Nunca me ha gustado, al menos desde que me dedico a estos asuntos de la mística cristiana, afirmar que vivimos en una época de orfandad espiritual (Inés Riego de Moine, 2005). Siempre he sido, en este sentido, más hegeliano y mucho más de Teilhard de Chardin. Me explico: pienso que en el universo la espiritualidad tiene sus etapas pero nunca se queda huérfana, ni tampoco el ser humano se queda en estado de orfandad. Se trata únicamente de distintas tonalidades de luz. Puedo aceptar que se hable de crisis de fe (Metz, 1979) porque la historia del hombre, también la espiritual, tiene sus luces y sus sombras (sombras que incluso siempre se asombran, como dijo Rosalía). En definitiva, estoy más cerca de los que afirman, como el agnóstico Malraux, que “el siglo XXI o será místico o no será el siglo XXI”, o de los que afirman como Rahner que “el cristiano del futuro o será un místico, es decir, una persona que ha experimentado algo, o no será cristiano” (1969), que de los que creen que la época espiritual del ser humano ya ha tocado a su fin. La dimensión espiritual del ser humano sigue estando presente en formas muy diversas y cada vez con mayor resonancia. Incluso las viejas y anquilosadas formas de religiosidad histórica claman por una renovación profunda que, en algunos casos, se viene produciendo progresivamente desde hace algunas décadas. Teólogos católicos actuales como Eugen Biser anuncian que la presentación moral y dogmática del Cristianismo está llegando a su fin, pero ahí está, inamovible y seguro, su futuro místico.
Desde este futuro místico, en un mundo global e intercultural, emerge la figura y la obra de San Juan de la Cruz, quien hunde sus raíces no en su temporalidad propia de hace más de cuatrocientos años, sino en la mismidad de la condición humana y es por eso que, aparte de ser un poeta fuera de su tiempo y de cualquier tiempo, se presenta como un eterno y siempre contemporáneo compañero de viaje del ser humano. El lenguaje de Juan de la Cruz tiene la capacidad de re-inventarse. No lo digo solamente yo, ya lo han dicho muchos, cristianos y no cristianos, ateos, marxistas, agnósticos, budistas, musulmanes, hindúes… El lenguaje de este carmelita descalzo del siglo XVI tiene los espacios en blanco suficientes como para poder entablar un diálogo fecundo con cualquier persona de cualquier época y con una sola finalidad: insistir una y otra vez en que esto que llamamos lo absolutamente Otro, Dios, o si quieren, ese Misterio que continuamente se nos escapa, no es otra cosa que una etapa del Universo. Siempre me gusta decir a mis alumnos que Dios es el Universo mismo pero no como una forma de panteísmo es decir, afirmando a Dios en cada individualidad, sino como una forma de globalidad, inabarcable para el ser humano. Nadie así puede ver ni conocer, completamente a Dios, hasta que el Universo no llegue a su final. Esto que yo les explico más o menos modernamente, ya lo expresó Juan de la Cruz cuando en la canción decimotercera del Cántico Espiritual, la esposa cae en la cuenta después de una larga búsqueda de que:
¡Mi amado, las montañas,
los valles solitarios nemorosos,
las ínsulas extrañas,
los ríos sonorosos,
el silbo de los aires amorosos…
Ya saben, y si no lo saben yo lo explico, que la ausencia total de formas verbales en esta estrofa tiene como único objetivo conseguir la identificación de Dios, el Ser amado, con todo el Universo, con lo cercano y lo lejano, con lo conocido y con lo extraño con lo que comprendemos y con lo que nos resulta incomprensible. Igual que ocurre hoy. No importa que seas creyente, no importa de qué religión, no importa tampoco que seas ateo o agnóstico, a san Juan de la Cruz le basta con que tengas conciencia de que eres un “yo”, un sujeto dentro de esto que llamamos Universo. Esto es suficiente para que el pueda ofrecerte su explicación actualísima de su propia comprensión de Dios, del hombre y del mundo.
No en vano, a partir sobre todo del primer tercio del pasado siglo (porque antes pasó como un desconocido excepto en ambientes estrictamente religiosos), Juan de la Cruz comienza a despertar un inusitado interés en diversos territorios en los que anteriormente le había sido denegado el paso o a los que no había tenido acceso en ese afán incomprensible de ocultación al que este carmelita había sido sometido. La Literatura, la Lingüística, la Psicología, otras creencias religiosas, otras espiritualidades, la Historia, la Ecdótica, etc. comienzan a hacerse eco de los versos y la prosa sanjuanistas conformando así el amplio caudal de riqueza que la mística de Juan de la Cruz ofrece al hombre de nuestro tiempo. A estas particularidades dedicaremos nuestros próximos artículos..
[hr]Antonio José Mialdea Baena
Doctor en Filología Española
Licenciado en Estudios Eclesiásticos.
Diploma de Estudios Avanzados en Traducción e Interpretación
Director de la revista internacional ”San Juan de la Cruz”