El gusto hedonista y sensual francés en el crepúsculo del “Antiguo régimen” (2ª parte)

La gran teoría de la belleza da paso a las distintas bellezas

El sentimiento y el encanto son propios a las inclinaciones de los sentidos, el gusto favorece al entendimiento, y con él a la libre determinación del querer

I. Kant
Desde la antigüedad la belleza ha sido entendida como armonía y proporción de las partes, siendo característica propia de la naturaleza que el hombre mediante la razón es capaz de percibir, pero nunca mediante los sentidos. Es también una característica objetiva de las cosas nunca subjetiva, y de carácter universal.  El arte imita la naturaleza y atendiendo a unas leyes concretas es capaz de mostrarnos dicha cualidad. Cuando se hable de belleza en la antigüedad no se refiere tan sólo a la belleza de la naturaleza sino también a la belleza moral y ética. Esta es la gran teoría de la belleza que cae definitivamente en el siglo XVIII, y aunque, no de forma general, seguirá habiendo fieles seguidores a dicha teoría, no obstante, he de decir que anteriormente también ha habido detractores pero de forma aislada. En el Renacimiento Petrarca habla del non se chè, algo indescriptible que escapa a la razón y que no atañe a los leyes de la belleza, Jenofonte dice que una cosa es bella si se ciñe a la función que desempeña…

En el siglo XVIII nace la Estética como una rama más del saber filosófico a manos de Baumgarten y podríamos decir que las reflexiones acerca de la filosofía del arte se ponen de moda. Anteriormente los filósofos ya se preocupaban por este ámbito del saber, por lo que de cierta manera se institucionaliza la filosofía del arte como disciplina. En torno a la belleza hay distintos discursos que argumentan que la belleza no está sujeta a unas normas, que es subjetiva, a la misma vez que universal y el método de conocimiento no es la razón, sino la percepción, el conocimiento sensible. El saber ya no es metafísico sino que se busca un método de conocimiento que nos permita abordar la verdad sin errores, formulándose distintas teorías del conocimiento. Voltaire, por ejemplo, opina que el hombre debe volver a la naturaleza y a la simple cultura del corazón.

La belleza pierde su carácter moral y cuando se habla de ella se hace normalmente en relación al arte o al ser humano, pero no a las cualidades morales de éste: la belleza pierde su valor de perfección de las partes, no se habla de las partes sino del conjunto. Según Ursula Franke:

“mediante la imitación de la naturaleza >> y perfecta se deben transmitir nuevas impresiones, que arranquen al receptor de su visión usual y cotidiana de las cosas y de los seres humanos y que le proporcione un placer no cotidiano” [1]

La belleza se convierte en algo subjetivo, en un juicio del gusto. Un individuo puede emitir un juicio sobre una obra sin saber por qué le gusta o le agrada, si este juicio se repite con distintos individuos debemos entender el mismo como un juicio normativo, ya que, aunque sea subjetivo, se convierte en universal. Cada momento tiene un gusto determinado, influenciado por la cultura, la historia… y el rococó responde perfectamente al gusto de la nobleza decadente y de la alta burguesía que la emula constantemente, es el gusto de una época.

El gusto es uno de nuestros sentidos que desde la antigüedad se considera el más bajo de los cinco por necesitar poner en contacto al objeto a degustar con la boca para experimentarlo[2], pero en la Edad Moderna se comienza a usar con un sentido metafórico, convirtiéndose en una facultad espiritual y moral de juzgar. Se comienza a hablar del buen gusto como la cualidad de discernir entre lo bello y lo que no lo es. Se ve como cualidad que no poseen todas las clases sociales y se convierte en un valor en alza. El hombre de buen gusto es aquel que tiene la cualidad de la elección en todos los ámbitos de su vida, que le lleva no sólo a elegir lo más bello sino lo mejor. Esta cualidad se asocia al juicio racional, al buen criterio.

