Autora: Marisa Peral
En las duchas de la playa había un cartel que decía:
Salle de Bains
¡En cas de noyade
appelez le maitre nagueur!
Mi insuficiente dominio del idioma me conducía a leer y releer ese letrero cada vez que entraba a aquellas instalaciones y sólo con el paso de los años llegué a la conclusión de que “le maitre nagueur” era un tío que estaba buenísimo y que cada año era otro diferente.
Durante años odié mis trenzas y aquellos bañadores de gomitas, odié los calcetines y los vestidos de nido de abeja. Mi prima y mis amigas eran algo mayores que yo y mientras yo seguía, aparentemente, siendo una niña ellas eran ya jovencitas que ligoteaban con los chicos del paseo y, sobre todo, con “le maitre nagueur”.
Me prestaban su ropa para que no pareciera tan infantil y no ahuyentara al personal masculino, pero había un fallo, no me dejaban un sujetador y ¡Santo Cielo! aquello no dejaba de crecer. Me pasaba el tiempo con los brazos cruzados o con la rebequita, muy útil en la costa cantábrica al atardecer, puesta todo el día sobre los hombros y anudada justo delante de mis, a mi parecer, escandalosas tetas que se movían sin parar bajo la blusa de batista perforada.
Lo de las trenzas seguía siendo un problema porque, aunque las deshiciera, no podía dejarme la melena suelta ya que se notaban las marcas. Era un suplicio que cada mañana y cada noche me sometieran a la tortura de los cien cepillados para desenredar y abrillantar aquella mata de pelo que me llegaba a la cintura.
Conseguí convencer a mis tías para que me lo recogieran en una única trenza y el efecto fue afortunado. Incluso se dieron cuenta de que llevar aquella blusa de agujeritos sin nada debajo era una obscenidad y me compraron el ansiado sujetador.
Aquella mañana el cielo estaba encapotado y no habría playa, pero, como siempre, nos encontramos a las once bajo el reloj.
Era nuestra hora y nuestro punto de encuentro. Después el imparable ir y venir por el paseo, los chicos en una dirección y las chicas en otra, para cruzarnos una y otra vez y lanzarnos aquellas miradas furtivas y no tan inocentes como nuestros progenitores pensaban. El tontódromo, llamaban al paseo.
Mis amigas se sorprendieron al verme y en sus caras observé un cierto puntito de miedo: la niña podía convertirse en rival a la hora de las conquistas.
No hubo playa y, curiosamente, los chicos no iniciaron su paseo, se sentaron a parlotear en la parte posterior de nuestro banco. Incluso “le maitre nagueur”, que no tenía mucho trabajo ese día, se acercó a nuestro corrillo. ¡Qué guapo era, el condenado!
Era el hermano mayor de una de mis amigas y claro está que me las ingenié para que, Elena, me invitase a su casa. Sin embargo, me abatía el desaliento. Enrique era mayor, demasiado mayor para nosotras y yo odiaba que nos tratase como si fuéramos unas mocosas. Odiaba que me tirase de la trenza. Adoraba que me ofreciera un refresco. Aborrecía que no nos dejase entrar en sus dominios, llenos de misterio. Elena decía que estaba loco porque le gustaban la magia y los inventos. Pero a mí me gustaba. Era una mezcla de adoración y odio. La atracción por lo prohibido.
Septiembre era un mes de exámenes y liberaciones. Saboreábamos cada minuto de aquellos atardeceres de olor a mar bajo los tamarindos. Temíamos las despedidas, el alejarnos unos de otros hasta el siguiente verano. Once meses por delante con la única ilusión de que todo continuase siendo igual, si no mejor.
Pasó el año y aquel verano fue distinto a los anteriores. Por fin me habían cortado el pelo. Ya no era la niña larguirucha y desgarbada a la que la ropa de sus amigas le caía como a un fraile dos pistolas. Enrique ya no era ese año “le maitre nagueur” y no pudo explicarme el significado de aquel letrero de las duchas. Sin embargo, cada mañana lo encontraba a las once bajo el reloj.