La revista “Poesía”, dirigida por Gonzalo Armero y editada por el Ministerio de Educación y Cultura, fue una publicación de acreditado prestigio desde su aparición en la década de los 70 hasta su número final en 1994. En ella se trataban temas relacionados fundamentalmente con la poesía, pero también abordaba temas de arte en general, siempre desde el punto de vista del impacto poético, con originalidad, calidad literaria e ilustraciones, de diseño y maquetación muy innovadores. En la época fue muy famosa un monográfico que “Poesía” dedicó al cine (nº22) ―un poster gigante que se regalaba con la revista y que mostraba la imagen de Al Johnson, el protagonista de la primera película sonora, “El cantante de Jazz”, estaba pegado en muchas de habitaciones de estudiantes, pubs… etc. de aquellos años―; en dicho número se recogían artículos sobre cine de las prestigiosas plumas de Abel Gance, Luis Buñuel, Dalí, Pío Baroja, Rafael Alberti, Vicente Huidobro, Ramón Gómez de la Serna, etc…
Uno de estos artículos, era “Jazzbandismo” del genial Ramón Gómez de la Serna. De la Serna se recrea, con su perculiar estilo, en el mundo de las grandes bandas pioneras del jazz, intentandonos trasmitir a través de metáforas y léxico imposible, toda la explosión de vitalidad libertaria que suposo esta música a principios y mediados del pasado siglo.
Ramón Gómez de la Serna (Madrid, 3 de julio de 1888 – Buenos Aires, 13 de enero de 1963) fue uno de los más prolíficos, polifacéticos y originales escritores que dio a la luz la literatura del siglo XX en nuestro país. Su actividad como periodista destacó por su gran fuerza imaginativa, con un fuerte carácter nihilista que atacaba despiadadamente a una sociedad hipócrita, conservadora y sin expectativas. Ramón es el creador de la greguería, que podemos definir como una metáfora con una gran carga humorística e irónica, de marcada influencia en toda la literatura posterior.
Jazzbandismo por Ramón Gómez de la Serna ¿Fecha del nacimiento del jazz?
¿Qué importa si el origen, si se ha adaptado a la época y ha roto la enervadora música de los halagos mustios?
¿Qué importa que esa sucesión del viejo charivari ―gran charivari el de toda época― nos venga de Norteamérica y se sostenga que procede de una orquesta que había en el café Schiller en 1915, y en la que el negro Jasbo Brown, en la hora más excitada por las avispas de los cok-tails, era interpelado con gritos de “Otra vez, Jasbo!”, y, por fin, en abreviatura, “Otra vez, jazz”?
Poco importa también que se vea confundido su origen con el ragtime o los coon songs y que se cite el nombre de Irving Berlín como su verdadero padre, por ser el autor de un cakewalk en que estaban ya todos los rumbos del jazz.
…Alguna vez se trazarán los mapas de la emigración y nacimiento del jazz, mapas escondidos en el portamantas del libro, y que sólo se abren en la hora del sueño.
En 1918 es cuando llega el jazz-band a Europa, siendo servido en el Casino de Paris bajo el feliz auspicio de Gaby Deslys y M. Pilcer.
El jazz-band define la mezcla libertaria, y por eso no hay que buscarle fuentes oscuras, sino aceptar lo que tiene de la nigricia y lo que ha tomado prestado de los claxon que trazan la línea de las aceras en la calle moderna.
Mucha rebeldía hay en el jazz cuando hasta el instrumento que más destaca en sus conciertos, como el tenor de un conjunto, el saxofón, fue perseguido cuando lo inventó Adolfo Sax, al que se llegó a querer asesinar por como verborreaba su aparato, y porque, según dieron en decir, volvía tísicos a los que lo tocaban.
