El tipo entró en la consulta cabizbajo y sin mediar palabra fue directo a tumbarse en el diván. “Toda la vida soñando con sacar esas oposiciones en la Administración de Justicia, y ahora que por fin lo consigo, mire como me siento doctor” -sollozaba mientras se enjuagaba las lágrimas que recorrían sus mejillas-.
En efecto, en no pocas ocasiones, después de conseguir lo que se desea: acabar los estudios académicos, obtener el ansiado ascenso laboral, formalizar una relación de pareja, tras el anhelado nacimiento del hijo o, dentro de un largo etcétera, cuando ¡por fin! Las cosas comienzan a marchar bien después de un tiempo, a menudo largo de retos y adversidades, entonces, se sienten mal. Mal “por dentro”, e4s decir, des-animados: “bajos” de ánimo hasta el extremo de llegar a deprimirse. Nos estamos refiriendo a uno de los varios tipos de carácter descritos por Sigmund Freíd en 1916 y al que designó como “Los que fracasan al triunfar”.
Sin duda resultan desconcertantes estas reacciones. Extrañas, a menos que ignoremos los procesos inconscientes, sin los cuales no puede explicarse semejante paradoja. Concepto de inconsciente que descubrió esa joven disciplina llamada Psicoanálisis, cien años es poco tiempo para la inscripción social del pensamiento científico.
La mayoría de nosotros ha conocido a personas que “pinchan” en esas etapas cruciales de su vida, “viniéndose abajo”, precisamente, cuando de lo que se trataría es de estar satisfecho celebrando sus éxitos; disfrutando de tales logros en los que, seguramente, tanta ilusión y esfuerzo que habrán puesto.
Sin embargo, obviamente, no siempre es así. En dichos casos el cambio parece asumirlos en la melancolía, en un estado depresivo aparentemente absurdo. Incoherente desde el “sentido común”, es decir, desde de la “lógica” de lo sensitivo, donde la conciencia, una vez perdida la hegemonía del aparato psíquico, llega a ser equiparada a un órgano perceptual más. Es por eso que variaciones para “bien”, fruto de culminación de decisiones, a veces, largamente esperadas: la finalización de los estudios, la compra de un piso, el matrimonio, ascensos laborales, la jubilación… que presuponen mejorías, o sea, estar de otra manera mejor, pueden ser vividos con auténtico desazón, o, en el peor de los casos, ni siquiera “vividas”.
¿Qué sucede? ¿porqué de ese abatimiento?.
Veamos. Semejante desaliento, tal desfallecimiento emocional, no encaja con la situación, digamos, por utilizar la palabrita de moda, “positiva”. Circunstancias nuevas, fruto haber alcanzado unos objetivos concebidos previamente. Acontecimientos, que nos van a permitir salir de una situación anterior.
¿Será, entonces, qué se habían acomodado en la incomodidad? ¿Qué, en “el fondo”, les incomoda desacomodarse de lo incómodo-conocido?. Así es. Y es que determinados sujetos, al parecer, no quieren lo que dicen querer, o al menos no están dispuestos a cambiar: a cambiar con los cambios. Aclarémoslo: llegar a quejarse de algo no implica, necesariamente, ir “de veras”. Es decir, hay quejas donde lo que subyace es que, en última instancia, todo siga igual. Quejarse, es un proceso consciente: por ejemplo me quejo de que gano poco y de que me gustaría mandar en lugar de obedecer (es el caso del sujeto del comienzo). No obstante, después se sabe, que lo que se pide o de lo que se protesta, tampoco hay que “tomarlo al pie de la letra”; o sea, que, “verdaderamente”, de manera inconsciente, “no iba en serio” la demanda.
Se lamentarán, sí. Aparentemente aspiran a una vida mejor: quieren novia, dinero, viajar, autonomía, ser mas “ellos mismos”… luego, sin embargo, lo que se “transparenta” es que están demasiado acostumbrados a vivir de esa manera. Muy apegados a lo conocido. Tanto que ante cualquier suceso que les saque de dicho ensimismamiento van a experimentar tal angustia, que responderán adversamente ante la posibilidad de mejor su calidad de vida.
“Salir del cascarón” siempre cuesta. Aquí se constata hasta que punto lo que deberían ser pasos necesarios para nuestra realización, ocasiones para enriquecernos como seres humanos, para madurar, son vividos como profundas y dramáticas crisis de “personalidad”. Si bien es cierto que todo crecimiento, que todo cambio – por otra parte, inherente a la vida -, por llevar implícita la característica de lo nuevo, entraña algo de desconcierto, aquí esa zozobra está magnificada hasta lo insoportable. Ahí, donde quiero y no quiero a la vez, donde por mucho que me haya lamentado de mi mala suerte, de mis desavenencias económicas, sentimentales, de la falta de tiempo…, cuando, por fin, lo consigo o estoy por conseguirlo, “me caigo”. Caigo en la cuenta de un conflicto interior. Conflicto interno que, a su vez, me brindará la oportunidad de saber sobre mi: a cerca de mis vínculos afectivos, de mi posición frente a la vida, sobre mi deseo. Es decir, que me ofrecerá la ocasión de poder “ver” en lo que muestro de lo que me pasa, en el mal – estar que siento, lo que me pasa verdaderamente.
Por eso decimos, que el síntoma tiene un sentido: un sentido más allá del aparente sinsentido del dolor. No obstante, el sujeto tiene siempre la última palabra: decidir saber acerca de ese saber no sabido del que sufre, o intentar silenciarlo, procurando de diferentes maneras taparle la boca: callar lo que me duele detrás del dolor que me aflige.
O sea, no confundir el afecto con la causa. Algo de lo que se hablará en un tratamiento psicoanalítico. Pero eso ya supone otro nivel de entendimiento.
José García.
Psicólogo-psicoanalista