Autores: Alfonso Alfaro y Hallie Hernández Alfaro
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Hay acaso palabras que pueden abrir ciudades y cerrarlas, pero no las conozco. Yo voy sumando las mías al silencio, con el sentimiento receptivo como una hoja de papel en blanco. Escribo aquello que dicta el pensamiento en su murmullo, en su silencio de pájaro, mientras la lluvia me va llenando los pulmones de algo que es un dolor en todo semejante a la alegría.
Esta ciudad desmedida de cansancio anda pidiendo versos a sangre abierta. Es tiempo de clausura entre sus calles. Cuando llega el silencio demanda cobertura para hacerse escuchar. Se encuentra en el lugar eterno de la ausencia. Es un lugar inesperado en el que la vida se parece bastante al camino azul de las estrellas. Es como la luz de un sueño. Es nuestra conciencia de ser y ese amor imparable a lo que nos rodea. O quizás la ciudad es, en definitiva, un simple pequeño homenaje, imperfecto siempre, al brillo de unos ojos, a la luz compañera de otra vida.
Mis jirones de insomnio se han estremecido y las calles que creía olvidadas ahora me reclaman, entonces regreso torpemente a su regazo. Será por entregarme a lo imposible y hacer de cada día un bumerán de regreso hacia el futuro.
Para que exista no es necesario haber nacido. Un estallido espontáneo libera el rastro de vida que hemos de seguir. La ciudad de todas partes habita en negativo en los espacios vacíos de los días y captura en la noche entre los sueños, las palabras en torno a lo garganta del olvido.
No hay un latido en mí que no responda al eco de su interior en lo profundo. En la amplitud discreta del aire, la vida se desplaza de una grieta a otra. Hay un presentimiento de bostezo huracanado, un sabor a óxido y clorofila en la expansión en fuga de la naturaleza.
De la ciudad se sale igual que de un recuerdo. No llueve ni hace frío, no habla el viento. No hay día ni noche, no hay tiempo ni espacio. Es la forma límite de la belleza, la que no se puede nombrar. Y hay que entrar en ella.