Un poema de Pablo Ibáñez
Don Antonio
Tenía las cejas como eñes arbóreas, y los ojos
como tierra negra abierta por raíces, y la boca
delineada por el frío de la infancia: grande y plana.
Tenía los cabellos acerados, las orejas
cavernas volcánicas nevadas, y las manos
azules y surcadas, como eran las manos de mi abuelo.
No hay que admirar a nadie demasiado…
me dijo sonriendo, con un lento cabeceo de sus párpados.
Su voz sonaba atávica, nudosa,
como el eco mineral del arroyo por la gruta,
o la piedra de un molino grande, vaciado.
Se inclinó para firmar Canción errónea; miré afuera.
Valladolid reventaba de verano y, sin embargo,
mi memoria era invierno de León: balcones fríos
de la guerra. El niño viendo
los hombres encadenados a la vida, que es la muerte,
el alto poemario que fue padre,
la madre como manos en su pelo, su calor.
Sin error posible,
a pesar del título,
—sus letras mordidas y angulosas
como picos de paloma entre las sombras.