Las lágrimas de Don Quijote. La aventura del puerto de Aralla

don_quijoteLos aerogeneradores recortaban sus aspas en el azul intenso de la primavera. En la crestería de la sierra sólo las águilas disputaban su espacio. Un zumbido rítmico y grave se esparcía en el aire y rodaba suavemente por la ladera sobre la que se aparecían las figuras quietas de Sancho y su rucio con Rocinante y  su amo Don Quijote.
– A fuer de sincero, Sancho, convengo en no saber qué lugar es éste ni qué camino el que llevamos; ni por qué la ventura nos quiere necesarios aún en este mundo del que hace tanto tiempo y de manera harto conocida despedimos una vez y para siempre, como cualquier mortal, nuestras vidas.

– No me preguntéis, señor, por lo que vos mismo responder no sabéis –contesta Sancho abrazado al pescuezo de su jumento y temblando ya de miedo ya de los fríos que las primaveras acostumbran traer con el deshielo a las montañas-, ni esperéis que sepa más allá de lo que los ojos me dicen, y yo con ellos digo que si estas alturas no son las mismas que conocísteis en Sierra Morena, no son, a lo menos, menores y menos pavorosas.

– Dices bien, Sancho amigo; que sólo de verlas me vienen a los miembros y costillas aquellos mismos dolores sufridos en aquellos altos riscos, al par que a la memoria alcanzan los recuerdos de los terribles y esforzados sacrificios que el amor por Dulcinea justamente demandaba.

– Y digo, señor, si no será bueno que alcancemos aquella majada que al fondo se ve, tan bien hecha y guardada de mastines que maldito el lobo que se acerque a tentarla.

Dicho lo cual, amo y escudero van descendiendo por el puerto de montaña extrañados del raro pavimento del camino, así como de los largos postes de madera que cruzaban parte del monte siguiendo la dirección que habían tomado y de los cuales parecían pender largas sogas que ataban los unos a los otros. No decían nada, absorto el caballero, temeroso Sancho, mientras el aire helado de la mañana parecía quemar sus gargantas y aún sus pulmones, sin que la escasa ropa que llevaban puesta sirviera demasiado en la desigual batalla contra el frío.

A poco de allí creyeron distinguir la figura de un zagal que, acompañado de su perro pastor, se dirigía por la parte baja del monte hacia la misma majada que ellos  pretendían alcanzar. Avivando el paso y a poco de darle alcance, Don Quijote, alzando la voz, le dijo:

– Ténte, buen hombre, y dínos, pues que  así os lo pedimos, qué lugar es éste y qué majada es esa y qué clase de hombre o genio hizo este camino y con qué clase de materiales y quién, de igual modo, levantó esos mástiles desarbolados y pastranos atados entre sí y con qué humano propósito.

Pasmado se quedó el pastor ante la apariencia y aparición de aquellos personajes que se le representaban literalmente sacados de un libro, pues aunque poco leído y estudiado, sí tenía alguna idea de por dónde iban los tiros y lo que representaban, tanto el hombre bajito y rechoncho del burro, como el escuálido y armado caballero al que acompañaba; digo que de todo ello se hacía conjeturas por oídas y por haber visto su imagen en algún libro antiguo de la poca escuela a la que pudo asistir, en periódicos o tal vez en alguna revista o alguna serie de televisión. Por eso  se rascó la cabeza, confuso; luego pensó en alguna clase de broma o en que estaban rodando alguna película. Pero, evidentemente, ni se trataba de una película ni eran horas para bromas e, igual que Sancho, se pellizcaba la cara mientras se preguntaba si realmente era verdad lo que tenía ante sus ojos. Porque Sancho, de parecida manera, había reparado en las vestimentas del pastor, las cuales y a su entender, siendo básicamente las mismas y pareciendo hechas para los mismos fines, distaban mucho en hechura y acabado de las que acostumbraban a tener los cabreros y pastores de su tierra.

