Autor: Gerardo Mont.
Al norte, la ciudad abre su mejor sonrisa: casas de lujo, edificios modernos, servicios múltiples y exclusivos, como dientes bien tratados, adornan la zona de los ricos. Al sur, los colores se van degradando, acercándose a las tonalidades de la miseria y el vicio: salas de masaje con final feliz, cantinuchas, sodas sucias, moteles de baño compartido y de divisiones a media altura entre los cuartos, donde se entremezclan los gemidos, logrando ráfagas de placer fingido muy parecidas al dolor o a la desesperanza de aquellos que, tendidos en la acera, no son más que el crudo testimonio de que siempre hay daños colaterales en los negocios lucrativos. Hacia el este, asciende el asfalto hacia otra provincia, dejando desperdigadas las tiendas de precio moderado y las económicas americanas que exhiben ropas de marca, usadas, y de tallas desproporcionadas para físicos, digamos reservados – que no quieren llamar la atención de otras especies –, pero nada que un par de costuras no pudieran corregir. Hacia el oeste las ventas callejeras, la avenida principal, el tráfico infatigable, las presas continuas y extenuantes, las multitudes que acuden a sus buses como a su última esperanza, soñando con sueños que se cumplen. Y yo allí en el medio como un punto que no sabe con quién tiene que tomar partido.
Mi amigo circunstancial, al que yo llamo Aznavour porque cada vez que viene al país, a observar aves y mujeres, empalaga el edificio con la música del famoso trovador, me había dicho un par de horas atrás, en un español terriblemente francés, con gárgaras incluidas: “Creo que su ami ggo Ricagdo mug-rió”. “¿Y porqué lo cree?”, pregunté de inmediato demasiado sorprendido. “Pogque hagbía un ¿fég-retro? en su apagtamento y mugcha gente que me degcía: mug-rió Ricagdo”. Luego desapareció tras su puerta, como por arte de magia, aunque le hice evidente mi deseo de continuar interrogándolo. Mi corazón se movía como una mujer al ritmo del perreo. La noche anterior yo había soñado que mi amigo yacía rígido y amoratado en un gran cajón, tan grande como un congelador de cantina; y en el contexto de mi afición reciente por lo paranormal, la adrenalina me gritaba que así, tan pronto, me estaba haciendo receptivo.
A pesar de la terrible noticia pude pensar que eso de la elegancia y la respetuosa manera de conducirse del francés es otra mentira, de esas que llevan sólo la intención de enfatizar nuestros descuidos y carencias tercermundistas; roles perpetuados por el cine que sólo muestra la cara amable y romántica de aquellas naciones europeas y la triste y miserable de nuestros países.
No sé por qué razón mi mente, no obedecía a mi intención de concentrarme en el lógico y necesario dolor que me tendría que tener clavado, dado el reciente deceso de mi gran amigo Ricardo. Aunque como siempre, tuvo poco tino aun para su última despedida, así que no debía esperar mucho sentimiento por su ausencia, máxime que había muerto precisamente en lunes, cuando ni las gallinas ponen.
Un día para volver a la realidad, era el lunes, para calentar motores e iniciar el rutinario viaje del burócrata hacia los viernes por la tarde. No era un día para morir, sino para otro maldito principio, como el de un zombi, que hasta días después decide tomarse algunas energéticas para blandir sus gruñidos e intentar con ellos la imposible coherencia del mensaje. Para colmo de males caía una noche fría y una terrible bruma hacía sentir los cuerpos en la calle como tras un muro, o en otra dimensión y eso se traducía en un bloqueo parcial de mis nuevas habilidades, y aunque lo intentaba no lograba captar, sino, leves impulsos, tenues percepciones entremezcladas con mi lógica preocupación, ya no por el muerto, pero sí por los vivos, por lo que yo tendría que decirles, para parecer coherente y sensible.