Para Arteaga[3], en su obra Bello ideale, el uomo di gusto es aquel que posee sensibilidad y una imaginación activa reflejo de la imagen del bello ideale que posee en su interior. Blaise Pascal, en Pensèes, defiende que cada individuo posee un modelo interior con el que mide la belleza y fealdad de las cosas, y la concordancia entre su modelo interior y el objeto de su conocimiento es lo que le provoca placer, lo que conocemos como una experiencia estética. Tatarkiewicz defiende que en el siglo XVIII “el gusto, junto con la imaginación, ha tomado el lugar de la razón: el gusto reconoce la belleza, y la imaginación la crea”[4]. Shaftesbury parte de la existencia de un moral sense responsable del enjuiciamiento de lo bello y lo bueno en la tradición sensualista de Dubos, Burke, Hume, etc. que entienden el gusto como un juicio de la sensación independiente del entendimiento. Otros opinan que es un juicio del entendimiento que atiende a unas reglas. Kant sintetizará ambas posturas diciendo que el juicio del gusto es desinteresado, subjetivo y universal.

En cuanto a si la belleza es objetiva o subjetiva ha habido un debate histórico entre los que defienden que la belleza está en el objeto y es objetiva, es decir, no depende de la persona que lo observe sino del objeto mismo, pues es bello por naturaleza. La otra concepción, con menos adeptos, defiende que las cosas son neutras y nosotros le conferimos dicha cualidad proyectándosela al mirarlas: se trata de una belleza relativa. En el siglo XVIII la postura subjetiva es rápidamente aceptada como una percepción de la mente, incluso durante la Ilustración. La belleza posee distintas categorías como son la aptitud, ornamento, gracia, lo sublime, lo pintoresco… en el siglo XVIII se pensaba que eran distintos tipos de placeres, “placeres de la imaginación”.

La aptitud se refiere a la adecuación, algo es bello cuando cumple la función para la que ha sido realizada. Tanto Hume como Adam Smith piensan que muchas cosas bellas tiene su origen en la utilidad para la actividad que deben desempeñar. Estos objetos eran realizados por operarios, aunque eran los filósofos y entendidos quienes las alababan, de ahí que cobre gran importancia la realización de vajillas, muebles, etc. de tal manera que cobran gran prestigio en la sociedad francesa del momento recibiendo numerosos encargos y costando muchos muebles más que cuadros por ejemplo.

El ornamento u ornatus se diferencia de lo formal o venustas, siendo la forma lo importante y el ornamento lo superfluo. En el rococó este orden se subvierte, la forma arquitectónica se convierte en el soporte o el mero pretexto para una rica y variada decoración en la cual la yesería será máxime representante, pero también los paneles de madera, las telas, los tapices o los espejos… son los elementos encargados de engañar a nuestros sentidos hasta elevarnos al tan deseado estado de éxtasis estético, embriaguez o incluso, alienación de los sentidos, sin perder nunca la elegancia de la cual este arte hace alarde. El ornamento, no obstante, no sólo se supedita a la pared sino que los muebles consiguen la independencia del paramento llenando el espacio de las íntimas estancias, dando gran movimiento y sobre todo multitud de posibilidades para un entorno preparado para lo inesperado, para albergar cualquier juego inesperado y estos muebles se decoran también de forma exquisita. Sobre ellos se pueden disponer objetos insólitos, exóticos, llenos de elegancia, que pueden ir desde un reloj a una pequeña escultura. Las mujeres, que en este espacio y en esta sociedad comienzan a tener un papel importante, forman parte de este ornamento con el maquillaje, las joyas, las pelucas, los vestidos, etc. El ornamento no es, como en siglos anteriores, lo superfluo o accesorio, sino más bien la nota de color de la belleza rococó, aunque no la única. Con el ornamento la belleza no sólo se atiene a la función, sino también al placer y al deleite de los sentidos mediante lo formal.

