A lo largo de nuestra vida todos tenemos que afrontar determinadas situaciones generadoras de tensiones y conflictos. Además hay una serie de acontecimientos que son especialmente estresantes, como la muerte de la pareja, la separación y el divorcio, el fallecimiento de seres queridos, los despidos o reajustes en el trabajo y la jubilación. Lo que tienen en común todas estas circunstancias es que nos obligan a adaptarnos, nos apremian para que aceptemos los cambios que conllevan, lo que implica, por una parte, incorporar algo nuevo −que de entrada nos da miedo− y, por otra, dejar que se vaya algo que conocemos −que aunque doloroso resulta a la vez tranquilizador.
Frente a los cambios, reaccionamos no sólo según nuestra personalidad, más o menos adaptable, flexible y tolerante, sino también a partir de un sistema de creencias que interiorizamos fundamentalmente durante la infancia. Personalidad y creencias constituyen estructuras mentales que a menudo se sienten amenazadas ante los cambios, y como consecuencia se da cierto rechazo y resistencia a ellos. Ya decía el filósofo griego Epiceto que no son los sucesos en sí mismos lo que aflige a los hombres, sino las opiniones que de ellos tenemos.
Así, frente a una circunstancia vital especialmente compleja, unida a una falta de recursos internos y ciertas dificultades para adaptarse a ella (tanto por la manera de ser como por la actitud ante la vida), el ser humano puede generar toda una serie de síntomas, físicos y/o psicológicos, que desde una perspectiva integradora pueden verse como una voz desde el interior que pretende que se la escuche.
Veamos unos ejemplos. Una persona que haya dependido siempre de otros, a quien cueste tomar decisiones, que piense que es débil y que no confíe en sí misma experimentará dificultades a la hora de afrontar, por ejemplo, la incorporación a un contexto laboral muy exigente, y no es extraño que desarrolle síntomas de ansiedad. A otra puede resultarle difícil adaptarse a la nueva etapa de la vida que representa el proceso de emancipación de los hijos, y más si a esto se añade la pérdida de alguno de los progenitores −cambios que exigen una profunda reestructuración interna− y, si carece de recursos personales, es posible que genere síntomas de depresión. Y así, sucesivamente.
Por lo general, una persona decide iniciar un proceso terapéutico porque su malestar empieza a ser tan acentuado que se ve «obligada» a pedir ayuda, a buscar a alguien que pueda proporcionarle algo un alivio a sus síntomas y luz en su camino. A veces, esa petición llega incluso mucho después de haber soportado durante un largo período esa oscuridad o sufrimiento existencial.
En efecto, taquicardias, temblores, ansiedad, opresión en el pecho o un estado depresivo son manifestaciones físicas, síntomas que reclaman atención, que se dejan sentir de manera que a la persona cada vez le resulta más difícil vivir haciendo caso omiso de ellos y sin escuchar lo que siente su alma. Porque hay ocasiones en que el alma se queja, protesta y reclama atención; necesita que la escuchen aunque tratemos de hacer lo posible por no tenerla en cuenta.
En verdad no podemos vivir desconociendo nuestras heridas, necesidades y deseos más profundos sin que ello acarree consecuencias. Vivir en la inconsciencia genera sufrimiento. Curiosamente, los síntomas indican la dirección de lo que el alma anhela, pero también aquello de lo que nos defendemos, a lo que nos resistimos con ahínco. Cabría preguntarse entonces: «¿Qué estoy tratando de evitar?», «¿De qué me protejo?».
En un sentido amplio del término, los síntomas, sean cuales sean y por extraño que parezca, siempre tienen una intención positiva para quien los sufre. Su sentido es cumplir diferentes funciones para la persona, y así, por ejemplo, sirven para ayudarnos a evitar ciertas cosas y para protegernos de otras, e incluso buscan obtener lo que uno no se atreve a pedir. El entramado de síntomas tiene múltiples significados, pero su finalidad primordial es sernos de utilidad. Porque en última instancia, los síntomas los genera uno mismo, aunque creamos que nos son ajenos y por ello queramos hacerlos desaparecer.