El lunes, definitivamente, no era un día para morir. Quién querría morir un lunes, si espera, como sé que lo esperaba mi amigo, que muchos asistan a la vela con una alegre versión de “los dolientes”: con lágrimas, pero con mucho que decir respecto al muerto. Yo hubiera preferido, en el peor de los casos, un fin de semana, que aunque hubiera estropeado planes previos, o interrumpido algunos tragos, la lengua, por decirlo de alguna manera, hubiera estado más ligera…, capaz de sacar los ases de la manga, porque sin duda aquel “vicho”, así lo requería desde el otro lado, donde le hubiere tocado en suerte, estar.
Bueno, y allí estaba yo, recostado al poste del alumbrado, intentando planificar mi ascenso hacia el departamento de esa esquina, que reniega de los puntos cardinales y que así, a la deriva, trazaba en mi mente una noche de espanto a lo Chejov, con féretro en la sala, y la mierda de una trama macabra de muertos y sus formas de morir, con las que pretenden engañar a sus amigos, haciéndoles creer que antes de aquello estaban vivos… Aunque en honor a la verdad, no recordaba bien la trama del famoso cuento y casi estaba seguro de que no iba por allí, a mi mente le daba, en ese mal momento, por hacerse la interesante ante la inminente necesidad de subir aquellas gradas y robarle un buen tanto de protagonismo al muerto… Y mal, no podía concentrarme para no caer en los excesos de un llorón que no acepta la inevitabilidad de la muerte, pero tampoco en los del impasible, tan cercano a lo inhumano, tan político.
Miré al segundo piso, las sombras parecían espectros a la luz de las lámparas y al ritmo de ese metal tan pesado que escuchaba en vida o más bien ingería como una droga. La escena para alguien que le conocía tan bien como yo, no era nada extraña, pues solía decir en vida: “A mi muerte quiero metal y un ambiente de tragos y luz baja para que los compas me sientan a su lado y en su ambiente”. Creo que él no consideró que tratándose de un muerto, se colarían los malos y los buenos vecinos, alguno que otro enemigo, para gozar de aquello, los compañeros de trabajo y no pocos vampiros del estado, de esos que eternizan los linajes políticos a cambio de un buen puesto. ¡Qué de vibras encontradas debía haber allí dentro!
En los minutos subsiguientes hice un mayor esfuerzo por concentrarme, pero no logré imaginar una postura adecuada y aún menos un discurso. Las manos entre las bolsas del pantalón me harían parecer un tonto, pero mis manos sueltas y nerviosas harían ademanes que de seguro, serían contrarios el apropiado sentimiento. Mi mente, entonces, decidió divagar en las muchas perspectivas que apuntaban a la esquina. Extrañamente en Ricardo, como en su apartamento, también confluían todos los índices. Como burócrata choricero había amalgamado alguna fortuna, recibiendo untadas de dudosos extranjeros, que le permitía ser bien aceptado en los clubes exclusivos del norte, en sus fiestas privadas y en sus submundos de excesos, digamos elegantes; pero como divorciado andropaúsico, rodaba desvergonzadamente en los excesos, digamos poco elegantes, del sur; y como uno de ellos, al sur o al norte, siempre era el alma de la fiesta. Además, aunque venía del este, de aquella otra provincia, más rural, más apacible, cuna de algunos próceres, abordaba siempre su apartamento por las congojas del oeste, bien acongojado.
Encendí un Marlboro mentolado, aunque estaba dejando de fumar pues ya había calado en mí, eso de, “fumar mata”. Sentí un placer indescriptible, casi sexual, pero cuando ya había terminado con un jalón de a pulmones llenos, me sentí culpable. Sin embargo, me consolé pensando que la muerte de mi mejor amigo lo ameritaba, y encendí el segundo. Me gustó observar como las volutas de humo se mezclaban con la niebla, la usurpaban, pero luego se perdían en ella. En ese momento, aquello me pareció sexual, también, y con la culpa a flor de piel, froté mi cabeza y pensé en la muerte de Ricardo, en las posibles razones del deceso.
Barajé primero, los clásicos motivos: Accidente, suicidio y homicidio. Por supuesto, era casi imposible imaginar que un hombre de edad media, deportista y mujeriego incorregible, pudiera decir adiós, así como así, de manera natural, a un mundo al que amaba y escurría.