Felibien dice que “el buen gusto hace que las cosas comunes sean bellas, y las cosas bellas, sublimes y maravillosas”[5], surge así el dualismo entre la gracia o belleza y lo sublime. La gracia se encuentra relacionada con el non se ché, es la gracia según Felibien aquello que agrada sin atenerse a unas reglas[6]. En el renacimiento italiano estas dos teorías de distinta procedencia se fusionan para referirse a aquello que no se puede expresar con palabras, que fascina al espectador y no se atiene a unas reglas. Diderot dirá a aquellos que se oponen a un gusto exento de normas estables por qué se convierte así el arte en algo caprichoso: “¡cálmate sophista! jamás lograrás persuadir a mi corazón de que se equivoca al estremecerse, ni a mis entrañas de que yerran al conmoverse”[7]. No obstante, en este periodo se suele circunscribir la gracia a lo femenino y juvenil (lo cual no es extraño ya que en la antigüedad la gracia se entendía como alegoría de lo femenino mientras que la dignidad de lo masculino). Esto se traduce formalmente como aquello que posee unos movimientos delicados y líneas ondulantes, características también de la feminidad. En el rococó, gracia y grandeza se presentan como opuestos, aunque en el renacimiento esto no fuese visto así. El rococó se asocia a un arte donde prima la gracia y por esto muchas veces se habla de un arte afectado y superficial, ambos como características de lo femenino. Las mujeres de la aristocracia se encuentran en un ambiente más libre y alrededor de ellas (Madame de Pompadour por ejemplo) se realizan salones literarios. En Memorias de Casanova[8] se muestra cómo a un enamorado del amor le gustan todas las mujeres porque todas poseen algo bello, complaciéndose, por lo demás, de un cierto grado de refinamiento intelectual, influenciado ya por las luces de la Ilustración. Por otra parte, la relajación de las costumbres y la paulatina desaparición del envaramiento físico hace que la mujer tome posturas más cómodas y relajadas en cuanto al protocolo anterior; un ejemplo claro es el cuadro Lectura de Moliere (1727) de J.F. de Troy.

En el Rococó se habla de la gracia como cualidad de la belleza, que se asocia a lo sensual, placentero, sinuoso, colorista… frente al predominio de lo formal propio de Poussin y del arte neoclásico. Los ambientes se convierten con esta cualidad en un deleite para los sentidos que viene determinado por el color, las formas sinuosas y los efectos sensuales. Hogart habla de la belleza como línea tortuosa conectada con el empirismo y el rococó. Burke, esteta del arte rococó por excelencia, llega incluso a definir las cualidades del objeto para que adquiera la gracia o belleza: menudez, lisura, variación gradual o fragilidad. Está a favor del placer de los sentidos, mostrando su especial atracción por los objetos bellos y agradables. Para Burke la gracia contrasta a lo sublime que es grande, terrorífico, horroroso. La gracia o belleza mantienen el placer estético a la altura de la sensualidad y la frivolidad y así nos muestra una expresión del arte que maneja lo placentero, muy ligado sabiamente al poder de la imaginación y por tanto al intelecto, todo para suscitar la tan deseada experiencia estética. Según Rosario Assunto no puede diferir este goce de otros placeres de la vida, excepto por una mayor exquisitez consciente de sí misma:

[…] por la belleza que pone un objeto precioso sobre un mueble destinado a uso casero, dándole un toque de elegancia- y por esta razón no sólo en los objetos, sino en el ritual <laico> del protocolo mundano, toda rigidez quedaba dulcificada, poniendo en evidencia esta estética el gusto de su mundo: la galantería, la elegancia, el je ne sais quoi […] incitaban a continuar en la vida mundana aquella expectativa de placer que el galanteo, haciendo de él un fin en sí mismo; […]contaba más con la elegancia y el arte de saber estar que la riqueza y la sinceridad-.[9]

Así continua diciendo que la felicidad se toma como virtud, lo bello como lo placentero, siendo por tanto bueno y moral. Esta estética concibe el  mundo como un paraíso de galantería donde la gracia hace de puente entre la ética de la felicidad y la estética de lo placentero.

Gracia es la belleza frívola y mundana, de origen sensible, un placer de sensaciones para los sentidos, así es como se debe entender la gracia en el rococó, es reflejo claro del ideal estético del momento.

