Un joven cualquiera (Primera parte. Cap.2)

Autor: Ramón Carballal

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Estaba parada frente a la fachada principal de la Catedral. Era una muchacha delgada como un junco, de facciones angulosas y desmañadas. Vestía una trenca azul marino muy desgastada, pantalones vaqueros ajustados y botines rojos de baloncestista. Su mirada permanecía fija en algún detalle que a mí se me escapaba. Sin que se diera cuenta me situé a su lado y la estuve contemplando con la misma curiosidad que ella parecía poner en el monumento. Me atreví a decirle:
-Quizá no sea la mejor hora.
-¿Para qué?-preguntó.
-Para ver la Catedral, supongo.
-Eso no es cierto. Las sombras también tienen algo que decir. Ves aquella figura-dijo señalando a lo alto- parece recostarse sobre sí misma en un acto de arrepentimiento, o esa otra-esta vez indicó un punto donde yo no veía más que un pliegue de la piedra-, cuando llega la oscuridad le puedes poner el rostro que quieras, porque durante el día no tiene ninguno. Con el atardecer los detalles no se aprecian y entra en juego la imaginación.
Miré de nuevo, pero solo notaba la pérdida de nitidez y el avance de la noche. La fachada de la Catedral me parecía una masa gris e informe.
-Oye, no me estarás tomando el pelo,¿no?
-No, hombre, solo hay que fijarse y verlo además de con los ojos, con esto-dijo ella poniendo un dedo en su frente-.
-No sé, tal vez no tenga la sensibilidad suficiente…
-No es una cuestión de sensibilidad, sino de voluntad-dijo muy seria.
-Quieres decir que si mi voluntad es ver lo que deseo ver sin la menor duda lo veré.
-Algo así.
-Pero eso es falsear las cosas, no crees.
-En absoluto solo es verlas de otra manera o mejor dicho a tu manera.
No pude por menos que sonreír, aquello me parecía absurdo.
-Me llamo Sebastián.
-Yo soy Elena.
-Te apetece tomar algo-le dije.
-Otro día. Hoy he quedado.
Elena dio media vuelta y se alejó. Las luces de los faroles se encendieron, el pavimento, como si tuviera su propia luz, comenzó a brillar. Todo volvía a ser demasiado humano, sentía el frío y la humedad pegados a mi cuerpo, necesitaba un vaso de licor que me calentara. Estaba a escasos metros del Galo. Eran las ocho de la tarde de un miércoles ceniciento. Ni Luis ni Matías habrían salido de casa. En ese momento empezaba a llover. Me volví para ver una vez más la Catedral. Sus agujas sombrías pinchaban el cielo, las rejas cerraban el acceso a la escalinata, pulidas por un cansancio de siglos. Tras la puerta adivinaba el majestuoso pórtico en una oscuridad completa .En el interior resonarían los pasos de algún canónigo, de nave en nave, de espaldas al coro, como cada noche, despidiéndose del santo, contando las monedas de los cepillos, arrodillándose tres veces en simbólico gesto. Las filas de bancos estarían vacías, ni siquiera guardarían el calor de los fieles, el incienso perfumaría el recinto con su rito de purificación y el silencio del recogimiento dejaría paso al silencio de la ausencia. Seguí mi camino, doblaba el conocido laberinto que lleva a la entrada del Galo, a medida que me aproximaba el rumor dejaba paso a la música, era un juego que practicaba a menudo, tarareaba la canción que esperaba oír, pero casi nunca coincidía con la que sonaba en la máquina de discos. Perdía nueve de cada diez veces. Cuando iba con Luis apostábamos los dos, ninguno acertaba y para saber quien pagaba debíamos decidir por aproximación:
-Eso es jazz, tú pierdes-decía Luis-.
-De dónde sacas que eso es jazz.
-Vamos, por ahí suena un saxo, ¿es que no lo oyes?
-Mira es igual, pagaré yo- le decía con una mueca-.
