Selección de Pablo Ibáñez
Tiempo de andar descalzo
Pilar Morte
Si me hubieran dicho a tiempo
que era primordial ser feliz,
que el cilicio era un masoquismo inútil,
y me hacía más bella
una guirnalda de color al cuello,
que el sexo era en mí como la piel
y que disfrutar fuera del dogma
iluminaba los hayedos del alma…
Si no hubiesen puesto la mirada en el no
para decir que ser era futuro.
Si el tiempo del camino abierto
hubiese hablado adolescente…
No se habría escondido el jazmín
ni cegado el escote para un respirar.
Habría eliminado
las serpientes que se enroscaban al cuerpo,
para poder andar…
para vivir.
El lamento de la criatura
Ramón Carballal
En cada parte de mi hay un pedazo de alma.
Yo nací de la muerte como la carne de la vida.
La luz me hirió con su beso amante y yo no
supe descubrir el don del amor. Todos odian
su reflejo, todos temen al hombre que no habla,
todos son yo en la sima de su conciencia. Buscando
la luz me acerqué a la llama, su lamido de fiebre
quebró mi piel, encendió el dolor que ampara al
desvalido. Dicen que no soy la criatura de un dios,
la obra de la piedad, que no ven en mi nada humano,
que solo sé ahogar el grito del monstruo. Después
del desafío llega la ruindad. Búscame, padre, en el
corazón del bosque, en ese lugar donde no puedas
saciar tu odio, en la profunda oscuridad del sueño.
Floración de lo tenue
Felipe Fuentes García
A este enclave se asciende por la espiga
de una escala impalpable.
En el espacio un hilo sigiloso
urde la transparencia y enhebra la mirada.
Abundancia de mies, este es el reino
de la diafanidad,
la floración secreta de lo tenue, la imperceptible
marea que germina en el asombro.
Hoy encaramo el corazón sobre esta lumbre
para beber la claridad que brota
de los copiosos surtidores de la altura.
Fértil, la inmensidad entona un himno
que limpia las herrumbres del paisaje,
tempera en un allegro arcano el alma
y a las sombras despoja de su llanto.
Aquí, en la cúspide del aire, rivalizan
el frío y mi pobreza. La gran ola celeste
mece en su seno la bandera de un azul purísimo.
Es febrero y la luz de los almendros
nieva mis ojos. Y me ausento.
En esta lejanía apenas soy
y todo lo respiro: viento, nube, vuelo, ave…
Y abrazo en pleamar al mundo
y me entrego a su hondura
para dar testimonio de este sorbo de vida.
Crédula incertidumbre
Ventura Morón
Déjame creerte,
no digas nada,
recoge conmigo los pedazos de asteroides que ha sembrado la duda
y tráelos al fregadero, déjalos
que se desangren,
que se hagan de tierra, que se claven
entre los guijarros que escupió la noche
y hagan un sembrado de estrellas
entre las que pueda pasearme
descalzo
cuando sólo quede la lengua del olvido.
Dibuja un cielo para mí,
lejano, único, circunscrito
a cada uno de mis miedos, haz que sea grande
y me trague despacio,
que no me hable,
ni me invente un firmamento en el que pueda
hacer mis limitadas acrobacias
con mis alas proscritas de hierro,
haz que sea de barro, que las nubes sean charcos
para tenderme en ellas,
que pueda taparme con él
cuando el frío se enganche a mi voluntad
y deje una escarcha indolente quemando los apéndices de mi equilibrio.
No vengas a contarme todo lo que ya sé,
deja que piense
que hay un río al que caen nuestras palabras
no dichas,
y que flotan, como icebergs
que van a disolverse al mar de nuestro reencuentro.
Cántame al oído
aunque tengas que irte, aunque ya te hayas ido,
deja esa lluvia lamiendo mis calles,
cayendo a las alcantarillas donde el amor nace
sin pretextos,
cuelga tu voz como guirnaldas en mi pecho
y deja que retumbe en el vacío
de tu ausencia,
creando un remolino denso en el que pueda cabalgar
a mi soledad como si fuera
el último día de los vivos.
No digas nada,
déjame creerte,
como si pudieran crecerle primaveras al invierno
haciendo emerger volcanes
de pétalos rojos
que lanzaran un suspiro grana por el cosmos,
trayendo a mi boca
la eternidad
que se detona en un solo beso.
Llena la madrugada las hambrientas aceras
y a la mentira, dicen,
no le crecen futuros en racimo, tan sólo
la inmortalidad superviviente
que rezuma
en la piel viscosa
del recuerdo.
Déjame creerte, no,
no dudo:
miénteme
cuando vengas…
mas cuando estés
dime desmesuradas verdades , ¡desmedidas!
tanto, que venzan
al pasado y al futuro y sean
indestructibles, un ahora perpetuo.
El poema sin fin
E.R. Aristy
I
Desde antes de mis recuerdos,
la adversidad me tendió el pie.
