Matar la Omertá

Autor: Pablo Ibáñez.

Tu bata respira la cocina y el pasillo de la misma manera que entonces, madre, pero tus pasos son ahora cuidadosos y meditados, de pingüino. Has perdido brío, es normal. Calientas el café en la misma encimera de granito negro, acaso ya un poco macilenta por el paso del tiempo, y tu conversación sigue siendo reposada y gráfica, incluso al adentrarnos en revelaciones mucho tiempo postergadas.

— Pero tú no eras Borderline. Lo dijo un psiquiatra de Madrid, muy reputado.

Estiras un brazo lentamente al azúcar de las baldas; me levanto y te ayudo. Tengo miedo y vergüenza: he venido a que me cuentes qué paso hace muchos años, qué recuerdas, si la leyenda que bulle en mi cabeza contiene realidad. Yo ahora estoy mal y no sé por qué. Yo no sé si hablar en crudo del pasado es bueno o no, si es justo o no. Dicen que sí —ese terapeuta tan serio y tan caro…—, yo no sé.

— Mamá, ¿conservas el cuchillo?

De repente suena el timbre del portal, siempre has tenido suerte en estas lides. Un técnico que viene al ascensor, no sé qué pasa, ha venido ya dos veces. Prefieres concentrarte en esas cosas del día a día, es normal. ¿Yo qué hago aquí?

Detrás de la ventana está lloviendo suavemente. La calle se parece a la de entonces, más pequeña. Han construido un bloque de viviendas enfrente, en el solar que estuvo condenado de maleza muchos años. Un perro monstruoso protegía la verja de lanzas herrumbrosas, yo pasaba por delante cada día hacia el colegio. Me enseñaba los dientes desde dentro y me ladraba sordamente, bestialmente, me buscaba los ojos con sus ojos llenos de odio.

— ¿Te acuerdas de Rodrigo?

De repente te muestras animada, me sirves un café, intentas rebajar mi gravedad azucarándola, anegar un pasado dudoso con un presente mío que entiendes muy brillante. Gracias madre.

—Tu padre siempre decía que llegaría lejos. Está de reponedor en el Día de la esquina.

Un día cogí un pequeño cuchillo de la cocina y lo escondí en la maleta del cole. Al pasar por delante de la verja, abrí la maleta, saqué el cuchillo y comencé a acuchillar los dientes de aquel maldito perro. Notaba la manga del jersey ensangrentándose, pero el perro no cedía en su odio, ladraba y ladraba, intentaba morderme desesperadamente y yo acuchillaba y acuchillaba su hocico, el metal afilado crujía al golpear en calcio, perforaba sus enormes encías torpemente. Sus ojos odiaban y odiaban, totalmente enloquecidos, y los míos también. Y aquel policía de barrio se aburría mucho, era el jefe, estaba deseando acción contra alguien débil. Me apartó de la verja, tiró el cuchillo y se cebó en mí a golpes. Su uniforme olía a naftalina, el perro no callaba.

— Cariño, fue hace muchos años… Aquello ya pasó. Tu padre ya no puede recordarlo, ya no puede recordártelo en silencio en cada una de sus miradas de decepción. Has salido de aquello, has sobrevivido. Dorita la del quinto me dice siempre lo alto y lo guapo que estás, y lo educado, lo elegante, qué buen mozo. Olvídalo.

Madre, me has dado un beso en el umbral, una sonrisa cariñosa y cómplice. Afuera sigue lloviendo suavemente; la calle es la misma de entonces pero nosotros hemos cambiado. Yo he cambiado. El mundo ha cambiado, y quizá no quiera o no sea capaz de asimilarlo en algún recodo de mí mismo. Una brisa de otoño remonta la avenida y azuza las agujas de aguacero. Respiro unos minutos el portal, me arropo el loden y camino lentamente hacia la noche.