En este siglo se pone de moda el tratado de Pseudo-Longuino Sobre lo sublime que, pese ser un tratado de oratoria, se lee como si un tratado de estética se tratase, por cuanto alcanza una influencia desorbitada, de tal manera que podríamos, incluso, podría afirmarse que produce una revolución del gusto, que propone una concepción sentimental del arte. Esta postura está muy cercana a la actitud que en algunas ocasiones nos produce el contacto con la naturaleza, relación hombre naturaleza que aparece con bastante abundancia en las pinturas de esta época donde la naturaleza nos muestra su lado más amable recreando ambientes pastoriles o escenas de cacería entre otras cosas, pero en muchas ocasiones estos cuadros de aspecto banal nos ofrecen un aspecto muy melancólico de la naturaleza que luego veremos con fuerza en el romanticismo. Addison (1705) ya usa el adjetivo romantic como atributo de un paisaje que se presta a narraciones fantasiosas. Pero será Burke quien defina lo sublime como opuesto a lo bello, pero también a lo sublime como aparecía en los tratados clásicos que solían confundirlo con lo bello. Burke basa dicho sentimiento en el horror, temor y dolor. Esto se opone radicalmente a las premisas del arte clasicista francés, se acerca más al gusto por la luz, el color, lo caprichoso, irracional que se releja en las manifestaciones naturales. Semejante cuestión puede apreciarse en el acabado de los cuadros o en las pinceladas de estos que están llenas de vibración, rapidez y espontaneidad en el acabado, algo opuesto al terminado relamido que se puede apreciar en el clasicismo. También se observa en el gusto por los bocetos que empieza a suscitar tanta aprobación en la época, así como en el uso del pastel o las acuarelas. Dice Burke “he notado que los bocetos inacabados me agradan más que muchos dibujos perfectamente rematados”[10].

Lo sublime se refiere no sólo a la naturaleza sino a cualquier cosa que sea capaz de suscitar este estado en nosotros. Lo sublime se relaciona con lo pintoresco: así, lo pintoresco puede desembocar en lo sublime, pero no al revés. La diferencia entre ambos conceptos es que lo pintoresco no suscita terror, mientras que lo sublime sí. Posteriormente Kant establecerá la diferencia entre el placer de lo bello pintoresco como una categoría más de la belleza y lo sublime; será un placer positivo en el caso de la belleza y en el de lo sublime, negativo o displacer. La imaginación no produce violencia ninguna que sí se da en lo sublime[11]. La luz tiene gran importancia en los sentimientos de placer o displacer que puede producirse en una obra.

El color cobra gran importancia, no sólo para hacer visibles los objetos, sino para que ésta se convierta en la esencia misma del cuadro, ya que esta luz lo que genera es un ambiente que no sólo se da en el cuadro sino también, por ejemplo, con la vibración de ésta sobre la multitud de espejos que se disponen por todas partes, creando un ambiente coloreado que varía según la intensidad de luces y sombras. También hay matices de superficies blancas que igualmente reflejan luz y elementos dorados. Todo esto ayuda a transportarnos al éxtasis de los sentidos, cercano quizás al sentimiento de lo sublime: es casi, podríamos decir, un espacio psicotrópico.

[1] HENCKMANN, W y LOTTER, K. (eds.): Diccionario de estética, Barcelona, Crítica, 1998, pág. 31.
[2] JACOBS, H. C.: Belleza y buen gusto. Las teorías de las artes en la literatura española del siglo XVIII, Madrid, Iberoamericana, 2001, págs. 167-168.
[3] Íbidem, págs. 267-268.
[4] TATARKIEWICZ, W.: op.cit., pág. 181.
[5] Ibidem , pág. 204.
[6] Ibidem , pág. 202.
[7] VENTURI, L.: Historia de la crítica de arte, Barcelona, Gustavo Gili, 1979, pág. 144.
[8] BORGHINI de GALLEGO, S.: Manierismo, barroco y rococó, Buenos Aires, Centro editor de América Latina, 1977, pág. 89.
[9] ASSUNTO, R.: Naturaleza y razón en la estética del setecientos, Madrid, Visor, 1989, pág. 97.
[10] Íbidem, pág. 33.
[11] Íbidem, pág. 38.