Triste persecución la de todo precursor, que hoy debe congregarnos, lanzando compensativos: “¡vivan los saxofones!”, en gritería que añada: “¡duro con los ragtimes, que engañan; con los fox-trops, llenos de sustos, y los shimmys, llenos de saltos! ¡Vivan los trombones, ricos en grandes burbujas como globos musicales de gran bazar! ¡Y viva el susto que nos da la trompeta cuando su pistón se ha disparado!
Todo nos encanta en el jazz, hasta esa cosa negra que tiene, y cuyos sones profundos se siente la nostalgia de los zambombazos en la matriz sonora de los inmensos troncos vaciados y convertidos en tambores milenarios, nostalgia que pasa a través de los negros civilizados de los Estados Unidos.
El intento del jazz es el de sacar el mundo a la superficie. Las otras músicas tienen un sentido más recóndito, más subterráneo y más religioso, en un sentido introspectivo y letal.
La música del jazz pone en circulación al mundo, hace bailar las palmeras, despierta el apetito del ja-ma-la-ja y se lanza sobre el gran sandwich de la realidad.
Aparece en todo momento mezclado de lo selvático y de lo moderno, y por eso sus pitos no son pitos de verbena, ni pitos tranviarios, sino los pitos de los referees en los grandes estadiums y pitos del director de esclusas del Canal de Panamá ¡Así que no es nada! El pito que sirve nada menos que para unir dos mares y que se abracen como dos inmensas morsas liquetificadas es el que pitea en el jazz.
El jazz ha inventado también una voz humana, que es la voz que resuena en los bosques y con la que parecen que nos llaman, cuando en verdad es voz de pájaro y de viento en las flautas vivas de los cañaverales, flautas con tantas virginidades como nudos tienen; voz humana de parque zoológico, limpia de sufrimiento, hija del roce de los instrumentos raros, audaces de sincopaciones.
No es lo importante estudiar a los chocoleyt en su alma negra para entrar en el jazz, puesto que le basta la última razón que le asiste, la de sincopar con sus notas la emulación de la vida contemporánea y ser el estimulante que nos arranca de los mareos de la circulación y la vorágine.
Parece que de lo que se trata es de que va llegando el europeo a la sinceridad de los negros. De ahí que los mismos ritmos le sirvan.
Una reacción como la del jazz es antigua en la historia. Los romanos, cansados de la dulzura de las flautas, inventan los címbalos y, lo que es más decisivo, el verbo cimbalizar, cimbalizándose con todo, hasta con las ásperas conchas de las ostras, que eran restregadas unas con otras.
En España el jazz ha estado siempre en todas las rondas de noche que solemnizaban algún motivo de estrepitosa alegría y en las comparsas de Carnaval y de despedida de los años.
Pero no es lo principal del jazz su historia ni sus razones, sino su sinhistoria y sus sinrazones, y una cosa valiosa sobremanera, “que es simpático”.
Los negros que viniesen a Europa saliendo de su país con los oídos tapados, al llegar al cabaret jazzbandático, oirían con sorpresa el guiriguay del jazz y les parecería música de metrópoli, como a los chinos cuando oyen la música nuestra, siempre, hasta al oír un vals, creen que es música guerrera.
¡Que hipotético es eso de las influencias! En Hawai, por ejemplo, todos los que van a disfrutar de la isla exótica consideran su música autóctona, cuando ha sido influida enormemente por el fado, que llevaron allí los portugueses cuando tuvieron cuenta de la isla, de tal modo que le banjo es la guitarra portuguesa redondeada, y la agudeza metálica que le caracteriza la he oído mallante y quejisonante en las noche atufaradas de Lisboa.
….La música ya no tiene el aire mecedor de ciertas músicas que alegraban la vida fuera de los conciertos. Ahora suena en esa vida marginal a los conciertos otro estampido, otro zambombazo, mezcla de nostalgias exóticas y de lo que es exótico y nuevo en las Grandes Vías modernas, movida la vida con un ritmo más disparatado y precipitado y mezcladas a él las venas azules de la calle que muestran su pulso en los anuncios del Gas Neón.