Entonces Luis se paraba y se echaba a reír .Y entrábamos como estaba entrando ahora, con las manos en los bolsillos, directo a la barra, a esa esquina que consideraba mía durante un rato, mientras me dejaba ir olvidando las inseguridades, con la espalda pegada a la pared, observando el paso de cuerpos incompletos, porque el bar se hundía en la tierra y la puerta era muy baja, así que cada poco, un transeúnte sin cabeza, formaba un cuadro en movimiento, solo un segundo, o bien se paraba y traspasaba el velo de luz-si era de día- penetrando la penumbra, que era la atmósfera propia de los creyentes que allí dormitábamos ; si era de noche, veíamos, como uno o varios bultos oscuros cruzaban el umbral, y sus caras podían reconocerse bajo las luces difusas del local, muchos de ellos eran rostros familiares, interiorizados sin quererlo, con los que jamás había conversado, ni lo haría, de los que sabía sus gustos musicales, artísticos, sociales, y les tenía cierta simpatía porque eran similares a los míos, hasta que por casualidad los oía hablar y sus palabras, su tono de voz, decían otra cosa de lo que aparentaban, y pensaba que mentían, que seguramente seguían una moda o les gustaba vestirse así y se sentían obligados a comportarse como su apariencia exigía, con esa especie de etiqueta de modernidad perpetuamente en boga entre la juventud, y me decía que no era diferente a ellos, que yo daría la misma imagen de indulgente traición, acomodado a mis vicios inútiles, como beberme este vaso de aguardiente que tenía entre las manos o perder el tiempo hablando sin saber realmente de qué, ejercitando un diálogo que no era diálogo sino la esgrima de un monólogo frente otro, un juego artificioso, un pasatiempo para vagos. Me sentía mal, desde hacia un rato notaba la boca seca, el sabor amargo del licor, que en otras ocasiones había sido un bálsamo, me dejaba un regusto desagradable que se transmitía al estómago, necesitaba salir, respirar el aire húmedo. Pagué con unas monedas que llevaba sueltas. Quería estar fuera. Di dos pasos y tuve que apoyarme contra un muro, el cielo negro escupía pequeñas gotas, noté la espalda mojada, me dolía la cabeza y en el pecho persistía esa sensación de quemazón que produce el tránsito del alcohol. No podía pensar con claridad. Me puse en marcha de nuevo y aceleré el paso como si tuviera prisa por llegar a algún sitio .No se por qué me paré ante la cartelera de un cine, un póster desgastado mostraba un paisaje lunar, en el centro una cama antigua de barrotes dorados y cabezal forjado. En realidad eran dos camas, una encima de otra, exactamente iguales, y las dos resplandecían como si fueran del oro más brillante. Un firmamento cubierto de estrellas hacia de marco. Lo curioso es que no había nada escrito, nada se anunciaba, se trataba de una simple fotografía. Continué mi camino. Estaba a punto de llegar al parque. Una bruma cariñosa ocultaba los árboles, la iglesia, que estaba en lo alto de la colina, no se distinguía, abrigada por un manto de nubes. Mis pies pisaban la alfombra de hojas que el otoño había donado. Caminaba con la cabeza baja, sentía la soledad como una amenaza, ya que no podía habitarla ni poseerla. Mi pobreza empezaba ahí, en la incapacidad de convivir con mis pensamientos, en la falta de sentido y de acción, en la mera especulación con que trataba los sentimientos y las ideas, sin ninguna fe en que pudieran ir más allá de una exhibición gratuita y falsa de emociones, consciente de lo efímero de todo, empezando por esta carne y estos huesos, acabando por las palabras que decía o callaba, tan dudosas de su necesidad como destinadas al olvido. Llegué a la altura del parque infantil. Recordé la noticia: “Un joven aparece ahorcado en la Alameda. Por motivos que se desconocen………”. La barra de los columpios, que el suicida había utilizado para sus propósitos, no era más que un tubo de hierro oxidado. Uno de los columpios estaba torcido, justamente aquél que debió de utilizar para preparar la escena. Me puse debajo, no podía ser muy alto, calculando el espacio que ocuparía el cinturón, sus pies casi tocarían el suelo. Traté de imaginarlo, haciendo una prueba, temeroso de que alguien le viera, con la firme determinación de quien decide sobre su vida. Luego el momento previo, la duda, el miedo que le paraliza; nada más tiene que dejarse ir y acabará, solamente un segundo, está tiritando, por fin lo hace, sus brazos cuelgan, sus piernas cuelgan, es un muñeco que se tambalea levemente, es una piltrafa que se pudrirá, es la obscenidad.
-¿Cómo se le ha ocurrido matarse donde juegan los niños?-dijo Matías.
-Él no quería que los niños le vieran, no pensó en ello.
Matías estaba alterado.
-Ese tío es un cerdo ¿no podía haber elegido otro sitio?
-Tú no lo entiendes, seguramente solo pensaba en sí mismo, el parque es un lugar solitario, y el columpio le pareció un buen medio, eso es todo-le dije.
-No sé como le puedes defender. Si uno quiere matarse que lo haga en su casa, es menos impúdico. Este tipo de gente nos quiere hacer partícipes a todos de sus miserias y, la verdad, cada uno ya tiene las suyas.
Opinaba lo mismo que él pero no quería decirlo, ese muchacho anónimo despertaba el sentido de culpa colectivo, lo notaba en la mirada de Matías, en sus comentarios despectivos, en mi propia incomodidad y desconcierto. Por eso había que repudiarlo, juzgarlo y condenarlo. Solo así nos sentiríamos mejor, siendo jueces que no admiten el perdón, insensibles al dolor ajeno, críticos con las formas, ignorando el fondo, representantes de la moral al uso, pequeñas hormigas en fila hacia el hormiguero.