Sus ancianos padres, de acuerdo a mis cavilaciones, llorarían con certeza un accidente. “Sin duda – dirían –, habrá preparado la leche con veneno para algún gato, y su estado etílico y el hambre habrían hecho el resto. Desde niño jugaba a darles muerte. ‘La venganza del ratón’, solía llamar el juego. Pero era sólo un juego, él era incapaz de una maldad premeditada”.
Claro, yo asumí que siendo Ricardo tan predecible, tendría que haber muerto de algo así, como con leche envenenada. Una muerte sin garbo, cinematográficamente trillada, como todas sus bromas, y terriblemente estúpida como su sentido del humor… Por Dios, mi mente aún divagaba. Recordé los malos ratos que me hizo pasar, burlándose simuladamente de mi raquítica conversación, de mi manera de quedarme ido y llenar mi boca con cerveza para aparentar –según él – que era algo más que un vegetal, porque tenía movimientos voluntarios. Aunque la realidad es, que voluntariamente escojo para mí, un perfil bajo, que encubra mis intereses y capacidades, para no involucrarme en esas estupideces que llegaron a cansarme después de algunos años: jugar de técnico de fútbol avezado, de un don Juan con muchos pluses, de gran aventurero y millonario, o de gran cantante en los Karaokes y cosas por el estilo, que todos en el grupo vomitaban de los demás compañeros, pero perpetuaban, asintiendo con una risa sorprendida, para recibir en consecuencia, el mismo trato cuando les llegara el turno de exagerar lo propio.
Por esa razón, por burlarse, un par de meses atrás yo le había acertado un puñetazo en el rostro, que de inmediato se le inflamó y poco después fue tomando, color de golpe en serio, con el ojo correspondiente, rojísimo del rebote, para completar el cuadro. Desde ese día, no sólo él, sino que todos me trataban con más consideración y a veces abordaban temas de mi interés en los cuáles yo era la última palabra (fácil ante su absoluto desconocimiento). Sin embargo, a pesar de su nuevo y excelente trato, yo había acumulado tal rencor, que un solo golpe no lo podía haber desahogado, aunque tuve que aprender a disimular, para aparentar la nobleza y el temple cristiano que yo profesaba cuando, como ya dije, de vez en cuando abordábamos mis temas sobre ciencia, o más recientemente, sobre temas paranormales y espirituales.
Pero ahora, yo tendría que ser convincente, pues de seguro alguien tan aferrado a lo terreno, aún vagaría entre esas cuatro paredes observándonos, añorando su fama de hombre de mundo, los halagos, sus excesos. Lo imaginé con su maldita risita de entre dientes, mirándome y luego mirando a los otros, queriéndoles decir quién sabe que barrabasadas del que llamaba mejor amigo. Casi le doy gracias a Dios por habérmelo quitado del camino, pero desistí a mitad del intento, avergonzado. Entonces sentí una especie de miedo premonitorio caminándome en la espalda, mientras se entremetía un flash de mi memoria que me hizo recordar como algunos meses antes, el primo de una prima, llamado Josúa, tras tomarme las manos, me advirtió que debía cuidarme, que no debía involucrarme en asuntos paranormales en los que yo no fuera completamente imparcial. Quise hacer caso a la advertencia y no pecar de necio.
Bueno, pero cuando uno divaga, divaga. Retomé las posibilidades clásicas y consideré la perspectiva que de seguro asumirían los hermanos: por su parte jurarían que habría mano criminal. Quizás algún dinero del que ellos aún no estaban enterados, habría sido el móvil (nos es natural a los humanos la ambición), y vivir en los lindes de una vecindad patibularia, habría sido su desgracia. “Con un revólver en la cabeza, cualquiera se la juega a ingerir veneno, para luego vomitar, tomar leche pura como loco, o correr al hospital si tiene chance”, diría la hermana menor de los tres hermanos vivos, la cirujana, tan bella como engreída.