De tiempo en tiempo,
me aislaba en un aura candorosa,
porque siendo pequeña
podía mecerme en las pestañas,
y así viajé por ojos amargos
y ojos febriles,
por el desorbitado terror
de ojos abandonados en las sobras.
Viajé de continuo en ojos ciegos,
sintiendo los colores como una sensación de vértigo,
a varios grados de densidad,
también los colores sufrían dualidad:
el amarillo era tibio como las manos
que salen de debajo de la colcha,
o frío,
como las manos que cierran los ojos de un hijo muerto.
Hoy quiero recordar las cosas perdurables
que quedan después de mi tormenta,
las cosas que aprecio y agradece mi alma,
y que son un poema sin final,
sobre todo si tú te animas a participar.
Esas cosas gratuitas hablan por sí mismas,
yo solo quiero parecerme un poco a ellas,
y no irme envuelta en el grisáceo rumbo de las pérdidas.
II
Me gusta cuando en abril llueven magnolias,
y las aceras se cubren de pétalos rosados y blancos
como los sueños de antiguas novias.
Me gustan los dientecitos de un bebé
igual que las encías del desdentado risueño,
¡qué inocentemente amplia la alegría!
Me gusta ir a casa al final del día,
me gusta estar en casa y el quehacer
que conforta a los sentidos holgados,
la luz de la tarde me fascina verla
caer como un lienzo sobre el cuadro de la vida.
Me gusta salir temprano y decir Buenos días,
me gusta Haleh hoy igual que ayer,
me gusta caminar larga distancia sin pensar,
me gusta el diálogo dilatado que espera continuar
no importa cuánto tiempo pase,
volver e hilar de tus palabras.
Me gustan tantas cosas.
¿Volveremos a esa tarde en el jardín?
¿Escribirás también las cosas que te gustan?
¿Haremos el poema sin fin?
Anochecer contigo
Jose Manuel Saiz
Cuánta magia derrama el mundo
en cada anochecer. La llegada del ocaso tras el día
difumina la sólida apariencia de las cosas: esa montaña
de silueta concreta y afilada, se vuelve, en un instante,
una línea sutil en la hora que declina; este olivo solitario,
aquel seto, esas ramas retorcidas… parecen, a lo lejos,
figuras abrazadas de gente que se ama.
Mi propia sombra, tanto tiempo bajo mi amparo
se desvanece como un fantasma entre las piedras
del camino. Lo que hace poco tiempo tenía vida, luz
y forma establecida, al segundo desconcierta
confunde y siembra duda.
La vereda donde antes caminaba confiado y con soltura
es, en esa hora incierta, un angosto itinerario a lo desconocido.
De pronto, en un momento, la vaga incertidumbre de la tarde
dará paso a la noche más oscura.
Cuánta magia derrama el mundo
en cada anochecer, qué ambigua resulta su presencia,
qué extraña nos parece su metafísica penumbra;
quién sabrá, a ciencia cierta, cuándo muere
y cuándo nace, el día y la noche que despunta.
Y tú, querida mía, pálida como un párpado de cera
pareces una estatua viva en busca
de asilo entre mis brazos; y tus labios,
hace un rato brillantes y encendidos,
piden beber a tientas de ese vaso
que alienta mi lujuria.
Alba y ocaso son ángeles sensitivos que encienden
u oscurecen, según proceda, la luz y las tinieblas.
Cuánta magia derrocha la noche en tu regazo;
cuánta poesía, cuánto hechizo, cuántas luciérnagas
durmiendo en tu cintura, cuántos duendes
emergen de la tierra, en el prodigioso instante en que la tarde
confunde en un momento, a la roca con el fuego,
al eco con el viento… y al cielo con tu boca cuando está
junto a la mía.
A orillas de Júcar
Josefa A. Sánchez
(Para los amigos de Colliguilla y en especial para Victor, Pilar y Ángel)
Vides ardiendo; en el calor de estío
respira el campo, boca polvorienta.
En la orilla del Júcar se sustenta
un fresco y delicioso escalofrío
Ese lento paseo junto al río
hace la tarde lentamente lenta,
como una parva limpia que se avienta
entre el dorado haz de su atavío.
Todo camina hacia el cercano ocaso:
los hombres y las cosas. El destino
se hace redondo en el brocal de un vaso.
Se agota el tramo extremo del camino.
Estamos ya a las puertas del parnaso.
La musa nos aguarda. ¡Corra el vino!
A Macedonio (segunda carta)
Marius Gabureanu
Hola, Carlos. Hoy tuve una entrevista de trabajo.
Le di como veinte vueltas al edificio, en los minutos que me quedaban
para hablar con la persona que me iba a ofrecer una nueva vida.