El jazz, y por lo tanto la oratoria de jazz, ya no se promiscua con la melifluidad terne.
Se habrá desbarrado, habremos tocado notas de espanto, pero lo prohibido nunca.
Lo barroco se vuelve a encontrar en el jazz.
Lo que no es amanerado, ni dinguilandero, ni sobón, sino lo que tiene de arranque y siempre pretende destacaciones altas, concepciones poderosas, sin halago a lo que es flaqueza de los demás.
En el jazz sentimos el abrazo de las civilizaciones, la negra de la época que éramos sapos aguanosos y la época de las Grandes Vías y los sorprendentes escaparates. ¡Qué abrazo de emigrantes más estupendo!
En el jazz se dan un abrazo todas las razas y completa el abrazo el tango, que tiene madre también africana, la tangana.
La alta frecuencia civilizada gusta de mezclarse así a los ritmos lentos y al relenti.
Sabio e ignorante al mismo tiempo, el jazz-band sabe mezclar los nuevos gallos, y los glisandos, y los trémoolos neuropáticos. No rechaza ningún ¡ay! y saca exóticas resonancias de la caja china y de los quejidos que los negros lanzan para que no se note su olor.
Todo el desplante de la vida moderna, con su particular meningitis bien soportada, tiene entrada en el jazz, y el veraniego atorrante, con su sombrero de paja sobre la nariz y su puro de brea de la Habana en la boca, puede hacer una equis de cakewal, y el que ha perdido en el juego, pude dar el aullido del arruinado, u el turista que no sabe adónde ya puede lanzar el bostezo definitivo de su indecisión, y las almas de los suicidas pueden agarrarse a las cuerdas del banjo y lanzar un suspirillo desacordado.
Por el jazz-band se rompe la hipocresía social, y el hombre importante y enlevitado que está deseando dar el grito intempestivo del magistrado loco tiene consignado su grito en el conjunto.
El jazz-band está muy bien en los grandes hoteles, cantado por la nariz y tatareando como borracho que se recuerda una música oída durante su lucidez rítmica. En los grandes hoteles sirve para saltos y contorsiones de los algo desmedulados, tapa lo que se dicen de mesa a mesa los un poco détraqués, y jaleador del jazz-band ―empleado de banco recién echado― lanza los latigazos de sus desplantes como domador del público que boxea con él a gritos.
Busquemos el sitio en que el jazz está más corrompido y donde su fermentación dé más alcoholes; este jazz entre cuyos bardales de notas y gritos de pisotón y del peritoneo hay hasta una comadre que irrumpe con desgañitamiento de mujer a la que han robado su hija.
En el jazz, y sin darlos importancia, como los novelistas sensibleros, lloran y ríen las cabareteras, ahogadas entre voces de caballeros con la voz tomada, que en la tertulia nocturna representan a los que han salido de juerga, aunque debieran estar en la cama y haber llamado al médico.
¿Cómo suprimir este desahogo de la vida moderna, como han intentado algunos americanos puritanos, mientras algún compatriota pagaba diez mil dólares a la mejor orquesta del jazz sólo por tocar una noche en un baile de multimillonarios?
Imposible; además de que el jazz estaba en el vals, como en la dosis pequeña con que comienza su vicio el cocainómano está la fatalidad de la dosis grande en que acabará.
En el jazz-band está la chacota de la vida moderna, su absurdidad, su incoherencia, su deseo de jolgorio continuo, y en él se mezclan todas las fugas de los amores tristes, y de las patosidades desesperadas y el desteñido de las bocas, siempre como heridas sin restañar, mezclados a otros mil ingredientes, como tecleos de máquinas de escribir lejanas, reclamos de pato y perdiz y estallidos de pulgas de elefante.
