas vivencias y los gritos angustiosos de un alma encadenada. Aquel ejemplar debía tener por lo menos cien años, la edición desornamentada mostraba las tripas resecas de un animal momificado.

-Oye niño ¿te puedo hacer una pregunta?

-Claro, señor-contestó un muchacho regordete.

-¿De dónde has sacado este libro?

-Ah! ese. Creo que lo trajo Bernardo-dijo señalando a un crío flaco que estaba sentado sobre una caja vacía.

El señor x se dirigió hacia aquel esqueleto vestido con camiseta a rayas.

-¿Has traído tú este libro?-le preguntó.

-Sí, señor.

-¿Por cuánto lo vendes?

-No es mío. ¿Ve aquella librería que hay allí, después de la tienda de comestibles?, es de mi padre. Si quiere saber algo de ese libro pregúntele a él.

-¿Cómo se llama tu padre, chico?

-Se llama Javier-dijo el muchacho mostrando una fila de dientes separados.

El señor x tomó el libro y al cogerlo se le desgajó en dos pedazos, la encuadernación del lomo amenazaba con diluirse en pegamento acuoso y unos hilos de cuerda colgaban, cual bigotes de gato mal engominados, en el sitio donde alguna vez debieron lucir las cubiertas, al tacto era viscoso y a la vista disconforme con lo que usualmente se considera un digno ejemplar de su género. No obstante, el señor x, al palparlo, sintió una fuerza irresistible que le llamaba a poseerlo. Se dirigió hacia la fachada de la tienda, que estaba pintada en un color verde océano, la madera levantaba escamas y las letras descabalgadas del rótulo parecían un mal cuadro surrealista. Giró el pomo de la puerta suavemente y traspasó el umbral con la compañía sonora de un tintineo anunciador. En una estancia escasamente iluminada vio a un viejo andrajoso que se entretenía ordenando en los anaqueles una pila de libros por riguroso orden alfabético. Desde la escalera de tres peldaños el anciano giró su tronco y por encima de las gafas le dirigió una mirada aviesa.

-¿En qué puedo servirle?-le preguntó.

Al decirlo se le cayó por accidente una libretita abierta que el señor x se apresuró a entregar a su dueño. Antes de hacerlo le dio tiempo a observar que su nombre estaba escrito con letras grandes en una lista borrosa.

-Gracias-dijo el anciano, guardando presuroso la libreta en uno de los bolsillos de su mandilón.

-Verá, es por este libro o lo que queda de él. Me gustaría saber quién es el autor y si tiene usted algún otro ejemplar en mejores condiciones.

-Déjeme ver-dijo el anciano palpando los restos del naufragio-. Si, esto es una antología de un poeta muy poco conocido. Estuvo en la guerra civil y se volvió loco. Murió en un manicomio proclamando que era Dios. Había luchado en el bando nacional. Quizá ya no le interese tanto…

-Me interesa lo mismo-dijo el señor x algo molesto-. Es poesía sin ideología. Es la belleza por la belleza o el arte por el arte, además, la política no me interesa.

-En ese caso le diré que tengo otro ejemplar, pero ese pertenece a mi colección particular y no está en venta.

-Le pagaría muy bien por el suyo, si está en buen estado.

-Le repito que no está en venta, ese libro tiene un valor sentimental para mí y no lo venderé a ningún precio.

-Bien y qué me dice de éste ¿En cuánto lo tasa?

-Le voy a dar dos precios, tal y como está le cobraría un euro, si desea que se lo restaure le cobraré quinientos euros.

El señor x miró las hojas de papel traslúcido y ordenó tajantemente:

-Encuadérnelo de nuevo.

Cinco meses después, el niño escuálido que vendía objetos de segunda mano, se dirigía a grandes pasos hacia la dirección que figuraba en el envoltorio de un paquete rectangular que llevaba bajo el brazo. No sabía qué es lo que transportaba, recibió el mandato de su padre, acompañado de una moneda de cobre -algo poco habitual- y una reconvención sobre la fragilidad del contenido, que en realidad era una advertencia velada para que llegara a su destino sin demorarse en tonterías. “No te preocupes, papá, confía en mi”-le había dicho con rictus de adulto. Cuando llegó a la casa, se paró ante el buzón de la verja y confirmó el número del destinatario. “Es aquí”- se dijo convencido. No vio timbre alguno y se decidió a empujar el enrejado haciendo fuerza con el hombro. Ante su sorpresa el macizo portón de hierro cedió sin dificultad. Un camino de arena dividía en dos mitades el jardín que aquella tarde de primavera estaba especialmente florido. El niño respiró con deleite el aroma de las flores, antes de continuar hasta la puerta de la casa y detenerse de nuevo bajo el pórtico. Del interior llegaba un rumor de voces entrelazadas y un chocar de copas constante. Debía tratarse de una fiesta. Y lo era. El niño se sintió cohibido. Mientras permanecía quieto ante la puerta abierta, dudando en cumplir su misión, notó el empujón de un invitado que lo catapultó hacia dentro, donde un lacayo, completamente calvo, vestido con una levita verde y guantes blancos, le preguntó cortésmente a quién debía anunciar. El crío, aturullado ante el lujo que adivinaba y la solemnidad pretenciosa del sirviente, optó por entregarle el paquete sin saber qué decir. El hombre lo tomó entre sus manos y lo agitó como si esperara que el sonido del interior le diera la clave del contenido. Nada pudo oír, y después de un “gracias” lacónico, pidió al muchacho que esperara. Cerró tras él la puerta y se dirigió al salón principal en el que la orquesta afinaba los instrumentos para el baile que empezaría en breves minutos. Dos enormes arañas de cristal colgaban del techo, grupos de personas elegantemente ataviadas bebían en copas de bohemia o atrapaban con gracia canapés en bandejas de alpaca, los sirvientes serpenteaban entre los invitados como ensayando el baile oficial que pronto daría inicio. El criado no encontró allí al anfitrión y subió la escalera de mármol que se enroscaba como un bucle caprichoso entre los cabellos lacios de una vieja dama. Por fin dio con el señor z en la biblioteca.