Entre no encontrar el mechero e intentar ahuyentar los pensamientos negativos
que caían como la nieve de un mes cualquiera,
como la nieve del tiempo, como un tiempo que puede helar el alma
y así ponerle un rostro,
se me ocurrió arrojarme frente a los taxis que pasaban descaradamente
llenos de abrigos de la indiferencia, llenos de infidelidades
pero al final decidí devolver mi cadáver a los buitres de soledad
que sobrevolaban el balcón de la inexistencia.
Y así, muerto, pude llegar al primer tren.
Y había gente muerta como yo, leyendo periódicos de eternidad,
había enanos que masticaban la gloria de las ventanas que nunca muestran nada.
Me quise rodear de flores y escogí a los parques de la memoria.
Todas las cosas del hombre pueden caber en un bolsillo.
Perdona que no te he respondido a los mensajes hasta ahora
¿pero con qué lengua se puede derretir el azúcar del silencio
cuando las avispas de la noche han encontrado nido en una habitación rentada
dónde no hay espacio para huir de uno mismo
y los gestos se vuelven un sarcófago transparente?
Dos días sin beber fueron demasiado para no escribir una nueva metáfora de la locura.
Heme aquí, después de diez años trabajando en la construcción,
creyendo en la nada, como si dios fuera un cenicero
donde apagar los restos de sonrisas de la infancia.
La lavadora de los cuervos funciona,
sigue girando sobre los cielos de mendigo sumisos a esta parte de Londres.
Ya te dije de las deudas y que había leones con la columna vertebral rota,
que las fronteras de la dignidad son un rugido inútil
y los ángeles están escondidos en tarjetas de crédito,
que hay codigos de la salvación que son tan largos como un miércoles que puede acabar
con la primavera.
Mi cuerpo es un cigarrillo formado por el tabaco de todos los engaños.
Voy a hablar un poco más de mi habitación porque me parece importante describir
las fauces de la miseria y así decidir el mediodía de un acto de suicidio.
El pinchadiscos que se arranca los cabellos,
el idioma de algunos intentos de no sentirme humano,
de no tener que reportar al vacío
las mañanas que se masturban
como queriendo eyacular mi futura ausencia.
Se vuelve a repetir la densidad de lo inexplicable
y en la chimenea de los párpados cruje el momento
cuando por primera vez abrí los ojos.
No lo puedo definir, es lágrima.
La sal derramada
Julio González Alonso
Los nombres que mi boca niega, el hambre
que los ojos no ven; la dura ausencia en blanco escrita
al alba de los días. Qué inútil,
qué vana pretensión el refugio vacío del recuerdo,
reflejo de agua en el espejo estancado de las aguas.
Inmóvil en el centro del silencio gritas,
sin voz gritas, sin palabras te nombras
y adjetivas. Qué amarga saliva
de besos
en labios yermos, qué calor frío
en el hueco del verano, secos los arroyos.
Sólo el viento azota furioso las miradas
y entre los dedos del tiempo, poco a poco, escapa
la sal derramada del olvido.
*Del poemario “Testimonio de la desnudez”(Ex aequo II Premio de Poesía Treciembre.- Fundación Jorge Guillén.- Valladolid,2015)
Un gesto
Rosa Marzal
Hizo falta un gesto tan solo
y la negrura se nos cayó de las manos,
y la palabra salió de su trinchera
y arrojó su fusil de suicidios.
Tan solo un gesto mío, un gesto tuyo
unidos para un único destierro:
y yo que negaba el alma de las piedras,
y tú, que maldecías la vida, sus amargas escamas,
tuvimos que arrojar nuestro luto
y vestirnos de río
y dejarnos fluir en el hilo de un gesto de plata.
“He aquí las venas de mi silencio
míralas, ya no sangran,
ahora pregunto por el niño perdido
de tu Nombre”
Y las máscaras dejaron de pegarse a tu piel, a la mía,
y un latido ciego despertó de su eterno letargo:
el latido de un animal casi muerto,
casi descuartizado
por las manos doloridas del miedo.
Hizo falta mirarnos a los ojos más hondo,
más en verde,
más hondo,
hasta hacernos de vidrio.
Buitres en mi jardín
Luis M. Mariño
El día que Supermán se enganchó a la marihuana
en mi reino descorchábamos caprinos
desde los campanarios,
aplaudíamos el acuchillamiento de mamíferos
astados
y practicábamos el hara-kiri (en vivo)
a los cerdos.
Por aquellos años yo dibujaba sueños
y odiaba a los niños con olor a mierda
de vaca, que chorreaban hostias
tras la cerquilla aledaña a un colegio
de piedra podrida
(materia de sus progenitores y enlatados cerebros).
En la primera cadena explotaba
el espíritu de la paloma
en doble estéreo e improvisadas distorsiones
a una sola mano.
Nuestros padres se emborrachaban
con vino de rosas
y aroma de sangres secas,
solera que hervía
la bodega de las parroquias obreras
y la festividad anual de la casa de campo.