A veces me siento yo mismo músico de jazz-band y estoy dispuesto a escribir una música de carcajadas sobre los papeles pautados de los compositores, uyuyuyais jay-jay, ondulantes que se mezclan al sonar de los matasuegras musicales, que se estiran y se encogen en su propia tubería, y al inacabable piporro del saxofón, que hace sonar su cachimba sultánica, lanzando grandes bocanadas de humo sonoro.
Es tan pretencioso todo, que bien merece esa trituración y mezcolanza que promueve el jazz amalgamando sentimentalismos, colillas de ideas, amores que se acaban de romper, todo mezclado en uno de esos barriles en que el cemento danza la danza del vientre.
Las notas de jazz machacan toda nuestra lexicografía, nuestra ideología, todo nuestra sentimentalogía.
El martillo pilón de la orquesta jazzbandista deshace las piedras de nuestra alma, que son más difíciles de disolver que las de nuestro hígado.
La sabiduría principal del jazz es la de adornar una melodía con trinos, arpegios, trémolos, variaciones, cadenzas, todo a lo que da tiempo la infrecuencia del ritmo, todo lo que llena la vida del chacota, de absurdo, de jolgorio, de banalidad, de incoherencia, de cabaretismo, mezclándose música y vida como dos mares a través de anchísimo estrecho.
Sólo una introducción del jazz puede abrir ciertas almas y que vayan a buscar ciertos libros y comprendan ciertas ideas. El jazz es lo único que hace variar de sitio los prejuicios depositados en un calete.
¿Qué ha sucedido ahora? ¿Qué atiplación es esa después de un zambombazo? Que el bombo ha tenido un niño, el niño que no ha tenido nunca después de estar hecho un bombo de siempre.
Sólo el jazz exprime la vida hasta la última esencia. Los instrumentos de jazz son de dos clases.
Los de percusión o de batería (a los que se puede asimilar el banjo), que sirven para subrayar la medida, y los de viento, que son la imagen de la voz del negro, es decir, glisantes, ligeros, sensuales, extrañamente dulces. El saxofón está cerca de nuestra sensibilidad como antes en la orquesta de zíngaros el violoncello. Esa perpetua conversación de los instrumentos del jazz, enzarzados en ella sobre un ritmo dado, tiene también preciosas distracciones, que son los calderones premeditados de la antigua orquesta.
Lo que hay en el jazz de música coral protestante ―de los viejos coros sabatinos― es tomado por su negrura y añaden abismos a lo religioso y lo hacen más profundo y ponen un frenesí rafagueante en sus notas, unas veces flojos de piernas hasta caer prosternados y otros altisonantes, entregados al salto del deliquio.
Pero esa calle moderna es fondo exaltante de esa mezcla de miedos y videncias religiosas, y eso acaba de desmanotizar la película.
― ¿Qué es eso que ha sonado ahora?
Un grito de polichinela
Ese caballero que medio canta unido al jazz. Es un doctor loco.
―Es una orquesta a la que hay que aspirinar
―¿Y qué es eso?
―Pues darles a todos aspirinas.
Aplausos que completan el jazz, liberación de los aparatos, aplausos de los gorilas en sus jaulas.
Risa negro xilofónica y aguda.
Hay un momento genial que es necesario recoger, y es cuando se cae toda la vajilla o se hunde la cama.
Voces de marineros borrachos. Más voces de empleados de Banco que han perdido su timidez en el día santo del patrón, del patrón de oro.
De vez en cuando es un dios negro que sortea aplausos sin objeto, de alegría cuadrohumana, de comedor de gran hotel.
En medio de ese jazz aparece una máscara con la voz tomada.
¿Qué ha sucedido ahora? Qué el bombo ha tenido un niño.
Hay en el jazz sonidos sospechosos que, a veces, se producen con una oreja o con la nariz.
Los patos ya había yo notado que llevaban en el pico un pito de feria que les había olvidado quitarse de la boca; pero sólo al ver el saxofón he visto que tiene pitorro de pato.