Como mejor pudo,  el pastor les explicó que aquello era el puerto de Aralla y que la carretera que venía de La Pola y el más cercano pueblo de Geras seguía hacia Los Barrios de Luna o hacia Cubilla de Arbás, según se tire a derecha o izquierda…
Las palabras le salieron al pastor de un tirón, más empujadas por el estupor que por la conciencia de lo que estaba ocurriendo y, como si de un conjuro se tratara, esperando ver deshacerse aquella aparición al pronunciarlas,. El perro ladró, Sancho abrió la boca más asombrado, si aún cabía, con el sonido, entonación y discurso del pastor. El burro esbozó un rebuzno y Rocinante no hizo nada. Sólo Don Quijote animó al pastor a continuar con un suave gesto del rostro y la mano.

– El redil que véis, es mío, y en él guardo hasta trescientas veinticuatro ovejas…

Siguió contándoles, sin apartar un momento la vista de sus interlocutores, cómo las había traído la semana anterior desde Extremadura con el fin de pasar el verano en estos montes; y  sobre la carretera y sus arreglos, aclaró que tal vez fuera cosa de la Diputación  o de los de Obras Públicas que se encargan de arreglar los baches que el frío y la nieve sacan en invierno. Los postes, añadió, unos son de la luz y otros del teléfono.

.- ¿Qué queréis decir, buen hombre, con carretera, bache, poste de luz o teléfono? Aunque sí entiendo, por cuanto hasta aquí he oído, que estamos en tierras de la casa de Luna o cercanas de ellas, y que habéis hecho la trashumancia por las cañadas reales, de cuanto infiero que estamos pisando suelo del famoso y antiguo Reino de León…, por lo que forzoso es preguntaros, y así os preguntaré, por aquel leonés cautivo conocido por capitán Viedma que se casó con la bella Zoraida, hija del moro rico que le había comprado como esclavo y que ella, enamorada y convertida a la fé cristiana, ayudó a liberar, y juntos emprendieron su vuelta a la casa paterna después de servir valerosamente como soldado a las órdenes de Diego de Urbina y haber sufrido cautiverio, como ya os he dicho y como tal se cuenta en la primera parte del libro donde se narran mis aventuras, en el capítulo que empieza: “En un lugar de las montañas de León…” y etcétera.

A punto de desmayarse, el pastor todavía acertó a preguntar por los nombres verdaderos de sus interlocutores, en la duda de si se trataban en realidad  del auténtico don Quijote y el verdadero Sancho.

–     ¡Panza! –remata Sancho afirmando con grandes cabezadas en las que cabía, con la afirmación, la mayor perplejidad que describirse pudiera- El mismo que en las aventuras que mi señor Don Quijote cita, aparece; conocido por su gracia y, aunque escaso de seso, gobernador prudente que fue de la isla Barataria…

–      Calla, Sancho, y deja que este buen hombre acabe de explicar lo que se le solicita.

El estupor no dejaba balbucir palabra a nuestro conturbado pastor que repetía una y otra vez de forma mecánica que aquello, por imposible, no podía ser.

–     ¿Qué no ha de ser, buen hombre? Serenáos y responded de una vez.

Queriendo convencerse de que todo aquello formaba parte de una broma descomunal o algo relacionado con algún programa de la televisión, uno de esos que buscan conseguir el mayor número de telespectadores a base de presentar situaciones exageradas e irreales, se dirige al que se hacía pasar por el caballero manchego para preguntarle:

.-¿Así que eres Don Quijote? ¿El del libro? Y todo esto no es cosa de la tele…

.-¿¡Cómo si soy!? Pongo por testigo al cielo y en el mismo lance el amor que profeso a la sin par Dulcinea del Toboso de que soy el que dices; y entiendo de libros, aunque no entiendo de tele ni por qué, realmente, estamos de nuevo en este mundo, ni qué mago o encantador o llamada del destino quiso que llegáramos adonde ahora estamos.

–     Y yo soy Sancho, como la madre que me parió. Y éste es mi rucio, que no me dejará por mentiroso.

El pastor se deshace en noes de incredulidad explicando y razonando con ánimo de desembarazarse de la pesada broma que estando en 2008 y siendo su historia de hace tantísimo tiempo, de por lo menos –aventuró-  cuando los moros, no va a creerse, ni él ni nadie, que sean quienes dicen ser.