En aquellos años, a nuestros jóvenes mayores
aún les sangraban los himnos a capela,
se creían a pie juntillas la pirotecnia libertaria
y los anuncios musicados de nocilla.
Ya entonces se fraguaban cambios terminales
en el córtex de los barrios,
mientras los negritos del Colacao
del lejano sur
se empeñaban en seguir muriendo
antes de los cuarenta.
La floreciente dislexia existencial
ya presagiaba el apocalipsis
en los imberbes pechos.
Los camellos de los lacoste
acumulaban matrículas de honor
en inDerecho y ciencias políticas.
Todos remaban hacia el horizonte
que dictaban el anti-inmovilismo social
y las feromonas de ocasión.
Más tarde,
yo aún aprendía a abrocharme los verbos
en frecuencia modulada,
engordando a golpe de uña y lengua
la lista de mis futuros crímenes contra la humanidad
y la línea crediticia del Corte-inglés.
A las estatuas se le cayeron los anillos
y a otros el reloj del amor
por las alcantarillas de algún paraíso
en rebajas…
Y Supermán, ya desintoxicado,
estrellaba sus lágrimas de acero
contra el techo del planetario
de su vieja ciudad technicolor.
Allá por mi reino, aún se mojaban los sexos
y se empalmaban los miembros viriles
de los machos ibéricos
cuando algo de cuatro patas doblaba
el esqueleto
y derrumbaba su sangre por la tierra;
pero, por aquel entonces,
yo aún seguía creyendo en superhéroes
que fundían con su mirada láser a los malos.
…Años después
yo seguía digiriendo padres,
yo seguía escondiendo venas,
y yo seguía dibujando sueños…
Las bocas y el ciruelo
Armilo Brotón
Desde el Evaristo Corumelo
¿Cuál sería el resultado
de haber salido dos minutos antes
de tu barriga
o dos minutos después? ¿Dónde estaría ahora?
Pero el tiempo es de las ciruelas
justificación de los pájaros,
del frío que entra por arriba,
del golpe de dados que se mete
por las muñecas de tu nombre.
Irremisiblemente ahí está el azar
escribiendo sus versos,
menudos como el tempranillo
que alimenta unas bocas de lumbre.
Una flor que no sabe de climas,
que lleva un frío a destiempo
y muere
a pesar de su entrega.
Lo que tiene que suceder sucede,
sin más remedio.
Las manos se congelan como rocas
pierden la sensibilidad
y se confunden con una primavera silenciosa.
Sin más remedio,
sin nada que hacer.
Poesía: ¿dónde estás?
Óscar Distéfano
Deseo llegar a los versos, ¿voy a los sucesos,
hablo de la muerte, del sol cuando cae el ocaso,
voy creando correspondencias y similitudes,
o hablo de anécdotas personales, de amores ya perdidos,
hago algo con el cuerpo radiante de mi amada, sus muslos blancos,
describo el terrible dolor que me causó, abro mi pecho
para que el mundo vea las pulsaciones de mis sentimientos?
¿Debo gritar las injusticias, debo cantar a mi país, o debo
describir los rincones de mi casa, de mi patio, de mi jardín,
debo filosofar, encontrar gnosis, verdades deslumbrantes,
debo componer música, melodía de ríos, de bosques,
ritmos de las noches urbanas, de los paseos lúgubres,
de las prostitutas, de los mendigos, de los niños de los semáforos?
¿Debo llegar al mar, a las arenas, a las espumas, a las sirenas,
divertirme con las bellezas que hoy están grises y fláccidas,
llegar a las montañas, a los ecos profundos, a los inviernos,
a las nieves sobre los prados húmedos, a las primaveras, las flores,
o entrar en las intrigas de la sociedad, en los conflictos del poder,
en las guerras interminables, en el cansancio, en el hastío?
¿Dónde debo encontrar mi poesía, ese secreto que un gran día,
indiferente a la ansiedad, al capricho, al tesón, a la experiencia,
estalla en pleno rostro y en plena conciencia de mi vigilia?
¿Debo pactar con Mefistófeles, invocar a los dioses, escrutar
las estrellas, buscar con mis tecnológicas herramientas?
¿Debo exhumar cadáveres de amigos y parientes, gatos y perros,
o acaso de enemigos, de esqueletos de héroes, cantar sudarios
de piratas, de peones, de obreros, de lavanderas tímidas?
¿Debo indagar en las ideologías, en los puntos de vista
que destruyen amistades en las tabernas, en los yates?
¿Debo regresar a mi infancia, a recoger las rosas de mi madre,
a exprimir mi memoria y recuperar el ocio infinito, con la lluvia?
¿Debo mirar el tiempo en todos los espejos de mi entorno,
y fragmentar en versos las copiosas mentiras de mi vida?
¿Debo verme en el otro espejo: mi subconsciente,
y galopar sobre potros dorados con cuernos de unicornios
en los prados azules de las muchachas que juegan al golf
con sus nodrizas de miradas lésbicas? ¿O quizás, enfermarme,
para escribir un gran poema sobre las inclinaciones neuróticas?