-¿Da su permiso?- interrogó con exquisitos modales

El hombre, de sienes plateadas, levantó la vista del último best- seller de novela histórica que leía con agrado y tardó un segundo en regresar de aquel remoto tiempo al presente.

-¿Qué es lo que me decía, Augusto?

-Un muchacho acaba de traer este paquete- dijo el criado acercándose.

Su amo estaba tan enfrascado en la lectura, que le dijo indiferente:

-Déjelo ahí, sobre esa mesa

-Muy bien, señor-obedeció Augusto.

 

Si el señor z hubiera adivinado el contenido de aquel paquete le habría dedicado toda su atención, pues se trataba de un libro cuyo valor material era incalculable. Eso y solo eso, es lo que hubiera atraído al señor z, un individuo habituado a los negocios y a la especulación. La poesía, ni la entendía ni le gustaba. Es muy posible que el niño, con toda su buena disposición hubiera errado al elegir el destino. La casa vecina era tan sombría en comparación con ésta, estaba tan arropada por árboles de frondosas copas y setos sin límite de altura, que no era fácilmente visible. Ningún signo manifestaba su presencia, era la hermana tímida frente a esta otra que se desvivía por hacerse notar. De haber podido comparar las dos, la intuición infantil habría obrado y le hubiera indicado que la dirección correcta era la gemela derecha, tan silenciosa, tan diluida en el paisaje que diríase que su verdadera vocación era la de edificio fantasma. Fue una suerte que el adinerado señor z , embebido en su novela histórica, solamente mirara un momento aquel paquete, para avisar seguidamente a su mayordomo, tocando malhumorado la campanilla, e indicarle que se habían equivocado y que aquello no era para él; el niño al salir de la casa y cerrar el portalón se dio cuenta de la existencia de la otra vivienda, ajada, triste, una cenicienta de la construcción, que, no obstante, emitió alguna especie de señal que el muchacho creyó interpretar. Por fin, apercibido de su equivocación, desanduvo los pasos, llamó de nuevo y le explicó a Augusto lo que había pasado. El lacayo no se extrañó, era frecuente la confusión, de hecho ya lo sospechaba nada más lo vio, pero no estaba dentro de sus funciones tomarse las atribuciones de decidir sobre lo que debía admitirse o no. Augusto se movió, esquivando el gentío que disfrutaba con la fiesta: música, conversación y tocamientos; algunos, los más habituales a las fiestas, osados en su exceso de confianza, le daban órdenes sobre las que Augusto se hacia el desentendido. Al entrar de nuevo en la biblioteca observó que el señor z había cambiado ligeramente su posición en el sillón, ese cambio consistía en cruzar la otra pierna y en iniciar el paladeo de una copa de coñac.

-Señor, el niño ha vuelto, dice que se ha equivocado de casa, que ha sido un error, que el pedido era de la casa del al lado.

El distinguido hombre de negocios hizo un gesto displicente, con el que indicaba a Augusto que se retirara y no le molestara más. El buen mayordomo, ducho en las artes de la servidumbre, entendió en seguida que podía devolver el paquete. Era eso lo que realmente esperaba que su amo consintiera. Al llegar al umbral de la puerta le dijo al niño:

-No te has equivocado solo que este libro no es para el señor z, es para mí. Yo vivo en la casa de al lado.

-¡Ah!- es lo único que acertó a decir el muchacho.

-Fui yo quien se lo compró a tu padre. No es extraño que no me hayas reconocido, para salir debo adoptar otra apariencia-le aclaró.

Augusto rompió el papel de estraza y descubrió un ejemplar ricamente encuadernado en cuero y con letras de oro, las tapas eran robustas, las hojas diáfanas y levemente perfumadas. Era una magnifica edición de una Biblia incunable que él creía haber perdido para siempre cuando incendió la casa de sus padres. Augusto no pudo reprimir que los ojos se le aguaran, el niño lo observó y le preguntó extrañado:

-¿Por qué llora?

El criado le respondió:

-Este libro tiene un valor inapreciable para mí, en él se relata la historia de mi infancia.

-Pero señor, mi padre me dijo que era poesía

-Y lo es-contestó Augusto orgulloso- , solo que yo entonces no lo sabía.

El crío se encogió de hombros y antes de despedirse extendió la mano y le dijo:

-Me debe usted quinientos euros. Es lo que cobra Dios por su trabajo.

Augusto sacó un talonario de cheques, escribió con bonita caligrafía la cantidad pactada y firmó con su nombre verdadero: Luzbel.