Destronar al Principito

Autor: F. Enrique

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A una pequeña Tabletita de todo corazón, murió hace mucho tiempo sin saber por qué. Hay quien muere para vagar en el olvido y quien lo hace para vivir siempre en el recuerdo y mantener despierta la presencia de la adolescente que fue. Entiendo su melancolía herida cada vez que el sol se pierde detrás de nuestras montañas.

Destronar al Principito significa coronar con espinas al Pequeño príncipe que solo tiene una rosa que no le pertenece ya que ella está dominada por la presunción y la egolatría, es arrogante porque en el fondo tiene miedo y busca desesperadamente que alguien se lo lleve, quiere ser protegida por aquel a quien trata con soberbia y desconsideración. Aparenta, como suele ser habitual entre los mayores, una fortaleza que no tiene.

Detrás de este niño tierno y melancólico, pero con la impertinencia de quien se niega a cumplir los protocolos y las liturgias del mundo de los adultos, hay un hombre que siente que se derrumban los pilares de unos tiempos que detesta pero ama porque son los suyos, un cristiano que, desde una nefasta experiencia en un colegio jesuita en plena adolescencia, nunca creyó en la divinidad de Cristo, pero le amaba y seguía su huella.

¿Está Saint-Exupéry, cuando era niño, detrás del personaje principal? Nunca lo sabremos. Consuelo Suncín es la rosa que nace en el país de los volcanes, Sylvia Reinhardt es el zorro desprovisto de su astucia que le hace en extremo vulnerable porque está entregado al amor y exterioriza sus síntomas, Marie es la estrella a la que rezamos y cubre los temores con su manto y su sonrisa. Las tres están admitidas con una claridad meridiana en el devenir del cuento, con la intromisión de Denis de Rougemont para sustituir a la muchacha neoyorquina que, a partir de Antoine quedó tan impresionada por la personalidad de aquel niño que nunca quiso crecer, decidió terminar con su vida de divorciada liberal e independiente y casarse hasta la muerte.

Pero el pequeño príncipe no podrá ser desentrañado, era demasiado bueno para ser él mismo; demasiado plebeyo para ser aristócrata, demasiado demócrata para ser republicano. Cabe la posibilidad de que sea la persona a la que más admiraba; León Werth que, entre Cristo, Moisés y el Hombre, probablemente nunca fue niño y nos regaló el milagro de un pacifista que se apunta a la guerra conmocionado por el asesinato del socialista Jaurès. ¿Por qué han matado a Jaurès? se preguntaría 63 años después Brel atónito y sin poder hallar una respuesta.

Antoine pudo haberlo tenido claro; había que crear un niño para consolar de una pérdida irreparable al humanista que mejor concilió al creador con la criatura. Ni siquiera Unamuno en la agonía de su vitalismo irracional, lastrado, como buen vasco, por el Catolicismo de su niñez y primera juventud, llegó a ver el amor como algo hermoso en sí mismo, algo hermoso e indefinible que puede prescindir de la presencia de Dios, la que negaba su pensamiento y buscaba desesperadamente su sentimiento.

Léon Werth creía en el Hombre, en el creador y no en la criatura. Nadie mejor que este hombre valiente, piadoso y comprometido incluso con aquellos que no pertenecían a su ámbito religioso, étnico o literario, un hombre cuyo corazón no se endureció a pesar de los vientos contrarios que, aún hoy, han hecho que sea un desconocido a pesar del valor incalculable de su vida y de su obra. Hay motivos, por lo tanto para pensar que Léon Werth esté detrás de un mito imperecedero; un pequeño niño tan tierno y deslumbrante en su prístina humildad, un tanto afectada por la inocente impertinencia de quienes quieren saberlo todo y no tienen por arma más que la pregunta. Un niño que nunca habría de crecer y se ha instalado en la imaginación incluso de aquellos que no saben leer porque descodifican las letras siguiendo con los ojos cerrados lo que les enseñaron porque, como yo, han aprendido a hablar sin saber lo que dicen.