¿O quizás, desordenar mis sentidos con ajenjo y alcaloides?
¿Acaso debo entrar en las palabras y enlazarlas,
visualizando previamente sus únicos destinos, sus manos
abiertas y extendidas para tocarse, para agarrarse,
y crear una fusión nuclear de la verdad con la belleza?
¿Es cierto que esperan ya los poemas todo escritos,
y que duermen en un reposo intacto, en una espera
hibernada, como en su tumba de resurrección,
como si la eternidad fuese su imperio de siempre?
¿Es cierto que debo esperar pacientemente si la luz no llega,
que debo mantener la compostura si reina el caos?
¿Es cierto que debo insistir horas y días y semanas
hasta que la palabra realice su danza amorosa con el silencio?
¿Es cierto que un poema oscuro es irrecuperable,
que mejor es dejar que la mortaja del olvido lo recubra?
¿Es cierto que tampoco debo exaltar cualquier vocablo,
o sobornar con elocuencia, con dicción admirable,
la perfecta distancia de las sílabas, y la perfecta
yuxtaposición de imágenes, de metáforas?
¿Es cierto que el verso posee vida propia, y voluntad
para adquirir su definida cualidad, pero existe encerrado,
y que yo debo saber vislumbrar el destino hacia el ser,
para cavar con paciencia el túnel de su libertad?
Deseo volar a los versos y, hasta hoy, han huido de mí,
se esconden en el firmamento, detrás de las estrellas infinitas,
como si quisieran herirme con indiferencia y des-aire,
como si quisieran verme caer sobre el buque que surca los abismos,
sobre la húmeda cubierta, a merced de los marineros
para que estos se diviertan al verme renguear
de estribor a babor con mis grandes alas blancas.
Amanece
Judit Paz
Queden las madrugadas todas, queden albas
y que el sol se indecida largamente
antes de culminarse en las alturas;
se tesele los haces, ralentice,
nos confiera poder desvanecido,
desapego indoloro y circunstancia.
No le importe arroparse de infinito
y alargar sus flirteos con la plata;
ni mezclar indulgente los azules
en el filo que acucia el horizonte.
Queden las albas todas
en los iris,
armisticio de luz, consciente ocaso.
Quede una noche cierta en la mirada.
Nadie muera los sueños,
que amanece.
— Nocturnation —
Israel Liñán
Un batir de alas,
sonoro como las olas del fin del mundo,
se escurre por las paredes.
Miro sus grandes pechos y busco
el equilibrio en el respaldo del taburete.
La música sitia a los malditos,
boquean sonidos herméticos,
The xx,
Infinity es una oda a los sonidos graves.
El camarero trae whisky,
ríe y derrama el dorado tesoro
sobre su boca abierta,
siento la presión entre las piernas,
desvío la mirada mientras me enfrento
al descenso.
Sus labios mojados me encienden.
Un reguero de sudor desciende por su cuello,
huele a sexo y a rutina,
excitado
busco mi sombra en el espejo
mientras bebo de un trago
lo que queda de cerveza .
Intento articular palabra.
Se levanta,
sus caderas forman una preciosa curva,
agonizo al imaginar
el suave arqueo de su espalda
sobre el capó del coche.
Suena Him, Wicked Game,
y ardes en la pista,
detengo por un instante el circular movimiento
del espacio
y detengo el tiempo,
floto sobre cabezas de gente sin piel,
examino sus piernas,
la perfecta armonía de los muslos
en mística unión con la vida.
Mareado vuelvo a la barra,
Kings of Leon y Sex on fire,
me muerdo el labio cuando se sienta a mi lado,
pide otro whisky y me sonríe,
respiro hondo y eructo.
Otro macho en celo se acerca.
En ese instante toco fondo,
lamo el suelo y maldigo las horas vacías,
la lentitud lamentable de la agonía.
En el coche reclino el asiento,
el frío de la madrugada atraviesa las ventanas,
cierro los ojos,
demasiado borracho para conducir,
demasiado cansado para empotrarme
contra la mediana de la autopista.
Seducción
Carmen Pla
Si supiera de dónde vienen los poemas, allí iría.
Michael Longley
No nos despreciaba, nos tomaba tal y como éramos,
como un riachuelo con humo nutridos de desconcierto;
en una mirada de montaña seguíamos un camino
y dos estrellas adustas se cruzaban como piernas narrativas,
el equivalente de la noche cuya llave se perdía,
la respiración de un rojo hierro, la espina, y un espejo de fiebre amarilla.
El viento de uno al otro devorando las telas
jugueteando con la melancolía, ante el cristal y contra el cristal
una maravillosa idolatría de la vida,
pulimentados por el brillo como alas que dan vueltas,
así éramos ,condescendientes ante la muda experiencia
para satisfacer a la belleza,
seducidos por un corazón de árbol extasiados por su fruto,
sin encorvarse, para amar entre parajes provocando la felicidad
la tinta de piel vulnerable con el rojo de la nube.