Yo injertaría un clarinete en un saxofón y saldría un aparato mejor y más completo, unida laringe y esófago en la perpetración del nuevo vertebrado musical.
El jazz-band monumental, el estrepitoso y retumbante es el que tocan los elefantes las noches de luna, en el cabaret de la plazoleta.
Se puede sostener también que la música del jazz da masaje.
El jazz es el asombro de todo entre tarariras y zalagardas.
El banjo ha vencido al arpa, con su traje de color antiguo terciopelo oro y polvo. El banjo tiene el pelo cortado a lo garÇone y enseña bastante las piernas y tiene bastante descote. ¡El arpa llevaba una larga cola inadmisible, que sólo dejaba ver algo cuando la mujer romántica se tiraba por el balcón! ¡Y no era cosa de estar esperando siempre ese preciso momento!
El saxofón, ese gran piporro musical, hace sonar su pipa sultánica, la cachimba enorme de humos sonoros.
El jazz no pude olvidar el rugido, que ese el primer rasgo de altisonancia de la vida y que será, probablemente, el último.
Ese sonido de maderas nudilleadas que hay en el jazz, ya lo habrá en ese intercalado digiteo a la puerta de la guitarra, discreta llamada a la amante dormida.
Mac-Orlan ha dicho que la dinámica del jazz “podría poner en marcha una máquina de acero”.
Todos se vuelven locos en el bruabrú de la orquesta y acaban dando una zurra a las mujeres ideales del jazz.
Los diablos funcionan y tocan el jazz como ninguna otra orquesta.
Ensayo balubamte es el salvajismo que nos salvó de la música academizada.
Todas las curiosidades de las revistas, todas las novedades, todo cabe en el jamalajá del jazz.
Todas las curiosidades quedan desmentidas y es la hora de los hombres sin falacia que no tienen oído.
El jazz-band nos caza más que nos seduce.
El jazz-band es la música del presente, bocinante, laminante y corruscante.
No es ser hombre de nuestro tiempo no comprender el jazz-band con sus abismos del encanto y sus montañas rusas de voluptuosidad.
El parlamento moderno de la música esta en el jazz-band, silencioso como un nido de amor, y de pronto con un tren en lo alto, ese tren que cruza las grandes ciudades que tienen metropolitanos por arriba y por abajo.
Tiene cada pieza del jazz-band una cosa de viaje alrededor del mundo, haciendo escala en Groenlandia y en la isla de Java.
Es giratoria la música del jazz-band, y gracias a un sinhilismo moviente nos damos una vuelta en el carrousel del Zodíaco, y yo monto piscis y tú escorpio.
En los diplomáticos que salen a bailar se nota más la dualidad del salvaje y del civilizado, sobre todo si en sus facciones se anuncia un poco el negro: bailan con finura diplomática y con aire de guateque.
En el jazz-band se dejan en libertad y se les da prestigio a esos gritos que antes tenían que aprovecharse de los grandes barullos o del cataplaneo de las grandes máquinas para ser lanzados.
¡No es nada ver cómo agrada el grito espontáneo sin tenerse que meter entre los ruidos que lo borran todo!
Todos los que oímos el jazz-band parecemos víctimas de una buena noticia. Nos han traído, con su cola azul, un telegrama notificándonos algo muy bueno.
Ahora que descorchen el bombo! ¡Y que en ese aparato que se mete y saca preparen el cock-tail de la hilaridad!
Sacad toda la cristalería y todas las compotas y los aguardientes del aparador del jazz-band.
Se nos ocurren gansadas de bautizo y gritos de ¡viva la novia! en una supuesta boda.
Aparece el que pisa las bocinas que gritan como perros a los que ha pillado el tranvía.
Hay latas de foigrás de música… ¡Camarero otra lata!
También las hay de caviar. ¡Camarero otra de caviar!
