Les llamamos ‘sopas frías’ aunque no tengan nada que ver con la definición que el diccionario nos da de la palabra ‘sopa’, que lleva implícita la presencia del pan; pero, se llamen o no sopas, y lleven o no pan, que alguna puede llevarlo, las conocemos con ese nombre, ‘sopas frías’, y las consumimos preferentemente en verano… aunque pueden hacerse y tomarse todo el año.
La más popular en España es, claro, el gazpacho. El gazpacho ‘rojo’, que también los hay blancos -caso del ajoblanco malagueño- y verdes -el onubense de cilantro o culantro-. Un gazpacho que no tiene nada que ver con el que criticaba Sancho Panza, ya que la incorporación al mismo del tomate es cosa más reciente de lo que podría pensarse, ya que esa hortaliza llegó a España en el siglo XVI; pero, en la primera mitad del XIX, todavía el inglés George Borrow, en La Biblia en España, describe un gazpacho y cita como ingredientes pan, ajos, aceite, vinagre, sal y agua: nada de tomate, ni de pepino, ni de pimiento… Siempre he dicho que me gustaría mucho saber qué dijeron los ‘puristas’ del gazpacho cuando a alguien se le ocurrió incorporar el tomate a la emulsión antes citada.
Seguramente pusieron el grito en el cielo, como lo ponen ahora quienes consideran una herejía la supresión del pan remojado de los ingredientes del gazpacho. Les diré que en mi casa no lo usamos. El gazpacho hace años que ha dejado de ser el único alimento que tomaba a mediodía un agricultor que llevaba toda la mañana destripando terrones al sol; hoy es una entrada a la que se le pide, sobre todo, ligereza y capacidad refrescante. El pan no pinta nada ahí… salvo en daditos, mejor secos en el horno, para poner como guarnición, si se pone. Lo que pasa es que últimamente proliferan los gazpachos que podríamos llamar ‘de mar y huerta’, ésos que llevan como elementos sólidos algún tipo de marisco, desde langosta a gambas; eso ya es algo más que un refresco.
Mencionamos antes al ajoblanco. Es, ya lo hemos dicho, un gazpacho ‘blanco’. Sus ingredientes principales, en la versión más extendida, son el ajo y las almendras, pero también puede hacerse, muy rico, de piñones, y hasta de habas. Lo clásico es servirlo con uvas moscatel sin pepitas como tropezones, pero también le van muy bien unas bolas de melón, cuanto más dulce mejor… e incluso, y esto va para los ultraortodoxos, unos daditos de melocotón en almíbar.
La otra gran sopa fría de la cocina mundial -hay más, sobre todo en el Mediterráneo oriental, y sobre todo a base de pepino- es, sin duda, la vichyssoise, que no es más que una versión en frío de una tradicionalísima crema de puerros. Al parecer, según cuenta el maestro Néstor Luján, el origen de esta sopa, llamada ‘la gran dama blanca’, hay que buscarlo en los Estados Unidos, concretamente en Nueva York, donde la habría servido Louis Diat, jefe de cocina del Ritz neoyorquino, y cuyo hermano Lucien desempeñaba el mismo puesto en el Plaza Athénée de París. O sea, estadounidense, pero de padre francés. En cualquier caso, es una sopa ilustrísima… cuando se hace como es debido, sin racanear la nata y decorando con briznas de cebollino, nunca de perejil, ni aun en el caso de que ustedes sean incondicionales del ‘perejilero’ mayor del reino, mi admirado Karlos Arguiñano. Obviamente, todo es mejorable, y una vichyssoise puede alcanzar categoría verdaderamente aristocrática si, ya servida en las tazas, boles o lo que se use para tomarla, se añade a cada ración una cucharada, ni pródiga ni tacaña, de buen caviar; el peligro es que luego a uno le sabe peor la versión normal de la vichyssoise.
Con estas tres ya podríamos cubrir todo un verano, alternándolas y teniendo siempre en la nevera una buena jarra con cualquiera de ellas; porque una sopa fría, sobre todo un gazpacho de los actuales, que es más que nada un zumo de hortalizas aliñado, puede apetecer en cualquier momento, sin necesidad de esperar la hora de sentarse a la mesa. Ésa sí que es una bebida ‘de verano’… y un entrante, una vez complicado o decorado más o menos, para cualquier época del año.