–      ¿Dos mil ocho? – dice Don Quijote desorbitando los ojos- ¡Eso hace el remoto siglo XXI!

–     ¡Ay, señor –exclama Sancho- que esta aventura se sale de los libros y la Historia, y paréceme a mí más terrible, si cabe, que aquella de los batanes…!

–      Espero, Sancho, no termines con tu persona igual que entonces, que aún atormenta mi nariz el olfato de aquellas aguas, que por ser y llamarse mayores, responden a la conveniencia de hacerlas en lugar apartado y ventilado.

–      No es menester que me lo recordéis más, mi señor, que aunque no sé cuánto tiempo ha que no entra pan ni queso, ni avellana o nuez o tan siquiera un torrezno asado en mi boca, y qué decir, en mi estómago, la tripa se me retuerce como si de todo ello y aún de lechones, cabrito o cabrón, o incluso de humildes truchuelas, estuviera lleno y necesitado de excusar lo que una vez comido sobra y al cuerpo no aprovecha…

–      No sé cómo haces, Sancho, que todo lo enredas y confundes y, las más de las veces, acabas arrimando el agua a tu molino.

–      Pues aunque fuera el ascua a mi sardina, que duelos con pan son menos y a buen hambre no hay pan duro; porque a falta de pan, buenas son tortas, y como tan presto se va el cordero como el carnero…

–      No abuses de mi paciencia, Sancho, no sea el caso que cumpla ejecutar lo que por castigo te mereces y advertí. Pues que, además, tú y yo sabemos que todos hemos de morir y morimos, el caso es hallar explicación a lo que hoy nos acontece y ver si este digno pastor, con cuya profesión, como tengo ya explicado, el mundo es mejor, puede ayudarnos en lo que nos proponemos.

El desventurado pastor sigue sin entender ni la situación, ni del todo bien las extrañas palabras del armado caballero. Indica, resignado, las instalaciones del redil. Piensa que realmente se ha topado con dos locos de remate; pero viéndolos inofensivos, decide seguirles la corriente a la espera de ver en qué para todo aquello o cuándo se van y termina su pesadilla.

Ya en la casa, les ofrece unas lentejas de las que Sancho, haciendo gala de su proverbial fama, dio buena cuenta enseguida, amén de unas truchas del río Casares que don Quijote alabó pródigamente mientras el escudero las trasegaba asintiendo con la boca llena a todas cuantas razones su señor puntualmente iba ennumerando en favor de las mencionadas suculentas y bien sazonadas truchas, razones que si Sancho no alcanzaba a comprender en su totalidad, nuestro pastor no conseguía entender en absoluto, amén de que si hubiera tenido algún apetito, la sorpresa que se le había atragantado y digería con tanta dificultad, le hubiera impedido de todo punto el probar ningún otro bocado, por pequeño que fuere.

En este punto, don Quijote alcanzó a reparar en la olla que hervía lentamente sobre el fuego y, percatándose de su olor, exclamó:

–     Caldereta me parece que es lo que en esa olla se cuece, y no de las malas por lo que el aroma de sus carnes nos está dando a entender.

–     De cordero paréceme a mí –añadió Sancho-, que se echa de ver en lo bien que casa al olfato con la hora del día,  y el apetito que abre si ésta es la  de comer, que por sí solas tienen estas carnes éstas y otras virtudes las cuales no es menester enumerar por no alargarse en demasía.

–     Con todo ha de casarte a ti, Sancho, que no hay manjar que no cuadre con tu apetito, más parecido que otra cosa a un saco sin fondo.

–     Con la necesidad digo yo que escuadra –responde el escudero-, que en estas aventuras que por la mano de vuesa merced seguimos, nunca se sabe a ciencia cierta en dónde, cómo y de qué habrá ocasión de cumplir como es razonable con el estómago, y que no hay camino bueno sin estómago contento…

–     Cuadra has de decir, Sancho, y no escuadra; pero ahorrémosle otras molestias innecesarias con estas disertaciones a nuestro anfitrión y veamos si fuere posible probar semejante caldereta.