El glorioso encuentro de la dicha
cuando en las bocas cantan los amantes,
que sin ser crédulos, éramos agasajados, bellos y rebeldes,
ante la dinastía de todos los sentidos,
reptando entre dos convexidades.
Hoy te escribo
Maria José Honguero Lucas
Hoy te escribo a ti,
a esa sombra que cuaja entre la lluvia,
al desliz angosto
por donde gotean mis sueños más prohibidos.
Te escribo
porque quiero invertir las maldiciones
que te hicieron marisma,
abrevadero de ansias vespertinas,
porque quiero olvidarte mientras quiero
cincelarte en mi pecho desvelado.
Porque anhelo las noches
en que un beso de los nunca dados
erigía mis penumbras
a la eclosión de una estrella
o una palabra, infinita en su reverso,
devanaba el perfil de los océanos.
Porque siento en los labios
el prisma enloquecido de tu boca
deshecha en despertares,
porque ansío esos versos imperfectos
engendrados de una sístole conjunta
y muero, en cada inconsciencia,
por tu calor firmado entre mis brazos.
Hay distancias como universos incompletos,
olvidos a medio hacer,
retales,
convicciones de un adicto a la mentira
o el descenso de un párpado despierto
y no son suficientes,
no para un abismo construido con miradas,
con ladrillos de carne recién hecha
o para un horizonte pintado entre las ascuas
de algún invierno roto,
hay distancias que son como alfileres
clavándose en la piel en cada pulso
y te llueven encima, en un respiro,
su dolor translúcido.
Por eso te escribo,
porque hay veces que un destierro
no vale un camino,
porque añoro la sed, la muerte cíclica
que tu amor engendra.
Y mañana no sé si seré capaz de recordarlo.
Ella…, la noche
Gerardo Mont
La recuerdo cinematográfica, noche azul de paso lento,
exhalando volutas de aire frío, hilvanando entre farolas
la distancia, como diciendo: “a pesar de todo estamos cerca”.
La recuerdo densa, con muchas cosas en la mente, gesticulando
cuando nadie la veía, como rogando treguas a los acólitos del miedo.
(Cuando el viento tañe sus campanas, y una armónica
lejana apetece los labios de otros tiempos,
ella, a sí misma se extrae de entre las uñas de la vida
y toca. “Panes duros”, se dice,
“otro trago para aprehender más de nosotros.
Para olvidar que el tiempo no respeta las plomadas”).
La recuerdo desnuda, erecta, tarareando nocturnos imprecisos,
con sus ojos grandes inmersos en el lago de la amnesia,
en sus sombras que poco a poco refutaron la entereza
con los dislates de antiguos puntos cardinales.
(Se imagina de cera en las vitrinas, vestida con los trajes
que paga un mortal adinerado. Y yergue su espalda,
despliega su plumaje, mientras las moscas de la noche
le clavan sus ojos como estacas).
La recuerdo escribiendo nuevos nombres cada ocaso.
De sus viejos enemigos escogía las iniciales. Reunía las balas perdidas
en las sienes. Diademas las llamaba. Luego se decía: “La noche tiene orillas.
Allá…, abundan los refugios. Después del puente de las migas
las burbujas de otro día, sus notas albas, sus alas tibias”.
Pero no oteó realmente los finales – tierra firme de los náufragos.
La recuerdo deslizándose con sus tacones rojos
por el teclado de las horas, presumiendo las vaguedades del amor,
el grueso impenetrable de una piel inmune,
los sueños inconclusos que a la suma nos definen.
La recuerdo desdeñando dádivas, dándole la espalda
a la sentencia de hojas secas, con la altivez de los dioses
que encontraron el oro monoatómico.
(Cuando acelera el paso, el tiempo parece detenerse
si bien se alejan los altares. Le queda desnudarse,
mantener estáticos sus dedos, tácita su pelvis, y con sus ojos desérticos
negar todas las lágrimas…, exhibir solamente,
el frío inconsecuente de sus mármoles.
…Diva de las cajitas musicales, baila los destiempos
ella sola, y sin embargo, concurrida por todos los delirios).
A nuestra amiga Mari
Manuel Alonso
Cuando se para el corazón de una madre,
razón primera, fuente de la vida,
el pulso de la tierra se ralentiza.
Cuando se para el corazón de una esposa,
vientre preñado de universos,
como un cigarrillo se consume el espíritu.
Cuando se para el corazón de una amiga,
se levantan todos los teléfonos y se tienden
todas las manos en las redes sociales,
para curar las heridas.
Cuando todas las estrellas de la noche
y todas las farolas de la ciudad
se habían apagado,
Mari también se apagó.
En mitad del sueño,
con la luz temprana del sol primero.
El rocío resbalaba en los pétalos.