Tantanes lejanos están llamando a cenar siempre.
¡Como abunda el candome! ¡Cuánto candome!… Ya pasó el candome.
Ahora un rato de letanía.
Los metales del jazz-band son los metales de mejor clase del mundo, y hay todo un ruido de cacerolas en sus notas… ¡Ah, en la cocina nos preparan una mayonesa! ¡Eso es que hay langosta con sus ricas desnudeces!
Los jazz-band son como la risa en las barbas de la seriedad del pasado, que queda en el presente y que no quiere dar cuenta. En él aparece ese hombre solemne, cuanto más solemne mejor, y mejor si tiene barbas negras y gafas con marco de concha, pues así resultarán más intempestivos e inesperados sus gritos carcajeantes y su interrupción parlamentaria.
¡Oh si tuviese tipo de naturalista!
Pero dejemos que en el jazz-band zarandee de lo lindo la seriedad del mundo y demuestre, a ratos, que el también tiene su corazoncito, y escribamos al dorso de los menús ya comidos, y sobre los que hay impresas lágrimas de vino, los pensamiento que la vorágine del jazz-band nos sugiere, y después, como náufragos marineros del jazz-band, echemos al lector en la botella vacía del Champagne los últimos pensamientos de la tempestad.
Se cumple más que en ninguna orquesta jazzbandática, ese deseo que tiene la voz humana de mezclarse entre la música.
¡Qué quejidos de policlínica!
¡Oh! ¿Qué es eso? Los antiguos sonajeros… ¡Que gusto! ¡El tiempo que hacía que no oíamos uno de aquellos magníficos sonajeros de los rorros de Carnaval!
¡Bien parece negro que da con los palillos en las estrellas, y después, en el platillo petitorio!
Es la única orquesta en la que cabe el claxon, ese tipo de timbre para los enfermos.
El jazz es una orquesta para las grandes cataratas, para las grandes selvas en silencio, cuyos músicos no conocían el papel pautado, ni las notas, de ahí el desorden y la desmemoria que reina en cada partitura.
Ruido de colleras… Ya sabemos de qué amigos y enemigos nos acordamos en seguida.
En medio del jazz aparece una máscara con la voz tomada y llena de guasa, que también parece un agrupamiento que ha salido de casa no debiendo haber salido.
Todos los reclamos de cazador que venden en las tiendas de caza, el de abubilla, el de pinzón, el de tordo, el de perdiz, etc., etc., toman parte en el concierto jazbandero.
―¿Qué hace aquel?
―Pues toca una zapatilla
Los seres mecanógrafos y cautivos hallan en el jazz su inyección, su cargar de nuevo los acumuladores, rehaciéndose los agotados.
Los alculeles precipitan los ¡alalay! Macabros y las sensaciones de trepidación se intensifican con una especie de tifón de ruidos.
Tocad jazz en una reunión de sombreros de copa y el jazz soplará todos los sombreros, los que sin él se hubiesen entronizado y nos hubieran engañado a todos.
El baile de jazz es el baile de bosque corrigiendo el amaneramiento de los perímetres. Es un baile en que figuran los negros moviéndose según un ritmo de ciénaga voluptuosa, avanzando con engaño de baile, siendo los cotrafantasmas que, gracias a sus arrumacos, logran meterse en casa.
Los homoplatos se mueven como alones desplumados.
Todos los aspavientos de sus bailes son aspavientos de camino, gestos de sorpresa en la plazoleta de la tribu, siendo quizá su baile más típico, el que representa los movimientos del que pasa el río con pisadas inciertas, temblantes, de meter el pie en abismos sospechosos, de sentir escalofríos de agua, de saltar un pozo sobre arenas, unas veces flojas y otras duras.
¿Para qué decir en inglés todos esos pasos y danzas de peregrineantes salvajes? Así, sólo se consigue desorientar de lo que esto significa de natural, en grotesquería de las selvas vírgenes, e gesto exagerado del desperezarse procaz al mismo tiempo que del balancearse elegante.