Antes de que concluyera don Quijote sus razonamientos ya el pastor les había servido de la caldereta que era, efectivamente, de cordero y cocinada a la manera de la montaña y el estilo –les explicó- del pueblo próximo de Geras. Aceptó  henchido de gozo Sancho el plato bien cumplido que se le acercaba. Don Quijote alcanzó un trozo menudo y, degustándolo, volvió a las disertaciones  que había dejado en suspenso con las truchas, añadiendo tantas y tan sobradas razones en favor de la caldereta, que no había más que decir ni aún en un punto o una coma.

–     Pardiez, que mi señor tiene razón en todo cuanto habla, y eso sólo con probar un poco que apenas cabe en la punta de los dedos, que si  comiera al estilo escuderil, que es como usamos los que de esta manera servimos a los señores caballeros andantes, no habría libros capaces de contener el número de las virtudes que al caletre se le llegaran,  en tanto tropel, que parecieran en la cazuela todos los corderos de un rebaño, y aún más.

Y en éstas y otras semejantes iban transcurriendo las horas en las que el pastor se esforzaba en responder como mejor podía a las numerosas preguntas que le hacían, sobre todo don Quijote, acerca de cuanto les rodeaba y llamaba tan poderosamente su atención.

Difícil le resultó al pastor del puerto de Aralla explicarles, y no consiguió que aceptaran cabalmente, la existencia de la luz eléctrica, de la nevera, la cocina de gas y el teléfono. Tales y tantos inventos que hacen que ocurran las cosas sin ser vistas ni apreciadas por sentido común alguno, más se les parecían cosas de magos y encantadores que de industria humana, al menos buena y cristiana. Cuando don Quijote vio aparecer las imágenes en la televisión, desenvainó la espada y se puso en guardia, asomándole a los ojos un punto de ira contenida. Pero las cosas no llegaron a mayores, de lo que se felicitó Sancho y, sobre todo, el atribulado pastor. Y aún más, que a medida que el día corría y la tarde traía la noche, cabe decir cómo el pastor se sentía cada vez más a gusto en su compañía, y ellos en la del pastor, unos con otros embebidos en los mundos que se descubrían, en un idioma español tan en todo igual y tan diferente como la noche del día.

Don Quijote echó de menos el calor de un fuego bajo, aunque reconoció que la temperatura de la casa y la estancia en que se hallaban era agradable; sus ojos no se cansaban con aquella luz tan intensa como con el pálpito temeroso de las llamas de las velas, pero le impedía soñar en medio de aquel mundo sin sombras. Nada había más triste que aquella luz cegadora que de tanto alumbrar todo lo ocultaba. ¿Cómo, en fin, podían vivir y enseñar las obras escultóricas de los artistas sabios del medievo su mensaje, fuera de la luz vacilante de los hachones? ¿Dónde se recogía el titubeo de la sombra que da expresión al rostro de la piedra para traer desde la oscuridad la advertencia de la palabra, el juicio de lo justo, lo efímero de la vida y tantas verdades como se enseñan por buenas a las personas honestas y temerosas de Dios? Pero, sobre todo, en qué rincón de aquella luz podía recogerse el alma enamorada –y su imaginación voló a Dulcinea- cuando todo se hacía tan descarnadamente visible y sin secreto ni intimidad. Y, finalmente, con el rostro entristecido y mudo, lloró. Las lágrimas de Don Quijote conmovieron a Sancho.

–     No llore vuesa merced, que estos son los tiempos venideros por los que luchó tan esforzada y valerosamente, que no ha habido ni habrá caballero andante que igualarle pueda, ni amor más grande que el de Dulcinea…

–     No habrá, y dices bien. Y lloro, Sancho, no por lo que fuimos, sino por lo que ya no seremos. Lloro porque no habrá, no ya caballeros, sino un sólo hombre, uno bueno, que llene este mundo que el progreso ha inundado de luz, con justicia. Que la luz no quita sitio a la justicia, y si la una forma parte del progreso, la otra es la llave para abrir las puertas de ese ansiado progreso a la no menos necesaria paz, la concordia y la armonía sobre las que, como bien sabes, trataba mi discurso. Y no digas Dulcinea, di amor o la expresión más humilde de él, que es el cariño, el bálsamo necesario que no pude hallar en la cueva de Montesinos por aquellas circunstancias que todos conocen y que hubiera desencantado a Dulcinea, liberado el amor, desencadenado la ternura, que hace a los hombres, en su sentido cabal, humanos.