Un síntoma siempre tiene un significado, es un indicador luminoso que atrae nuestra atención y nos informa de que algo está sucediendo. Es tan útil como el pilotillo que se enciende en el coche para avisarnos de que hace falta gasolina o aceite. Los síntomas indican una disfunción, la existencia de cierto malestar interior, dolor y sufrimiento. Podría afirmarse que es la voz del alma que se queja, a la hay que prestar atención y aprender a escuchar.
En un plano orgánico, el síntoma es la expresión física de lo que falta en la conciencia, pero la información se halla en la sombra, en el inconsciente, y la persona carece de acceso a ella. Para entender su mensaje y hacerlo consciente es importante analizar el momento de aparición del síntoma, lo que nos proporciona una información relevante: sucesos, sentimientos, pensamientos y fantasías. Y preguntarse: «¿Qué me impide llevar a cabo este síntoma?», «¿A qué me obliga?», «¿Cuál podría ser su intención positiva?», «¿Qué me quiere hacer ver?».
Según algunos autores, entre ellos el psicoterapeuta jungiano Thomas Moore, la depresión es un intento de que se establezca una conexión o comunicación más profunda con el alma, con la totalidad del Ser. Es una bajada a los «infiernos» personales, una parada del ritmo de la vida cotidiana para escucharse, un «no hacer» para enterarse de lo que sucede en el interior. La persona necesita estar en contacto consigo misma, volverse hacia dentro, encapsularse como la crisálida de una mariposa para llegar a tocar fondo. Hasta cierto punto, es necesario aceptar y respetar este proceso, cual animal que lame sus heridas para que sanen.
La depresión proporciona el momento de detenerse y revisar, un espacio para la elaboración de pérdidas y un tiempo para conectar con el alma. Uno se desactiva, se apea de la vida y se entrega a un abandono autocompasivo. La depresión puede desempeñar un papel necesario en el proceso de individuación, un tiempo para madurar, profundizar y reflexionar en pos de la búsqueda de una nueva filosofía de vida. Esa necesidad de aislamiento, silencio y soledad tal vez sea un rito de pasaje, una muerte y resurrección, una transición hacia una reconstrucción interior desde la disolución de viejas perspectivas.
El vacío del abismo puede proporcionar sabiduría interior, la aceptación de los propios límites y de la realidad tal cual es, y, como resultado, un sentido de la vida y los valores personales renovados. Un estado depresivo puede verse como un vacío fértil del que puede brotar algo verdaderamente nuevo, o como un proceso de alquimia interior mediante el que llegue a destilarse la propia esencia. En el mejor de los casos, puede incluso suponer un encuentro profundo e íntimo con uno mismo que posteriormente posibilite el encuentro y la intimidad con el otro.
Pensemos en un hombre que desde joven se haya orientado de manera obsesiva hacia el éxito profesional, el estatus y el dinero, cuya vida haya estado ligada a la vorágine del hacer. Es posible que llegado un momento de su existencia todo ello le pese y deje de interesarle. Tal vez su alma necesite atravesar una depresión para replantearse y reorientar su vida, experimentar una crisis de sentido que le lleve a transformar sus valores personales del tener al ser, para que se haga espacio al amor, el compromiso y la compasión por los demás.
Por su parte, la ansiedad es un estado permanente de miedo que suele aparecer cuando se dan preocupaciones y conflictos no resueltos. Los ataques de ansiedad reflejan miedo al futuro, a los cambios, aunque a la vez sean necesarios; es sentirse incapaz de lo que la situación requiere. Se acompaña de opresión en el pecho, taquicardia, sudoración, temblores y un nudo en la garganta. La taquicardia implica excitación, conexión con el corazón; el inconsciente dice: «¡Por fin me escuchas! ¡Estoy aquí!».
La ansiedad es una reacción del organismo ante una situación de peligro, sea éste real o imaginario. Manifiesta que hay algo que se vive como amenazante, una alerta ante una situación de peligro o catástrofe. El miedo es una emoción natural de los seres vivos ante lo desconocido que empuja a huir, esconderse o atacar. En todo caso, es útil porque indica que en la situación vital hay algo que se vive como una amenaza. Se trata de hacer consciente e identificar aquello a lo que tenemos miedo, para posteriormente afrontarlo.