Burla de todo lo imposible, meningitis de una hora, paroxismo de juego de empolisonados, aire de marcha solemne descompuesto por los gestos exagerados de las mandíbulas, las piernas demasiado en flexión y las curvas anteriores y posteriores enarcadas y pomposas, imitación del canguro y del avestruz, descenso de las posaderas azules y gesto retrospectivo del mono, etc, etc.
Todos los negros parecen que se sienten en una nochebuena europea, en francachela de hacer el ganso aprovechando todos los recursos a mano: el plumero, el traje de la niña de la casa, los zorros, en fin, todo eso que se complica en las bromas caseras.
Lo que tienen aún de nadadores de la época diluviana les hace bracear en el aire, cortándole con cuchillos de dedos, como quién corta el mar con gestos de irse abriendo camino en un queso más espeso que el de la atmósfera, avanzando con ímpetu de través en un aire más caliginoso y enmarañado que le nuestro, desperezando todo su cuerpo en cada movimiento y sacándole e enervaciones que lo envaren entre innervaciones que le pungen
Baile de ver a una serpiente o de recibir en la pantorrilla el golpe de la primera ola, combinándose muchas veces con el gesto de ver los primeros exploradores blancos o con esa eterna que tienen los negros de estar bailando con su sombra, imitando y proyectando sobre las paredes blancas de sol o de luna el gesto burlón de dejar con un palmo o dos de narices a sus perseguidores y la rigidez aspaventada que es el sarcasmo y la elegancia de las sombras.
Todo es movilidad en el jazz. Me acuerdo de la gran orquesta de Jack Hylton, uno de los mejores jazz de Norteamérica, presentándose con sus sesenta músicos sentados; pero poco a poco todos se levanta de su asiento, se adelantan al proscenio, saxofonizan bailando, dicen dos palabritas sentimentales en el inglés más engañoso y terne el mundo, y después se sientan.
Movimiento, movimiento… El director es el culpable, pues ya es el director sin batuta, el director que dirige bailando febril, multiplicando sus brazos y sus pies, tomando el saxofón de unos de sus músicos, envidioso de tocar él también con el frenesí y llantina sentimental con que suena el saxofón.
¡Todos saxofonizaban bailando, porque la música del jazz es traslaticia y escéptica!
¡Qué bien interpretado esos, terribles de bailar, cakewalk: nos dan unas suelas descosidas!
El jazz, sin embargo, no puede ser lo último; habrá nuevas generaciones de sonidos, sonidos vibrantes superiores al aparato auditivo, y de los que ya han hecho algunas experiencias matando a un camello en el parque zoológico y a un pez en una pecera.
Esos sonidos no habrá que oírlos y, sin embargo traspasaran todos los tímpanos y atravesarán todas las porosidades.
Las matracas, los marimbáfonos, los vibráfonos y los tribáfonos quedarán postergados, y los doctores, que ya han llameado al jazz “afección cardíaca y locura puestas en música”, no sabrán qué decir.
El jazbandismo cambia la ilusión del fin del mundo y habréis de saber que cuando llegue su último día no serán trompetas las que suenen, sino el más enorme jazz, el jazz triturante y resurrectante, a cuyo son caerán las ciudades y se despertarán los muertos.
Se oirá de pronto un tan-tan que llamará a la última comida, esa que Dios nos janvará a todos después de lanzarnos al baile de la vorágine.
Y para acabar, un último consejo a las madres lactantes sobre todo:
No acostéis a los niños sin que hayan oído una pieza de jazz, pues ellos, como todo hombre nuevo, deben acostarse con esa última impresión cotidiana.
Y añadiré que si podéis, no en el chocolate condenado del gramófono, opiáceo y retestinado, sino en la fuente directa del cabaret.
¡Adiós!