Tuvo buena muerte.
(aunque siempre temió que fuera así:
dormía, cuando no estaba acompañada,
con la luz encendida)
Buena madre, fiel esposa y amiga siempre de sus amigos,
dulce y tierna como la primavera,
ahora vive otra realidad que la renueva,
antigua morada de la belleza.
Nunca olvidaremos
su complaciente sonrisa,
sus respetuosos gestos comerciales,
y su genuina y lánguida mirada leonesa.
Descanse en paz.
El grito
Javier Dicenzo
( A Rafel Calle )
Antes de ti no existía el amor, ni el hambre, ni la soledad.
El grito en la selva fue el quejido inmenso del futuro.
Amor, he caminado muchas veces en desiertos.
Perdido retoño que era piel de mieles.
Aún, aún con esas manos de Neruda, alas hambrientas.
El viaje hacia las estrellas será largo
en la necesidad de besarte, en el aún y el todavía.
Unas lágrimas caen en el olvido del nunca jamás,
el grito de la selva es la apasionada letanía,
soy hombre de panes en la soledad.
Hoy llueve en los nudos del mar, esos, esos muelles…
Esos muelles que te abandonaron en el grito, en la piedad del rezo.
Quieta estás desventurada, agónica, pletórica.
Allá con el grito, allá en lo turbio, allá en el naufragio
escucho el grito perdido de los pasos que aquietan la piedad.
Deseo de mentir…, de labrar las uvas en mis manos, de tu mano.
¿Acaso ese grito penetrante y dilucidado es mío más que tuyo?
Aquelarre de la infancia con chillidos de pájaros dormidos.
Mis deseos abarcan los mares, la luz, el universo,
pero tus penas, tus bocas, tus miembros, tus pasos y mis ojos
todo eso te lo entrego, y el grito en la selva, con venas sangrientas.
Antes de ti no existía el amor, ni el hambre, ni la soledad,
solo el naufragio que el dolor fundió en barcos olvidados,
con las rompientes de ese pozo de los amaneceres…
Ese ayer.
Nada de beber y la garganta sujeta a la noche que ciñe el viento del sur.
Conversación de los abismos
Roberto López
En el suelo del bar se pierde su mirada,
mientras su mano, con vigor, ciñe la copa.
Se despeñan los ángeles igual que serpentina
en la Noche de Reyes.
De vez en cuando, intenta
una conversación deshilvanada,
intrascendente nube en un cielo de nubes solitarias.
En las tabernas, desde la cátedra de su verdad maldita,
hablan pontífices de la inconsistencia.
Y en las camas de sábanas de seda
eyaculan feroces animales que se aferran
al sexo que los habita
bajo la advocación de la naturaleza.
Alguien -por fin- lo llama, alivia
la extrema indefensión a que su soledad lo ha reducido,
sale a la calle triunfador,
de súbito integrado
a una totalidad que el móvil simboliza.
Del pensamiento inerte, renacen las cenizas
de una felicidad acurrucada
bajo un paraguas demasiado pequeño,
comiendo pipas una tarde de lluvia,
cuando los coches eran amables contrapuntos
de la normalidad.
La carta
Víctor F. Mallada
En la clandestinidad de un baúl desarrapado,
escondido entre las páginas
de un libro empastado en piel,
encontré un sobre añoso,
con sello sin fechador y la faz de Alfonso XIII.
El remite… de ultramar;
dentro, una carta a plumilla,
con letra tirada, escrita levemente en diagonal
sobre papel satinado y dos frases lapidarias:
“Te espero, ya sabes dónde, cuando repiquen al Angelus
las campanas de San Juan y haya vuelto el Paquebot.
Quien quiere comerte a besos”…
Firmado: R del C.
Busqué en otros recovecos del desván de los abuelos,
en listas de pasajeros, en registros bautismales;
pregunté a los familiares sin obtener más respuesta que…
él era muy buena gente, caballero, reservado
y que nunca se casó.
Que volviera de ultramar muy a finales de siglo;
con dinero y un chaval de rasgos algo tainos,
un suave acento boricua y muy tímido en la mesa.
Al chico lo conocí en fotos de mi niñez ya convertido en abuelo;
contaba muchas historias, sospecho que idealizadas,
de un Caribe bullanguero perdido por la impotencia
de una España desangrada.
(El abuelo nunca me habló de su madre
y yo nunca le pregunté que quién era, por qué no estaba
presente en nuestras conversaciones).
A él lo quise con locura mientras vivió con nosotros
y, hasta el final de sus días, el autobús era “guagua”
los “bochiches” cotilleos y las “jumas” borracheras.
Aún sueño con él, despierto:
enjuto, pausado, altivo, algo pillo con las damas
y guardián de su familia hasta, incluso, por encima
de lo que marca la ley.
El baúl que había en su casa… era de mi bisabuelo;
La carta……………………………………… no sé de quién.
