Un joven cualquiera, primera parte. Capítulo 3

Autor: Ramón Carballal

Apenas doscientos metros me separan de la Facultad. Es una línea recta que discurre paralela al mercado. Son las ocho de la mañana y los placeros están descargando las mercancías. Huele a pescado. Avanzo rápido esperando encontrar sitio en el aula. Desde diferentes puntos se aproximan otros estudiantes. Medio dormidos, abrochándose los abrigos, metiéndose las manos en los bolsillos, ajustándose las bufandas, se dirigen a sus clases. Subo los escalones de dos en dos, con la mirada puesta en la puerta de entrada. Ya se oye el bullicio, esquivo a los que vienen de frente, a los que están parados y a los que van más lentos. Es el aula doce. Otra vez llegué tarde. Me siento en las escaleras. ¿Qué toca hoy? No lo sé. Abro la carpeta y cojo unos folios. Estoy dispuesto a tomar apuntes. ¡Mierda!, solo he traído un bolígrafo Bic medio agotado. No puedo reprimir un bostezo. Pasan diez minutos de la hora y el profesor no aparece, parecemos el público de una representación. Es el tercer mes de curso del quinto año. Me entretengo en observar. Aquellos cinco, tan arreglados, están dispuestos a aplaudir. Seguramente se han levantado muy temprano para estudiar. Una chica de pelo corto charla con su amiga. Me recuerda a la protagonista de una serie de ciencia ficción que están pasando en televisión. Creo que su nombre es Sandra, pero no estoy seguro. Más arriba se sientan los progres. Es un grupo numeroso, llevan el pelo largo, vaqueros, amplias chaquetas de punto portuguesas y fulares brillantes. Se ríen, dan palmadas, están satisfechos de cómo son. El aula está llena y el rumor de las voces es molesto. Por fin, entra el catedrático, serio, consciente de su papel. Lleva en sus manos un libro que deja, ceremoniosamente, sobre la mesa. Es un hombre desmañado, de hombros caídos, muy menudo. Tiene el pelo completamente gris y gasta un bigote pasado de moda. Comienza la explicación, los alumnos nos concentramos en tomar notas, su voz es monótona, seguramente ha repetido lo mismo docenas de veces. Me encuentro incómodo, tengo las piernas dobladas y el escalón superior se clava en mi espalda. El sol ha entrado con fuerza a través de los ventanales. Hay restos de humo en el aire que forman un velo espeso. Voy rellenando las hojas sin saber exactamente lo que estoy escribiendo. La lección ha terminado, aprovecho para levantarme, tenemos cinco minutos antes de la siguiente clase. Esta mañana tendré que repetir el ritual cuatro veces. Han pasado tres cuartos de hora. Empiezo a sentirme solo y no sé qué hacer. Esta forma de aprender es absurda. No he entendido nada, he hecho de mediador entre la voz y el papel, estampando palabras, atrapándolas, en el difícil arte de escribir las frases completas que se dicen y no se dictan; pero no he comprendido ni la más superficial de las ideas que se expresaban. Al volver a casa deberé repasar lo escrito, intentaré asimilarlo, interiorizarlo, memorizarlo y, finalmente, olvidarlo. El bedel anuncia la siguiente clase. Mi pensamiento no está aquí, viajo sobre recuerdos, los más inmediatos: el Colegio como juego infantil, el deporte como desahogo, el mar, el descubrimiento de un libro, la ilusión de un amor, la nostalgia de las cosas más insignificantes. Esa arquitectura ha desaparecido, quizá nunca existió, nada lo desmiente, pues revivir el pasado es matarlo definitivamente, por eso dejo que el río fluya, aunque crea que es el mismo río y solo es el mismo puente, desde el cual contemplo el paso lento y constante de la corriente, con sus imágenes negras sobre el espejo del agua; cerca de la orilla, bajo la sombra de un árbol, el remolino de un remordimiento da vueltas alrededor de la mentira, la que digo para engañarme y engañarlos a todos, cuando elijo un futuro equivocado y actúo como si lo aceptara. Recobro la conciencia, me ubico entre los límites de esta sala, escalonada pirámide del saber; respiro intensamente, me comunico, vivo lo que ya no viviré más, con una simplicidad inconsciente que malgasta cada segundo, incapaz de atrapar este instante que se me escapa para siempre, dispersa la atención, porque son demasiados los colores, los sonidos, lo olores como para que un cerebro inconsistente pueda matizarlos, hacerlos suyos, despojarlos de objetividad y darles un lugar privilegiado en el almacén individual de los recuerdos. Es la mecánica la que se impone, el esfuerzo de los dedos apretando el utensilio, desgranando su sangre azul sobre el papel; y la palabras, siempre las palabras, egoístas, no sentidas, con su vocación de prostitutas, ejerciendo su tiranía; y si por un momento alzo la vista veo al títere, recitando, y pienso si será hombre o será máquina, si realizarse es cumplir un destino como aquél, tan sustituible, sin ningún sello personal, que todo se reduzca al aprendizaje de una gimnasia de gestos, de una modulación de la voz, de un respirar acompasado, de un texto heredado. Acabó la lección, para nosotros, una criptografía de signos, para el catedrático, el oratorio de una misa; sin embargo, nada de sagrado se apreciaba en ese vacío tono cantarín, ausente de énfasis, desnudado de sentimiento, espíritu de funcionario sin alma que no necesita mirar su reloj para contarnos la historia de un derecho que nació en Roma y murió en las alcantarillas de un Palacio de justicia cualquiera; como la de un bufón ,su versión es alegre, hecha para divertirnos y aleccionarnos; pese a su porte circunspecto , guiñolesco, hay una ironía hueca que resplandece bajo la declamación aprendida en sesudos ejercicios de galeote.