Los amigos, sin duda, no estarían de acuerdo. “Un suicidio, es lo que aquí ha pasado – dirían –. Con todos los enredos que este man tenía, cualquiera agarra a martillazos el reloj”. “Que si qué, no entiendo como no lo hizo antes. Tres pensiones, una güila preñada y deudas de juego y droga a más no poder, a cualquiera le dan un buen motivo. ¿No creen?”.
Yo por mi parte llegaría de último, dándole un matiz propio a la cosa: “Todos tienen la razón. La leche preparada para envenenar un gato, sería el detonante de esas ganas de suicido, pero en el momento preciso para evitarlo, habrían llegado los acreedores, tan violentos como inmisericordes, y lo habrían obligado a beber la leche del animal, como una manera de humillarlo. Y ante el pronto efecto, de la fuerte dosis del veneno, habrían desistido de dispararle para mirarlo sufrir un rato”. De inmediato recapacité, el mismo frío en la espalda me advirtió que Ricardo esperaba lo mejor de mí.
La noche se volvía tétrica, la bruma era tan densa que imaginé que podría untarme el dedo y chuparla, pero que esa noche tendría un sabor amargo. Me abstuve. El féretro en el centro, la escasa luz, esas voces guturales del heavy metal y el punk rock, convertían la escena en un ritual satánico, con sacrificio y todos los ingredientes ¿Cómo no se me había ocurrido antes? Por respeto al muerto que aún vagaba en la estancia, sacudí de mi mente el pensamiento.
Una prostituta al otro lado de la calle me distrajo. Era hermosa, con tacones y una falda corta sin excesos, bien entallada. “Con este frío – pensé –cómo anda con las piernas descubiertas. Claro, ella sabe lo que tiene… Pero –recapacité – no parece una prostituta ¿qué hace allí entonces, de ese lado del mundo, sola y tan elegantemente vestida?”. Pude notar, entonces, que miraba hacia la ventana, como preguntándose qué pasaba, y yo que andaba un poco sexual después de varios días de ayuno involuntario, crucé la calle (extrañamente me sentí inseguro), le ofrecí un cigarrillo y fuego a la vez. Aceptó con un gesto que decía ¿y por qué no?, y sin más me puse a explicarle que había un muerto, uno que merecía estarlo por patán, pero que era mi mejor amigo. Ella paró los ojos, se recostó contra la pared flexionando una rodilla. Interpreté esa flexión como un lenguaje corporal, una invitación al acercamiento. Adopté la misma postura al lado y le conté todas las horribles acciones de mi amigo muerto, su manera de burlar a las mujeres (y a cuantos podía), cosa que ninguna, fuera cual fuera su condición, merecía. A esa distancia tuve un mejor panorama del interior y pude observar cómo, ritualmente quizás, se acercaban de uno en uno al féretro, corrían la tapa – deduje por el movimiento a pesar de que me daban la espalda –, y luego la cerraban para volver a su lugar. Ella se mostró demasiado receptiva, entonces le pregunté: “¿Qué haces aquí, a esta hora?”. “No, nada, sólo pasaba y me quedé mirando. No soy prostituta, por si acaso”, contestó. “Bueno, no lo pensé, por si acaso. Y también sólo miraba, porque no sé qué hacer, ni que decir. Tal vez puedas ayudarme…”
Acto seguido la invité a una cerveza en el bar más próximo, como ha treinta metros hacia el sur. Y como dicen por allí, una cosa condujo a otra. Fuimos a un motel muy próximo. Ella una mujer desconsolada por alguna razón que no quiso decirme y yo necesitado de una piel tibia, que alejara ese frío que expiden los muertos y envuelve a los suyos los primeros días.
Antes de despedirse con un beso en la mejilla, me dijo: “Sabes, estoy embarazada, aún no se me nota, ¿verdad?”. “No, no se te nota. Para nada”, le respondí y ella continuó: “Estuvo rico, sabía a venganza”. “Por qué”. “Por el malparido que me preñó”. De súbito tomó hacia el norte a toda marcha, yo la seguí a alguna distancia hasta llegar de nuevo al poste. Entre flashes de su maravilloso cuerpo, reflexioné sobre lo que me había aconsejado. Al fin, me decidí a ascender.