La herida de Platón
Hallie Hernández Alfaro
Reducidos a la mitad aquel día de enero
acecha la cisura en las venas de Platón.
Vagarás hasta la ruta del tigre
zarpa de tierra iracunda,
de par en falta,
de cabaña rota.
Solo estarás;
holocausto de lluvia marmórea
que retoza en las calles sin luz,
en los arcos fantasmales,
en las sirenas de lujuria.
Sola estarás;
en la munición de los francotiradores límbicos,
en su andar apesadumbrado,
en el barro cáustico que veja el jardín.
Reducidos a la mitad aquella mañana de julio
cimbra entre las montañas una lágrima filosofal;
hipérbole de un solo nombre,
labrantía de un solo ser.
Encuéntrame, amor, encuéntrame.
El duelo de Corbain
J. J. M. Ferreiro
Corbain miraba el vestido de Claire
que el oleaje había devuelto a la ribera,
pero el cuerpo no estaba;
disuelto rápidamente, se perdió entre piedras y lodo;
se reintegró a su estrato correspondiente,
como un detrito más
del sueño geológico del planeta.
Mucho tiempo después,
cuando el agua se evaporó,
parecía verla de nuevo
en esas formas caprichosas que las nubes moldean.
Sí, todo en ella fue apariencia,
—se decía Corbain—
aparentaba un cuerpo que al moverse
simulaba maravillar otros cuerpos
y terrores imaginarios.
Revivía frecuentemente aquella escena imborrable
que idearon escudriñando en la perversidad:
Era en Sierra de Lobos.
Muy adentro del bosque,
la noche parecía enferma
y las parejas del amor yacían
pudriéndose en los cois y en las hamacas,
destrozados sus vientres sanguinolentos
por las alimañas nocturnas.
Durante aquella época Corbain
fue muy dichoso;
recordaba que siempre
que se besaban
ponían alfileres en los labios.
Ahora,
sus lágrimas caían con un ruido ensordecedor.
Sus manos parecían dos ataúdes de silencio.
Desde su desaparición,
fabricaba sus propios días
o vivía en los ya idos,
que eran los más inesperados.
Y siempre solo, nunca se encontraba.
Tampoco lograba saldar
haber soñado
la proporción más dulce de lo suyo,
eso que le pedía ser
como la ofrenda de la lluvia,
por su invasión,
la humedad acariciadora,
por su llama de vida, el inmanente trazo,
por el alimento de tierra interminable
con el que ella le entregaba el amor…
y sentía muy íntimamente
la nieve de recuerdos
que los días escombraban en sus sienes,
ese halo de belleza que fulgura
cuando hasta las palabras sienten.
Aquella tarde, Corbain recorría
la orilla de la playa
pensando en ella,
y veía como la traza
de sus caderas, siempre ciegas y balbucientes,
todavía quedaba esbozada en la arena.
La imagen de sus chanclas
y sus gafas de sol tiradas en el suelo,
abría en él
una sensación de abandono,
quieto e irrecuperable.
Eran objetos vívidos
con un alma extraplana,
indiferentes a la salvación eterna.
Entonces Corbain,
mirando al mar interminable
murmullaba despacio:
“Vengas con las raíces de la sed
o vengas
con la tormenta mar adentro,
con la hierba del frío,
o en las orillas de la sombra,
jamás la seda parda de la tierra
aliviará la herida de tu tiempo”.
Blanca, el color de infinito
Rafel Calle
Este es un poema renovado que en su día dediqué a Blanca Sandino. El color del infinito, al que hago referencia, es el título del último poema que Blanca escribió cuatro días antes de su partida.
No sé dónde tus paseos esperan la luz de Cádiz,
ni en que ocaso del salero sucumbieron los maizales
a las mañas de tu abuelo que si quería educarte
te mandaba desgranar Asturias y grano cierto;
memorias de la verdad en los callos de los dedos.
Tus manos en la mazorca, manos de niña traviesa,
desgranaban las victorias del oro de tus dos trenzas.
El brillo del pelo llora al silencio de la siembra,
peina la tierra que llora, llora la tierra que peina.
Pasaba por los portales, era señora y muy cierta,
eras tú o casualidades de una calma cenicienta
que explosiona las bondades cuando vence a la tormenta.
Después de todos los hijos y los nietos que anduviste,
los versos eran vestigios, fervorosos paladines
de las causas que han vivido en todo cuanto sentiste.
La costumbre del retrato donde aguardan tus recuerdos,
es un presidio del canto, silenciosamente verso.
Intenso azul de poetas que ahora sin ti son grises,
ahora grises que versan del tiempo que no tuviste.
Ante la muda no canta el jilguero de la fe,
pico y pala y el silencio y la blancura a sus pies.
El color del infinito es de rojo mercromina
para curar las mañanas y los sorbos del café
llagados por el consejo que me diste en tu partida:
Vive por mí, Rafael,
sé muy feliz por tu amiga.