Una persona puede quejarse y sentirse víctima de su ansiedad, aunque en realidad es una parte de ella misma la que la genera, es un mensaje dirigido a sí misma. En muchos casos es síntoma de una conducta de evitación: se está eludiendo abordar algún tema que genera dolor o tristeza.
Para liberarnos de la ansiedad es necesario ser plenamente consciente de ella, sentirla en profundidad, experimentarla, e incluso aunque nos suene raro, respirarla. Dejarse llevar por lo que sucede (temblores, estremecimientos…) sin rechazarla ni bloquearla, sintiéndonos responsables de ella. Así, en vez de intentar rehuirla hay que penetrar en ella y preguntarse: «¿Qué es esto?», «¿Qué me está pidiendo este síntoma?».
Muchos ataques de ansiedad son una mezcla de emociones, como rabia y miedo reprimidos a los que no se les permite la expresión, una «bomba» que si no se exterioriza (eso sí, adecuadamente) causan mucho dolor a la persona. Es posible que requieran un grito, aunque sea a solas, enfadarse, llorar o bien expresar lo que se siente para tomar conciencia de ello. «¿Qué es lo que me enfada?», «¿De que tengo miedo?»
Los estados emocionales como el miedo, la culpa, la ansiedad y la depresión brotan de nuestro interior y, aunque parezca extraño, hasta nos los «infligimos» nosotros, pero con una intención positiva. Se trata de decodificar el mensaje que aportan, el que quieren trasmitirnos, no de pasarlo por alto o reprimirlo. Porque cuanto más luchemos contra un síntoma más empeorará. Es beneficioso sentirlo, escuchar qué pide, exagerarlo incluso, ya que si podemos exagerarlo también podemos lograr que disminuya. Admitir la ansiedad es la manera de dejar de sentirse ansioso, tensarse conscientemente ayuda a aflojarse.
Luchar contra los síntomas sólo sirve para reforzarlos, mientras que, por sorprendente que pueda resultar, abrazar el síntoma nos libera de él. Por eso, si nos tiemblan o sudan las manos a causa del miedo hay que exagerarlo, hacerlas temblar o sudar aún más, y por ejemplo decirse: «Voy a sudar litros». Si sentimos que el corazón late de forma desacostumbrada, decirnos: «¡A ver, corazón mío, con cuánta fuerza lates!» y también «¿Qué intentas comunicarme?».
El psicólogo V. Frankl denominó está técnica «intención paradójica»: proponerse o desear justo aquello que más se teme, invirtiendo la actitud hacia el problema. Y así, en vez de una respuesta de evitación o de supresión, como se intenta en las fobias o en las conductas obsesivo-compulsivas, se trata de exagerarlas, incluso con sentido del humor. Paradójicamente, exagerar los síntomas provoca su disminución. A personas que tenían palpitaciones, ansiedad y miedo anticipatorio a un colapso cardíaco Frankl les prescribía que se dijeran: «A ver si mi corazón late con más y más fuerza».
El sentido del humor es curativo en sí mismo, proporciona y a la vez significa cierto distanciamiento de la visión usual. Reírse de uno mismo amplía y transforma la percepción de la persona en cuestión y de sus circunstancias. El humor moviliza muchos músculos, masajea el diafragma −donde suelen acumularse numerosas tensiones−, oxigena la sangre y tonifica el sistema cardiovascular. La risa también activa el sistema inmunológico e incrementa la producción de endorfinas, las hormonas del bienestar además de, y esto es muy importante, hacernos recuperar el espíritu infantil. Reír es contribuir a que ríos de alegría fluyan por nuestra sangre y lleguen a cada una de nuestras células.
La «sonrisa interior» es un interesante y saludable ejercicio taoísta divulgado por Mantak Chia (1991) que consiste en llevar la sonrisa desde los ojos y el entrecejo al resto del cuerpo. Uno a uno va sonriéndose a las glándulas y los diversos órganos, al sistema digestivo, respiratorio, sistema circulatorio y locomotor, incluidas las vértebras y la médula espinal. Este ejercicio reporta una sensación de salud y bienestar interior puesto que al sonreír trasmitimos amor a todo el cuerpo.