¡Por Dios!, cuando llegué a la escalera, un par de conocidos, casi amigos, gritaron hacia arriba: “Llegó Ricardo”. Me pareció de mal gusto, un irrespeto para los verdaderos dolientes, que aunque serían muy pocos, merecían consideración; y no sólo por gritar, sino por llamarme con el nombre del difunto, doblemente desacertado. De esas cosas yo si tenía cuidado, porque a mi manera de ver, sin ser profundas, mantienen la sociedad más o menos cohesionada. Seguí ascendiendo lentamente, el cuerpo de la hembrita titilaba entre mis dudas. Al llegar a la puerta, me faltaba el aire, como si hubiese ascendido varios pisos rápidamente. Sentí una debilidad en las rodillas, fruto quizás, de esos pensamientos encontrados que se agolparon en mi mente. Hasta el miedo asomó su nariz fría, inconsecuente.
Ingresé lento, de acuerdo al plan que me había trazado, todos se habían alineado delimitando el camino ineludible hacia la muerte. De fondo los gritos guturales a un volumen moderado, las luces más tenues de lo que había imaginado y la terrible (así me pareció en el momento) ausencia de sus padres y hermanos. “¿Habría pasado algo entre ellos de lo cual yo no estaba enterado?, me pregunté. “Ya habrá tiempo para indagar en los detalles”, me contesté. Las miradas penetrantes también acosaban mis rodillas, bajé aún más el paso y mire hacia ambos lados con el mejor gesto de pesar que pudo dibujar mi rostro. Pensé que serían adecuadas algunas lágrimas, pero éstas, no me obedecieron.
Antes de descorrer la tapa, puse la mano sobre la misma…, no sé, quizás para ser consecuente con mi nueva nota parasicológica.
De pronto un grito cortó el silencio, como un bisturí que expone las entrañas. Un torrente de ideas sanguíneas probó mi salud cardíaco al máximo. Allí estaba, desencajada, la hermosa mujer de la que me había despedido minutos antes. Se tendió sobre la tapa maldiciendo la desgracia de haber conocido a Ricardo, y de que así porque así, la dejara con su hijo en las entrañas y el mundo encima.
La abracé procurando mi mejor abrazo, puro, sincero, solidario, pero solo quise besarla. Mientras lloraba en mi pecho, no pude evitar que mi mente se desbocara nuevamente. Imaginé a Ricardo herido, ingiriendo su diabólica medicina, con la que él pretendía “ambientar” a sus amigos. Muy a pesar de mi voluntad, sentí una enorme satisfacción y quise sacarle el dedo al espectro que sin duda precedía aquel rito espectral de desencantos y malicias. Permanecí sumido como en una burbuja con ella aferrada a mí y yo a ella algunos minutos. Quise eternizar aquel momento, pero ella miró hacia todos lados y me soltó con el gesto de alguien que se lanza al vacío. Una rockera que yo no conocía la tomó de las manos y la sentó en una silla. Tuve entonces que confrontar el rostro de aquel “vicho”, en mi interior ya no podría llamarlo amigo. “Ojalá estés ardiendo en el infierno”, le dije entre dientes mientras descorría la tapa.
Alguien subió la música al máximo, los vidrios retumbaron y todas las luces se encendieron. Mayor susto jamás me había llevado. Tras la distracción redireccioné la mirada a punto del desmayo.
¡Latas de cerveza entre hielo, eso era lo que había en el féretro, no más que eso! El maldito féretro era una gigantesca hielera, muy al estilo de ese estilo de todos los presentes.
Había caído otra vez… y todos se burlaban. Simulé como mejor pude, ya con lágrimas de risa en los ojos, ya con maldiciones. Al voltearme estaba mi maldito amigo con sus brazos abiertos y me tendí sobre ellos abrazándole, como él a mí, con toda fuerza. Sobre el hombro miré los ojos de la mujer clavados en los míos. Sólo ella no reía.