–      Pero mire, señor –dijo Sancho sorbiendo los mocos y resecando las lágrimas con el dorso de la mano-, que estoy llorando yo también y parece que me siento mejor… ¿No será, por ventura, éste el bálsamo de que habláis y desconocíamos, a lo menos, en sus usos diferentes? Que no es lo mismo, digo, señor, llorar por la causa y efecto de unas cebollas, que por dolor de muelas y digo igual de miedo o rabia. Pues a lo que a mí se me alcanza, paréceme que éstas son lágrimas tan distintas que no vienen no digo ya de cebolla alguna, de pena o de tristeza, sino de otras partes de nuestro cuerpo o de… Y Sancho, a fuerza de querer buscar una palabra se le salían los ojos por la mirada incrédulo de lo que a la boca se le venía junto con su pensamiento.

–      De amor quieres decir, Sancho; y yo digo que nunca estuviste tan juicioso, tan sabio y tan hombre en todo como en esta ocasión. Y aún más, Sancho amigo, que creo saber y vislumbrar para qué estamos aquí, ahora y en este comienzo de un siglo de aquellos que nosotros imaginamos venideros, y no digo más.

Quedó en suspenso el mal armado caballero de la venta del andaluz, recompuesto el gesto con el torso erguido y la cabeza alzada a la vez que la mirada, y adelantando un poco más la barbilla y moderando el tono de su voz, exclamó:

– Pero seamos discretos como conviene a los huéspedes que entienden y ejercen la virtud de la prudencia, y vayamos a dormir donde nuestro anfitrión se holgue acomodarnos, y agradezcamos su hospitalidad, que viniendo de pastor, aún siendo en tiempos tan extraños que conducen las ovejas no por cañadas, -como les explicó detalladamente el pastor el modo en que ahora se hacía la trashumancia- sino por máquinas que corren por caminos de hierro, más veloces que el viento y desafiando las leyes que la Naturaleza dicta para todas sus criaturas, digo que sigue siendo la hospitalidad actitud de persona honrada y generosa.

Nadie dijo nada más. Durmieron, pasó toda la noche y a la mañana siguiente el pastor no pudo encontrarlos. Buscó rastros de su estancia, alguna pista o el mínimo indicio de su paso por la majada; pero realmente todo seguía como siempre, las ovejas en el redil y los mastines leoneses a la guarda,  y acabó por pensar y convencerse de que todo había sido un sueño, uno de esos increíbles sueños que alimentan la soledad y la altura de las montañas.

No obstante, cuando nuestro pastor conoció que habían sido destruidos los aerogeneradores que sobre la sierra funcionaban desde hacía un par largo de años  con sus descomunales aspas batiendo el aire para alimentar el progreso; cuando supo cómo habían sido partidos por la mitad y que en la mitad del monte habían quedado tendidos con sus largos brazos inmóviles, bajados de sus arrogantes alturas y  fríos como metales muertos,  el pastor se empeñó en explicar a todo el mundo que había sido don Quijote, auxiliado por su escudero, el causante del descomunal destrozo, y que tanto él como Sancho Panza habían pasado todo aquel  día con su noche en su casa de la majada.

Contó otros raros extremos referidos a las reflexiones que el caballero de la Triste Figura le había participado  aquella noche, como cuando le confesó saber para qué habían vuelto a este mundo y cómo a partir de entonces se le conocería por el sobrenombre de El Caballero del Puerto de Aralla.

Y no solamente no le creyeron, sino que lo encerraron de por vida en un manicomio, donde desde entonces no ha vuelto a pronunciar una sola palabra y dibuja sin cesar frenéticamente dos cuadros, los dos siempre iguales. En uno, aparecen don Quijote y Sancho caminando por el puerto de Aralla; en el otro, se pueden ver los gigantescos molinetes vencidos, partidos por la mitad en la desolación de las alturas que sólo alcanzan, majestuosas, algunas águilas.

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Texto | Julio González Alonso