Otro síntoma bastante común son las cefaleas o migrañas. Si las analizamos con atención podemos darnos cuenta de que suelen aparecer después de períodos de mucha tensión, estrés y una intensa actividad mental, así como de un exceso de estímulos y situaciones en que se está rodeado de mucha gente. El síntoma exige retiro, relajación y descanso, en un espacio en silencio y con poca luz. Si se lo escucha y se le da lo que precisa, remite. Lo interesante sería aprenderlo de una vez por todas, y parar antes de que se encienda el piloto rojo de aviso, antes de que empiecen las primeras manifestaciones.
Las personas que arrastran un estrés crónico suelen tener síntomas físicos como catarros, náuseas, trastornos intestinales y problemas en la piel; también pueden sufrir ansiedad, migrañas y dolores de cabeza frecuentes. Hoy está ampliamente aceptado que muchas úlceras gástricas las provoca el exceso de preocupaciones. Las emociones negativas pueden influir también en el ritmo y la frecuencia cardíacos. Incluso entre la clase médica, más bien renuente a ver los aspectos psicológicos en los síntomas físicos, cada vez se relaciona más los infartos o las dolencias cardíacas con el estrés.
El hecho de que todos usemos en ocasiones expresiones como «Se me heló el corazón», «Se me revuelve el estómago», «Me duele el alma», «Me estalla la cabeza», «Se me ablandó el corazón», «Estoy hecho un manojo de nervios», entre otras, implica que al menos inconscientemente sabemos que nuestra disposición emocional y mental se refleja en el cuerpo.
La vida interior nos habla en susurros, y si no somos capaces de escucharla cada vez nos habla más alto. Los síntomas nos comunican una información que está en el inconsciente y pugna por hacerse consciente. El síntoma es la punta del iceberg. De manera que cuanto mayor, más complejo, grave o exagerado sea el síntoma −sea éste físico o psicológico− más inconsciente es, y más sonoro es el grito para que podamos escucharlo, así como mayores son las defensas para que la información pueda acceder a la conciencia.
De modo que cuando no nos escuchamos, no nos entendemos o no nos comunicamos con nuestro interior en muchas ocasiones aparecen los síntomas. Su intención es positiva: en realidad tratan de decirnos algo, darnos una información para que lo inconsciente se vuelva consciente. Los síntomas expresan que una parte de la propia existencia no está en equilibrio y reclama atención, precisa ser vista, oída, tenida en cuenta.
Nuestras creencias nos conforman y limitan. Cuando no estamos en armonía con nuestra propia vida o con la existencia en general, surgen los síntomas e incluso la enfermedad. Desde esta perspectiva integradora, se trata de encontrar aquellos aspectos que han intervenido en el origen y causa de la enfermedad, dar sentido a los mensajes que recibimos y localizar las creencias limitantes y experiencias pasadas que están bloqueando el mensaje y su comprensión.
En ocasiones, hay mucha diferencia entre quién es uno realmente y quién se cree que es. Cuando esa discrepancia es muy grande se producen diferentes síntomas, unas veces psicológicos y otras veces físicos, o lo que se llama somatización. El alma avisa de que «no eres el que crees que eres».
Aunque no nos percatemos, en el ser humano existe una necesidad imperiosa de crecimiento
interior, de poner fin a lo viejo y gastado. Necesitamos «actualizarnos» constantemente, aceptar y facilitar ese crecimiento tomando conciencia de aquellos aspectos en nosotros que «mueren» y «renacen» sin cesar, que nos hablan de la necesidad de cambio a que tantas veces nos resistimos. La cura está en conectar con el alma y escucharla con amor.
Hay múltiples maneras de comunicarnos con nuestro interior, de sentir y alimentar nuestra alma: estar en silencio, pasear por un parque o un bosque, meditar, hacer yoga, oír música o bailar; en suma, la expresión artística y creativa en el más amplio sentido de la palabra. No es extraño que una persona especialmente sensible que trabaje, por ejemplo, en los juzgados en casos de graves litigios o violencia de género necesite un tiempo para desconectar, sentirse, bailar, escribir o dibujar.
[hr]Ascensión Belart,
Psicóloga Terapeuta. Col nº 00267-B.
Tel. 971 72 84 06
Autora del libro Un viaje hacia el corazón. El proceso terapéutico del ego al Sí mismo. Herder editorial.